miércoles, enero 11, 2023

“Eterno reposo”, de Vasili Grossman





I

 

Desde el cementerio Vagánkovskoie,[1] situado junto a las vías de la estación de Bielorrusia, se puede ver a través de los arces que crecen allí cómo pasan a toda velocidad trenes con destino a Varsovia y Berlín, las ventanillas relucientes de los vagones restaurante, los trenes expreso de color azul que circulan entre Minsk y Moscú, además de oír los frecuentes silbidos de los trenes de cercanías y notar cómo tiembla la tierra al paso de los pesados convoyes de mercancías.

 

Cerca del cementerio discurre la carretera Zvenigoródskoie, transitada por turismos y taxis de carga que transportan bártulos a las casas de campo de los alrededores. Junto al cementerio se encuentra el mercado del mismo nombre. Desde el cielo llega el estrépito provocado por los helicópteros que sobrevuelan la ciudad, al tiempo que resuena, ampliada por la megafonía, la voz nítida del jefe de la estación, encargado de componer los convoyes que parten de la estación.

 

En el cementerio, mientras tanto, reinan la paz y el descanso eternos.

 

Los domingos de primavera cuesta encontrar plazas libres en los autobuses urbanos que se dirigen allí. Las multitudes van a pie hacia el cementerio desde la puerta de Presnla, enfilando la calle de 1905 y dejando atrás los bloques de pisos de reciente construcción, las desvencijadas casuchas de madera, la escuela de radiotécnica y los cofres en que guardan sus mercancías los vendedores del mercado Vagánkovski. Van cargados de palas, regaderas, sierras, pinceles, cubos de pintura y bolsas llenas de comida: ha llegado el momento de empezar a remozar las tumbas y renovar los parterres maltratados por el largo invierno.[2]

 

En las puertas del cementerio, los ríos humanos confluyen y forman una confusión babilónica, que estorba la entrada de carrozas fúnebres que traen a nuevos inquilinos. ¡Cuánta luz primaveral, cuánto fresco verdor, cuánto rostro animado y conversación ordinaria, y cuán poca tristeza se respira allí! Al menos, esa es la impresión que da. Se percibe olor a pintura, se oyen golpes de martillo y el crujir de las carretillas que transportan arena, césped y cemento: las obras en el cementerio están en curso. Personas con guantes de lona trabajan a conciencia y con entusiasmo: algunos canturrean, otros intercambian frases con los que se afanan a su lado. Mientras una mamá pinta la valla de la tumba del difunto papá, la hija trata de dar una vuelta alrededor de la sepultura a la pata coja, procurando no tocar el suelo con el otro pie.

 

—¡Qué calamidad de niña, tiene toda la manga manchada de pintura! —se lamenta la madre.

 

Un poco más allá ya han terminado su tarea; la valla y el poste están pintados de un horrible color dorado, han desplegado un mantelillo sobre el banco y el grupo está comiendo. Las voces suenan excesivamente estridentes, los rostros de expresión simplona han enrojecido, de pronto estalla una risa general. ¿Se habrán dado cuenta de lo impropio de su comportamiento y se habrán vuelto para mirar la tumba en actitud contrita? Nada de eso. El muerto se lo perdonará, sin embargo, complacido por el buen trabajo de pintura que han hecho.[3]

 

Es agradable trabajar un rato al aire libre, plantando flores y arrancando las malas hierbas que echan raíces en la tierra del cementerio. ¿Dónde puede ir uno un domingo? ¿Al zoológico? ¿Al parque Sokólniki? Uno se lo pasa mucho mejor en el cementerio, donde puede trabajar sin prisas y respirar aire fresco. La vida es poderosa: al irrumpir en el cementerio ha logrado imponer su dominio sobre él, convirtiéndolo en una parte de sí misma. Allí, las pasiones y los conflictos de intereses se dan en la misma medida que en un lugar de trabajo, un apartamento comunal o el mercado situado cerca.

 

—Se lo digo yo, el cementerio Vagánkovskoie no se puede equiparar con el de Novodévichiye.[4] Aunque aquí también están enterradas algunas personas de renombre: el pintor Súrikov; Dal, el autor del célebre diccionario; el catedrático Ti M.; Yesenin. Hay tumbas de generales, de viejos bolcheviques: Bauman, cuyo nombre lleva todo un distrito de Moscú, está enterrado aquí, poca broma... También está Chikvidse, el legendario comandante de división, héroe de la guerra civil. Y en la época de los zares no era infrecuente que, aparte de mercaderes, se enterrara aquí a prelados.

 

Conseguir un permiso de entierro en el cementerio Vagánkovskoie no es más fácil que obtener residencia permanente en Moscú para los que llegan a la capital procedentes de provincias. Los argumentos esgrimidos por los familiares de los difuntos ante el gerente del cementerio —de cutis rojo oscuro, con kubanka[5] y chaqueta de cuero con cremallera— son similares a los que se ven obligados a escuchar todos los días los funcionarios de la policía moscovita encargados de gestionar la concesión de permisos de residencia.

 

—Camarada gerente, ya me dirá cómo voy a enterrarlo en el cementerio de Vostriakovo, cuando las tumbas de su madre y de su hermano están aquí, ¡en el Vagánkovskoie!

—No puedo hacer nada por usted— se excusa el funcionario, tal y como lo haría cualquier funcionario que negara el padrón municipal a un solicitante—. Las directrices del soviet de Moscú son muy claras al respecto: el cementerio dispone de plazas limitadas, no se conceden más permisos. A alguno le tiene que tocar ser enterrado en el de Vostriakovo ¿no lo cree?

 

Ese rigor tocó techo la víspera del Festival Internacional de la Juventud de 1957. Había corrido el rumor de que un grupo de creyentes, participantes del festival, efectuaría una visita al cementerio, por lo que el personal se partió el espinazo para adecentarlo. La peor parte de aquella «puesta en orden» se la llevaron los pordioseros que infestaban el cementerio: cantantes vagabundos, tullidos, chiflados, ciegos, mutilados de la Gran Guerra, deficientes mentales... Cumpliendo la orden extendida para tal ocasión, la policía los cargó a todos ellos en coches y se los llevó de allí. Durante aquellos días, en las oficinas del cementerio se respondía invariablemente a los solicitantes:

 

—Vuelva usted cuando haya terminado el festival.

 

Pero el festival ha terminado y la vida del cementerio, ahora remozado, ha vuelto a la normalidad. El gerente del cementerio y sus colaboradores más inmediatos vuelven a ser asediados por los solicitantes:

 

—Necesitamos el permiso…

 

Pero no hay nada que hacer: las plazas siguen siendo limitadas, los muertos no paran de llegar y nadie quiere ir a enterrar al suyo en Vostriakovo. Los solicitantes insisten, amenazan, lloriquean. Los hay que presentan solicitudes cursadas por instituciones u organizaciones sociales, alegando a favor del difunto que era un profesional insustituible, excelente activista, titular de una pensión al mérito personal, veterano de guerra, viejo bolchevique. Otros intentan hacer valer sus contactos o hacen trampas, pero los de la oficina acaban por desenmascararlos:

 

—Usted solicitó que la enterraran al lado de su marido, pero resulta que se había casado con este en primeras nupcias antes de contraer matrimonio en otras dos ocasiones. ¡Un poco de decencia, por favor!

 

Ciertas personas buscan a alguien a quien sobornar con dinero o abundante bebida.

De esos, unos se esfuerzan por untar la mano al jefe y otros procuran comprar los favores de los cavadores de tumbas. Para enterrar a sus muertos, algunos actúan con descaro, como quien se instala en una habitación sin haber pedido permiso para emprender luego una batalla interminable y tediosa que busca legalizar la ocupación. Existe una disposición legal que obliga a arrasar tumbas abandonadas para realizar en su lugar nuevos enterramientos. Este asunto genera grandes pasiones, las mismas que puede provocar la superficie habitable en la que no acierta a extinguirse la vida de una anciana solitaria. Una vez obtenida la autorización para llevar a cabo esta clase de enterramiento, puede suceder que, dentro de la misma fosa, el féretro se coloque sobre otros dos que estaban allí antes, de suerte que, a veces, quedan enterrados juntos, uno encima del otro, un mercader anónimo, un revolucionario idealista azote de la burguesía, caído en el olvido lo mismo que aquel, con una escarapela roja a medio podrir sobre el pecho, y una empleada pública, jefa de la sección secreta del departamento de personal. ¿Quién será el siguiente?

 

¿Cuál es la razón de que a tanta gente le atraiga pasar el tiempo en los cementerios?

Es evidente que su abundante vegetación o la posibilidad de entregarse a las labores de jardinería, carpintería y pintura no son el único reclamo. Estos últimos son unos atractivos más bien secundarios, superficiales; el motivo principal, como no podría ser de otra manera, está oculto; su raíz es más profunda. Con frecuencia, las personas que acuden al cementerio para tramitar permisos de entierro llegan allí tras noches en vela, mortificadas por la pena y, a menudo, por remordimientos imposibles de aplacar.

 

Se trata de un trámite costoso y humillante. Mientras dura, un sentimiento de disgusto hacia el difunto asalta de vez en cuando a los familiares, que piensan: «Diantres, a él ya le da igual. Con todo lo que sufrimos mientras agonizó, sin poder dormir por las noches. Cuántas veces corrimos a buscar a la farmacia bolsas de oxígeno, llamamos a la ambulancia, compramos fruta y medicinas para él. Y aun muerto, nos sigue dando problemas». Entre tanto, los asiduos al cementerio consuelan a los novatos: «No hay por qué preocuparse, todo se arreglará. Aunque son unos burócratas, siempre acaban por conceder el permiso; hasta ahora no se lo han negado a nadie». Ciertamente, el permiso acaba siendo concedido y el muerto, enterrado.

 

Al son del ruido que producen los terrones al golpear contra la tapa del ataúd, una sensación de paz y alivio penetra como un fino rayo de luz en los corazones inflamados por la pena de los familiares del difunto. Ya está, muerto y enterrado. Ese ligero alivio constituye el germen del que brota la nueva relación que unirá, a partir de entonces, a la persona finada con sus seres próximos. Es la misma luz fina que guía a las multitudes humanas que invaden los fines de semana los cementerios para desplegar allí una animada labor de acicalamiento de las tumbas.

 

Pero, ¿cómo evoluciona ese germen?

 

Para seguir su desarrollo y comprender el modo en que el sufrimiento desgarrador provocado por el eterno adiós a la persona querida deviene en un placentero pasatiempo dominguero, es preciso abandonar por un momento el cementerio para trasladarse a la ciudad. Las relaciones entre personas próximas raras veces son absolutamente transparentes, inequívocas, lineales o, por decirlo así, de una sola dimensión. Son edificaciones de muros gruesos, con sótanos profundos, alcobas oscuras y de ambiente cargado, con superestructuras y anexos.

 

¡Qué cantidad de cosas suceden en todos esos cubículos, pasillos, subsuelos y desvanes! ¡Qué cantidad de cosas han visto y oído los muros incorpóreos de los edificios ocultos en los corazones humanos! Luz, reproches despiadados, el deseo eternamente insatisfecho, el hartazgo, la verdad, las ganas desaforadas de quitarse al otro de encima, la roncería mezquina año tras año, la cicatería, el odio terrible guardado en secreto, reyertas, sangre, la mansedumbre.

 

A todo el mundo le conmociona la noticia de que un hombre, junto con su esposa, ha asesinado a la madre de este para ampliar a sus expensas su espacio vital. Otro caso: dos hijas tumbaron a la madre sobre un sofá con el objetivo de robarle y procedieron a verterle en la boca agua hirviendo. A un obrero le tocaron veinticinco mil rublos en la lotería y corrió a comunicar la buena nueva a la esposa. Cuando ambos llegaron a casa, cayeron en la cuenta de que su hija de tres años había hecho cenizas el billete premiado. El padre, ofuscado, le cortó a la niña las dos manos con un hacha. Son aberraciones terribles e insólitas, desde luego, aunque no por eso dejan de ser parte de la vida. Sin embargo, a veces uno tiene la sensación de que los ríos quedos de la vida son aún más aterradores.

 

He aquí un matrimonio que convive durante decenios en una habitación de un piso comunal. A lo largo de todos esos años el marido se ausenta, ya por el día ya por la noche, ya los días de fiesta, porque tiene una relación extraconyugal. La legítima esposa calla, y él también; pero cuánto sufrimiento provoca a los dos el reproche mudo de esta, su sonrisa lastimera, sus intentos de tapar la vergüenza delante de los hijos y los conocidos, su solicitud resignada para con él. A ratos, el hombre se horroriza ante la situación, pero ¿cómo arrancar de su corazón a esa otra mujer a la que ama y que le espera con su sonrisa igualmente lastimera, de culpa e impotencia, y con sus reproches mezquinos?

 

Una suegra y una nuera tienen una buena relación, tranquila y sin sobresaltos. Esa armonía descansa en el hecho de que la anciana haya cedido su habitación independiente a la joven pareja, a cambio de trasladarse a una de paso. Más tarde les dejó su cama para acabar durmiendo en una plegable. Después llegó el turno del armario, que fue a parar a la nuera, mientras la vieja trasladaba su ropa a una caja de contrachapado colocada en el pasillo. Como a la nuera no le gustaban las plantas, porque según ella cargaban el ambiente, la suegra tuvo que desprenderse de sus pitas y ficus, que había cuidado durante años. En una ocasión, a la nuera le advirtieron que el gato de la casa podía contagiarle a Svétochka, su hija, unos parásitos, por lo que la anciana se tuvo que desprender también del viejo animal, que había llegado a aquella casa cuando Andréi, el papá de Svétochka, era todavía un niño al que todos llamaban cariñosamente Andriusha. La vieja envolvió al gato en un pañuelo limpio y lo llevó a sacrificar. Lo que más le afectó fue que el animal, absolutamente confiado, dormitara tranquilamente en sus brazos durante su último viaje. Con todo, la anciana no se pronuncia y su hijo, tampoco. Ella se da cuenta de que él la rehúye, al tiempo que él es consciente de su indefensión. Viendo la impotencia del hijo, la anciana asiente con su cabeza temblorosa de pelo blanco en actitud conciliadora, mientras oye durante horas su apresurado y servicial «Mílochka, cariño...» dirigido a la esposa.

 

Un hombre, ahora ya mayor, se ha desvivido toda su vida por la familia: hacía horas extras en el trabajo, prefería recibir una compensación en dinero antes que coger vacaciones, hacía guardias los días festivos y en Nochevieja porque se pagaban el doble, no salía con los compañeros ni para tomar una cerveza. «Se ve que eres el más necesitado», le decían sus camaradas. «Tengo familia, qué se le va a hacer», se justificaba él, incómodo. Sin duda su familia era numerosa, pero aun así jamás le había faltado comida y ropa, y todos los hijos fueron a la universidad y se independizaron. Ahora el viejo está paralítico. Sus hijos intentaron por todos los medios que lo admitieran en algún hospital especializado, pero no lo consiguieron. No les queda otro remedio que tenerlo en casa, darle de comer como a un niño pequeño, hacerle la cama y cambiarle el bacín. No puede moverse y ha perdido el habla, aunque conserva la vista y el oído, por lo que es capaz de ver las caras de sus hijos y oír lo que dicen.

 

—¿Por qué al abuelo se le caen todo el tiempo unas lagrimitas de los ojos? —preguntó en una ocasión uno de los nietos.

—Tiene los ojos enfermos —fue la respuesta.

 

En realidad, el viejo llora porque la muerte, cuya llegada implora en silencio, no acaba de llegar.

 

El hijo único de una familia de obreros es deficiente mental. Tiene dieciséis años, no sabe vestirse solo y articula a duras penas las palabras más elementales. Una sonrisa quieta, de expresión mansa, permanece a todas horas en su rostro. La posibilidad de que su hijo les sobreviva aterroriza a los padres: ¿quién se hará cargo de su pobre Sáshenka cuando ellos no estén? Pero también les provoca terror pensar que ese ser desvalido, por quien sienten un amor especial, tierno y doloroso a la vez, se muera y les abandone para siempre, Sin embargo, eso no les impide desear su muerte porque no quieren que se quede solo en el mundo, sin nadie que le cuide, en caso de que ellos fallezcan antes. La conciencia de ese deseo los tiene horrorizados.

 

Los médicos habían diagnosticado a una mujer cáncer de estómago con metástasis.

Su agonía fue desgarradora; se pasaba día y noche aullando y agitándose a causa del dolor, mientras maldecía a la hermana mayor, que no se apartaba de su lado.

 

El dolor y las tormentas son inseparables de la vida humana, aunque no toda ella es dolor y tormentas. A veces parece que los sucesos cotidianos de la vida, relacionados con el trabajo, el amor y la amistad, son tan difíciles de sobrellevar como sus tormentas.

 

Una familia goza de una situación económica holgada, lo cual, sin embargo, no la pone a salvo de las fatalidades, complicaciones y malentendidos de la vida. El padre se siente ultrajado por el pragmatismo de los hijos, la actitud autosatisfecha del hijo mayor ante los éxitos cosechados, sus contactos con personas útiles y bien posicionadas, su desinterés por los libros y la naturaleza, y su ventajismo. Le resulta humillante el matrimonio calculadamente interesado de la hija, que le ha abierto las puertas al decoroso mundo de la aristocracia soviética. ¡Qué banal llegó a mostrarse en el seno de su nueva familia, al tratar asuntos de departamentos, casas de campo y autos! ¡Y él que la había llamado cariñosamente Alíónushka cuando era niña, creyendo que desarrollaría con el tiempo una conciencia e ímpetu dignos de Sofía Peróvskaia![6] La madre, por el contrario, está encantada con los éxitos de los hijos. «Me diste mala vida con tus desvaríos; nuestros hijos, en cambio, viven bien, como tiene que ser. No entiendo por qué estás molesto», le reprocha. Y él, que se da cuenta de todo, se ve en un callejón sin salida, con pocas ganas de seguir viviendo.

 

Otra pareja, aparentemente muy bien avenida; ambos se dedican a la ciencia, tienen un auto, practican el alpinismo, están muy unidos y viven intensamente. Él es sólo licenciado y ella es doctora en Ciencias. Ella fue invitada a una recepción en el Kremlin, y en la tarjeta de invitación especificaba que podía ir acompañada de su marido. Esa anécdota provocó la hilaridad de la pareja y la de sus amigos. Con ocasión de un cumpleaños de ella, el presidente de la Academia de Ciencias la felicitó con un telegrama. Allí donde aparecen juntos en público, la gente muestra interés por ella, y él queda relegado a un segundo plano. Al final, su aplomo terminó por irritarle: ¿acaso creía que el mero hecho de ser su marido le hacía feliz? Se sintió humillado, pero no fue por eso por lo que tuvo un romance con una chica atractiva, estudiante de posgrado, ¡se enamoró de verdad! La esposa, por su parte, no se dio cuenta, pues estaba segura de su fidelidad. Sin embargo, Dios mío, cómo le dolió más tarde encontrar una nota que él había olvidado por descuido. Cómo lloró entonces; incluso quiso suicidarse tomando Luminal. Él también lloró y le rogó que le perdonara, y entonces ella le dijo: «Ahora lo comprendo. Soy una tonta, no valgo un dedo tuyo; eres lo que más me importa en la vida». Al decírselo, estaba convencida de que en realidad él no se había enamorado de otra, sino que solo le había puesto los cuernos para vengar su humillación. El hecho de que él, que no destacaba en nada, hubiera podido serle infiel a una persona tan brillante como ella, que además lo quería tanto, fue quizá lo que más le fastidió. Al principio él se desconcertó y se mostró arrepentido, pero más tarde entrevió en el dolor de ella algo problemático e insultante para él. Nada bueno espera en el futuro a esa pareja, únicamente la misma confusión sin remedio.

 

Una mujer se ha casado en segundas nupcias. Su primer marido murió en la guerra. Había tenido una hija con él. El padrastro se muestra hostil con la niña; no dice una palabra en presencia de esta. Años después, la hijastra se casa y tiene un hijo. El padrastro prohíbe a la esposa ver a la hija y al nieto, pues este último se parece físicamente al abuelo caído en la guerra. Cuando sale de viaje, nunca dice cuándo volverá, pues pretende coger a la mujer por sorpresa en caso de que invite a la hija y al nieto a pasar la noche en casa. Celoso como está, sufre y hace sufrir a los demás. Mientras tanto, las fuerzas de los esposos van menguando, el pelo se les ha vuelto completamente gris, pero la complicada situación en que está sumida la familia no tiene visos de mejorar.

 

Se podría argumentar, desde luego, que las relaciones de familia no tienen por qué ser necesariamente intrincadas y conflictivas. Está claro. Pero, Dios mío, qué hastío feroz corroe en ocasiones al alma en el mismo seno de una vida familiar sencilla y tranquila.

 

He aquí un cabeza de familia, padre y marido. Al regresar a casa, sube la escalera gastada de siempre, con un escalón partido, penetra en la penumbra del pasillo donde aspira la atmósfera polvorienta con olor a trapos viejos y bacalao frito en aceite de girasol mientras contempla sobre el lavamanos restos de una pastilla de jabón y la toalla permanentemente húmeda que cuelga de un clavo. Luego se sienta a comer en compañía de su mujer. El menú es el mismo de siempre, como son los mismos el hule de la mesa, el dibujo azul del borde del plato y el tenedor con las púas dobladas hacia dentro. Los esposos jamás discuten ni se mienten el uno al otro; sus puntos de vista sobre la vida coinciden y concuerdan por completo. Pero, Dios, qué aburridos están: se pasan horas en silencio, sin ganas de conversar, pues no tienen de qué hablar. Cuando están separados, pensar en el otro les produce tedio, y cuando salen a pasear juntos, todo lo que ven —las flores de los bulevares y las nubes durante la puesta de sol— se vuelve insoportablemente insulso por el solo hecho de caminar el uno al lado del otro. También se aburren cuando, al despertarse en mitad de la noche, oyen los resoplidos y el farfullar en sueños del otro.

 

—¿Qué habías comido antes de acostarte? Menudo olor dejaste durante la noche…

—Nada especial.

 

«Eso digo yo, nada especial».

 

¿Es posible que la irrupción de la muerte eterna sea preferible al eterno aburrimiento?

 

He aquí un túmulo. Una mujer planta nomeolvides sobre la tumba de su marido. Ahora, por lo menos, este ya no podrá abandonarla por otra. Todo está en paz. Quizá sería mejor, piensa ella, plantar unas trinitarias. Ha perdonado al muerto, y ese perdón la ennoblece. Cerca de ella, una joven pareja pinta con gran amor la valla de una tumba. Mientras trabajan, intercambian frases con la viuda, que ya está al tanto de que la difunta adoraba los gatos y los ficus, y no escatimaba nada a su hijo y su encantadora mujer. El ambiente es sosegado y sencillo, el cielo es azul; un gorrión joven, cuya garganta aún no ha probado el aire cortante de enero, pía con su vocecita cristalina mientras sobrevuela la tumba. Han desaparecido para siempre los ojos de la anciana, llenos de locura y de dolor. Como tampoco existen ya los ojos llorosos del viejo postrado por la parálisis. El sosiego emana del túmulo sobre la tumba del joven deficiente mental, cuya muerte acabó con la congoja atroz y el miedo de sus padres. Las trinitarias, las margaritas, las nomeolvides.

 

«Sufrió mucho, la pobre», dice una mujer mayor hablando de su hermana.

 

Se queda mirando la tumba. La luz del sol atraviesa el follaje joven de los árboles y se posa en franjas claras sobre el suelo. Reina un silencio total, y las relaciones entre los vivos y los muertos resultan reposadas y fáciles.

 

—Luego plantaré unas capuchinas, cogen bien estas.

 

No queda ya ninguna barrera entre los amantes esposos, nada estorba su amor: ni los celos, ni los miedos ni la aversión hacia el niño, al que tanto adora la abuela.

 

Descansa en paz, querido amigo; siempre te tendremos presente.

 

Se está bien en el cementerio. Todos los enredos dolorosos de antaño devienen allí claridad. En el cementerio, los allegados de los difuntos evocan su existencia póstuma como una vida peculiar, justa y diáfana, y establecen con estos una relación de lo más tierna. Ese marido que regresaba con sensación de desgana y agobio a casa del trabajo disfruta ahora de la compañía de su mujer: todos los días festivos visita su tumba en el cementerio. Qué deleite de vegetación, qué cuidados gratos y sencillos, cuántas personas agradables —visitantes asiduos de los enterramientos próximos— encuentra allí. Él les habla de ella, piensa en ella. Recordarla, pensar en ella ya no le causa aburrimiento. Su vínculo ha experimentado una renovación.

 

¿Quién ha dicho que no hay nada más precioso que la vida y asegurado que la muerte es espantosa?

 

Ahí van, armados de palas, sierras, martillos y pinceles, muchedumbres de hacedores de una vida nueva y mejor. Su mirada se dirige hacia adelante. En medio de la ciudad, con su vida dura y agotadora, el cementerio es un remanso de paz. Ese abismo que había separado al padre de sus hijos prósperos y mediocres, ¿podría haberse salvado en su momento? Ya no existe tal abismo.

 

—Descansa en paz, querido maestro, padre, amigo…

 

Mientras arreglan la tumba del padre, los hijos intercambian impresiones acerca de sus propios asuntos, viajes, conocidos. El padre, mientras tanto, sigue presente, aunque es una presencia benevolente y tranquilizadora, sin las miradas de pena, lástima o reproche que les dirigía en ocasiones.

 

Huyendo de la urbe, multitudes de personas enfilan hacia las puertas del cementerio. Cuando contemplan, víctimas de la desesperación y el agotamiento, el verdor apacible de las tumbas en que están enterrados sus padres, madres, maridos, esposas o hijos, la esperanza penetra en su corazón. Si van allí es para construir una relación nueva que los una con los seres cercanos que han muerto, una relación menos tormentosa que la que tuvieron mientras estos vivían.

 

 

II

 

Muchas de las lápidas llevan grabada información acerca del estatus social del difunto, como el grado científico o militar que había ostentado, el cargo desempeñado o la antigüedad en las filas del Partido. Antes de 1917, esa información recogía la posición que había ocupado el finado dentro de los estamentos del Imperio: mercader de primera o segunda categoría, funcionario de cuarto rango, etc.

 

Otra clase de inscripciones mortuorias reflejan presuntamente el sentir que provoca el difunto en sus allegados, En ocasiones, estos epitafios en prosa o en verso son muy extensos. También pueden ser tremendamente ridículos, estúpidos, vulgares o estar plagados de errores de todo tipo, aunque esa circunstancia no atañe el fondo del asunto. La cuestión es que todas esas leyendas, tanto las que informan sobre el cargo desempeñado por el difunto o el grado que había ostentado, como las declaraciones de amor por parte de los familiares, no proporcionan ninguna información sobre lo que habita en lo más hondo de sus corazones.

 

Esas inscripciones son declaraciones banales, semejantes a las que se realizan en el momento de acceder a un puesto de trabajo, concertar unos esponsales o formalizar la concesión de una condecoración. Los oficios de bajo prestigio social no tienen cabida en los epitafios: no se ven lápidas que informen del enterramiento de un peluquero, carpintero, encerador de suelos o revisor. Si se indica el oficio ejercido por el difunto, lo habitual es que sea el de catedrático, actor, escritor, piloto de caza, médico o pintor.

 

Asimismo, solo se reseña la graduación del difunto si ha llegado como mínimo a coronel, almirante o consejero de justicia de primer rango. El que ha muerto siendo teniente o ayudante de laboratorio no verá reflejado ese hecho en su lápida. La condición social de la persona y su vínculo con el Estado conservan su importancia aun después de que esta ha pasado a mejor vida. También en el cementerio lo meramente humano se muestra tímido. Los epitafios de carácter sentimental, que exaltan el amor y el dolor eternos regados con lágrimas amargas, sin importar que muevan a pena o destilen vulgaridad, estén redactados con versos preciosos o torpes o ridículos, sirven a la misma causa de la vanidad. 

 

Ciertamente, el epitafio no tiene por destinatario al difunto, que no lo puede leer. Como tampoco los que lo redactaron lo hicieron porque experimentaran la necesidad de formular para sí mismos lo que sentían por el muerto; no les habría hecho falta. Los epitafios están para ser leídos. La información que llevan va destinada a los extraños.

 

Un plañido resuena sobre el cementerio: una viuda está llorando a su marido. ¿Por qué se lamenta con tanta estridencia si el muerto no la puede oír? En efecto, para articular el dolor no es necesaria la misma potencia con la que proyecta la voz quien canta sobre un escenario. Pero la viuda sabe lo que hace, pues pretende que la oiga cuanta persona pasa por allí. Mientras se desgañita, declara e informa.

 

También declaran e informan los que, de luto riguroso, acuden regularmente a los cementerios, donde se quedan sentados junto a las tumbas con gesto contrito. Estos difieren de los que van allí a construir una vida nueva, a rehacer sus relaciones con los muertos convirtiéndolas en más gratas y razonables. Lo más importante en la vida de los «declarantes» es demostrar su superioridad, también en materia de emociones y sentimientos.

 

Sin duda, las razones por las que las personas visitan los cementerios son muy variadas.

 

Un juez instructor de la NKVD,[7] que perdió el juicio en el nefasto año 1937,[8] vaga entre las tumbas dando voces y amenazando con el puño. Nadie le responde, lo cual exaspera al juez enloquecido: necesitaría hacer confesar a los muertos para cerrar los expedientes que le quedaron por resolver.

 

Qué variadas son, desde luego, las razones por las que las personas visitan los cementerios. En el cementerio se citan los amantes. Al cementerio se va a dar un paseo, a buscar el fresco.

 

 

III

 

La vida del cementerio bulle rebosante de pasiones. Los canteros, los pintores, los cerrajeros, los sepultureros, las mujeres encargadas de la limpieza de las tumbas, los camioneros que transportan césped y arena, los encargados de alquilar a los visitantes palas y regaderas, los vendedores de flores y de semillas: todas esas personas determinan la vida económica del cementerio.

 

Casi la totalidad de esos servicios se puede contratar de manera extraoficial recurriendo a la economía sumergida, que coexiste con la estatal a la manera del ser que, según la física moderna, existe al mismo tiempo en dos dimensiones distintas. La economía sumergida tiene su propia legislación laboral y su política de precios no escrita: aunque un empresario privado cobra más,[9] su mercancía es más variada y de mejor calidad.

 

Puesto que la gestión de los cementerios corre a cargo del Estado, su estructura administrativa obedece al principio centralista. Siguiendo este principio, la dirección de cada cementerio particular se concentra en manos de un gestor que, víctima a su vez de la centralización, no actúa de forma independiente, sino que se limita a cumplir las directrices que le llegan de arriba.

 

La Iglesia está separada del Estado. La Iglesia posee sus propios cuadros, superiores e inferiores. El coro, la venta de cirios y de pan ácimo son de su competencia, Se recurre a Dios no solo a la hora de enterrar a los viejos: en ocasiones, incluso los miembros del Partido llegan a su última morada acompañados de un sacerdote. Físico atómico, constructor de cohetes o técnico en aparatos de televisión: la modernidad del oficio ejercido por el difunto no excluye la posibilidad de que sus pompas fúnebres cuenten con la presencia de un ministro de Dios.

 

Dentro del clero también se da cierta duplicidad: a la par de la Iglesia oficial encabezada por el patriarca existen decenas de sacerdotes privados, separados tanto de esta como del Estado. Aunque visten ropas mundanas, su pelo largo, sus rostros ajados de expresión bondadosa y nariz enrojecida y simpática denotan su pertenencia al clero extraoficial. La Iglesia oficial los aborrece; su negligencia durante la celebración de los ritos roza la blasfemia; además, cobran lo que sea por sus servicios, las más de las veces, el equivalente del precio de cien mililitros de vodka. 

 

En una ocasión, para júbilo del presbítero del cementerio Vagánkovskoie, la policía organizó una redada contra los sacerdotes privados. Vista desde lejos, la escena habría resultado de lo más cómico: al son de los silbatos de los policías, hombres de pelo largo huían en desbandada; unos corrían y otros se arrastraban sobre el suelo entre las tumbas, para acabar saltando la valla del cementerio. Aunque vistas desde cerca, esas personas ya mayores, con sus ojos llorosos, la respiración dificultosa y la mueca de miedo y vergüenza sobre el rostro, no tenían nada de risible.

 

 

IV

 

La vida del cementerio es inseparable de la vida del país, de la nación y del Estado.

En el verano de 1941, las vías de la estación de Bielorrusia fueron bombardeadas con especial virulencia por los alemanes. Algunas de las pesadas bombas cayeron en el cementerio Vagánkovskoie, situado junto a las vías, destrozando árboles y haciendo volar por los aires pedazos de tierra, trozos de granito, fragmentos de cruces arrancadas de las tumbas y, aquí y allá, féretros y cuerpos de difuntos.

 

Durante los años famélicos de la guerra civil se iba al cementerio a coger acedera y hojas de tilo. También se arrancaban ramas de los árboles para alimentar a las cabras, Y los crímenes cometidos en el cementerio guardan una estrecha relación con la época y las condiciones de vida de la gente.

 

Poco después de la revolución, se contaba la historia de un guardián del cementerio que había comerciado con cerdos a los que cebaba con la carne humana extraída de los cadáveres que desenterraba por la noche. Los agentes de policía que fueron a detenerlo se quedaron impresionados por el aspecto fiero de aquellas enormes bestias. Asimismo, corrían rumores sobre una cooperativa que durante la época de la NEP [10] se había dedicado a abastecer tiendas particulares de embutido fabricado con carne de cadáveres que, para disimular, venía bien sazonada con especias y ajo.

 

Desde que la vida ha mejorado y se ha hecho más agradable,[11] el interés de los saqueadores de tumbas se ha desviado hacia las alhajas, los dientes de oro y las ropas de los difuntos. Después de la Gran Guerra Patria, cuando aumentó la afluencia de prendas de ropa y calzado de fabricación extranjera al país, los ladrones de cementerios emprendieron una caza a gran escala de esos objetos.

 

Un coronel que había servido en Alemania en las fuerzas de ocupación le regaló a su hija pequeña una muñeca que hablaba. Poco tiempo después la niña falleció y, como estaba enamorada de la muñeca, los padres resolvieron enterrarla junto con esta. Pasado un tiempo la madre vio a una mujer que intentaba vender esa misma muñeca. Se desmayó en el acto.

 

Aunque se trata de casos excepcionales. De un tiempo a esa parte, la delincuencia en los cementerios ha venido a menos, se ha vuelto de poca monta y hoy en día está relacionada principalmente con el saqueo de parterres y el robo de marcos para retratos fúnebres, jarroncitos y vallas metálicas.

 

 

V

 

Parafraseando a Klausevitz, se podría decir que el cementerio es la continuación de la vida. El aspecto de las tumbas refleja el carácter de las personas y de la época. Si bien es verdad que hay gran cantidad de tumbas impersonales, no es menos cierto que existe multitud de personas grises, carentes de toda personalidad. La diferencia entre los monumentos funerarios de las tumbas de los mercaderes y funcionarios del tercer rango de la época prerrevolucionaria, y los de los enterramientos actuales es abismal.

 

Ese abismo es instructivo, pero no solo él. Resulta asombrosa la similitud que existe entre las tumbas de gentes humildes de otras épocas y las de sus pares que han muerto en el siglo de los cohetes y los reactores atómicos. ¡Cuánto apego a la tradición! Un pequeño cúmulo de tierra, una cruz de madera y una corona de flores de papel... Miles de tumbas en los cementerios rurales darían fe de ese parentesco con mayor claridad.

 

«Todo fluye, todo cambia», ha dicho un sabio griego.

 

Aunque el pequeño túmulo coronado con una cruz de color gris parece desmentir esa afirmación. Y si se opera un cambio, será en un modo verdaderamente imperceptible.

 

La conclusión que uno puede sacar va aún más allá: no se trata tan solo de la tenacidad de las tradiciones funerarias, sino de la tenacidad, de carácter inmutable, del espíritu y el alma de la vida misma. ¡Cuánta persistencia! Y es que todo ha cambiado tanto que constituye ya una banalidad enumerar las incontables transformaciones operadas por el nuevo régimen y el empleo de la energía eléctrica, química y atómica. Y mientras tanto esa crucecita gris, idéntica a las que se colocaban sobre las tumbas hace ciento cincuenta años, se erige en símbolo de la vanidad de las grandes revoluciones sociales, científicas y técnicas, incapaces de transformar por sí solas las esencias profundas de la vida. Sin embargo, cuanto más inmutable es su fondo, más bruscos resultan los cambios que se producen en la superficie.

 

Ciertamente, las tormentas vienen y van mientras el fondo marino sigue en su sitio.

He aquí las huellas de la tormenta revolucionaria: monumentos de aspecto extraño entre las altas hierbas del cementerio. Un bloque de piedra negra con un yunque encima. Un mástil de hierro colado coronado con una hoz y un martillo. Una enorme pieza de metal fundida rudamente. Un globo terráqueo fabricado con granito áspero, sin desbastar, coronado por una estrella de cinco puntas apoyada sobre los océanos y los continentes. ¡Eso sí que es nuevo!

 

Las inscripciones a medio borrar de la época revolucionaria son menos legibles que las grabadas sobre las lápidas de granito pulido que sellan las tumbas de comerciantes, príncipes e industriales. Sin embargo ¡cuánto fervor entusiasta se desprende de cada palabra semiborrada que grabó la revolución! ¡Cuánta fe, cuánto ardor, cuánta fuerza apasionada!

 

Son pocas las lápidas de los devotos de la comuna mundial. Para encontrarlas, hay que buscar mucho en medio de un tupido bosque de cruces, bloques de granito, vallas de hierro colado, mármoles, hierbas y maleza.

 

Oh, víctimas de un pensamiento audaz,

confiasteis en que, tal vez,

vuestra sangre escasa fuera suficiente

para hacer derretir los polos.

Apenas humeante, ella brilló

sobre la mole eterna de los hielos.

Luego un invierno de hierro sopló,

y no quedó ni rastro. [12]

 

En una ocasión Stalin dijo que el arte soviético era socialista en el contenido y nacional en la forma. En realidad, era todo lo contrario.

 

El cementerio Vagánkovskoie, los cementerios Nemétskoíe y Armiánskoie,[13] fiel reflejo de lo que sucedía en el fondo de la vida soviética, apenas si se hicieron eco de lo que pasaba en su superficie, en particular en los años que van desde la revolución de octubre hasta 1934, año en que fue asesinado Kírov. Por aquella época, ni lo nacional había consumado aún su conversión pasando de la forma al contenido de la vida soviética, ni lo socialista había sido reducido definitivamente a mera forma. Se trata del período en que las posiciones dominantes en el Partido las ocupaban representantes de la intelligentsia revolucionaria y obreros con experiencia de clandestinidad.

 

Esa etapa sí está reflejada en el cementerio situado junto al crematorio de Moscú. ¡Cuántos matrimonios mixtos! ¡Qué igualdad étnica más maravillosa! ¡Qué gran cantidad de apellidos alemanes, italianos, franceses e ingleses! Algunas de las lápidas llevan inscripciones en lenguas extranjeras. ¡Cuántos letones, judíos y armenios están enterrados allí! ¡Qué cantidad de consignas combativas presentan las lápidas! Se diría que es allí, en ese cementerio rodeado de muros de piedra roja, donde sigue ardiendo la llama de aquel bolchevismo joven y entusiasta, todavía no estatizado, portador del espíritu de la Internacional, el delirio dulce de la Comuna y los himnos embriagadores de la revolución.

 

 

VI

 

El corazón vivo del ser humano es lo más maravilloso que hay en el mundo. Su capacidad de querer, de confiar, de perdonar y de sacrificarlo todo por amor es admirable. Pero aun los corazones vivos duermen un sueño eterno bajo la tierra del cementerio. El alma del difunto, sus penas y sus amores, son invisibles: no se los puede espiar a través de las lápidas, los epitafios o las flores que adornan las tumbas. El mármol, la música, el plañido o la oración son incapaces de revelar su misterio.

 

Ante la sacralidad de ese misterio silente, todo es desdeñable: la fanfarria del Estado, la sabiduría de la historia, la piedra de los monumentos, el clamor de las palabras y de las oraciones fúnebres. Eso es la muerte.

 

 

 

Notas

[1] Uno de los cementerios mayores y más conocidos de Moscú. Se fundó en 1771 y está situado en el barrio de Krásnaya Presnia, en el noroeste de la ciudad. En este cementerio hay enterrados muchos artistas, tales como Serguéi Yesenin, Bulat Okudzhava o Vladimir Vysotsky.

[2] Tradicionalmente en los cementerios rusos las tumbas están rodeadas de vallas. En el interior hay cruces y monumentos, y es costumbre plantar flores frescas alrededor. Los cementerios se sitúan habitualmente en los bosques, en medio de árboles y vegetación.

[3] Comer y beber en los cementerios en recuerdo de los muertos es una tradición funeraria eslava muy antigua que se ha mantenido hasta la actualidad.

[4] Uno de los cementerios más conocidos de Moscú. Está situado al suroeste de la ciudad y fue fundado en 1898, al lado del cementerio viejo de Novodévichiye, que es del siglo XVI. Aquí están enterrados altos cargos soviéticos, del Estado, del Partido o militares, científicos, escritores, artistas, etc.

[5] Gorro redondo hecho con piel de cordero.

[6] Sofía Lvovna Peróvskaia (1853-1881), una de las dirigentes de la organización revolucionaria rusa Naródnaya Volia (La voluntad del pueblo), murió en la horca tras ser condenada por su participación en el asesinato del zar Alejandro II.

[7] Narodni Komissariat Vnútrennij Del (Comisariado Popular para Asuntos Internos). Organismo encargado de la seguridad del Estado entre 1934 y 1946. En realidad, se trataba de un órgano de policía secreta al servicio del estalinismo.

[8] Entre 1937 y 1938 se produce lo que se ha denominado la Gran Purga, o el Gran Terror, una campaña de represión y de persecución política ordenada por Iósif Stalin de una magnitud nunca vista hasta entonces. Hasta donde se sabe, más de 600.000 personas fueron fusiladas y más de un millón y medio arrestadas y deportadas a campos de trabajo.

[9] La iniciativa empresarial privada era legal en la URSS. 

[10] Nóvaya Ekonomícheskaya Polítikaka (Nueva Política Económica). Política económica propuesta por Vladimir Lenin en 1921 para evitar el colapso de la economía rusa y que permitía ciertas prácticas capitalistas, como abrir pequeños negocios privados. En 1928 fue sustituida por el primer plan quinquenal de Stalin.

[11] Referencia a la famosa frase que Stalin pronunció el 17 de noviembre de 1935 en el primer congreso estajanovista de la URSS.

[12] Versos del poema 14 de diciembre de 1825, de Fiodor Tiutchev, que hacen referencia a la Revuelta Decembrista.

[13] Respectivamente, los cementerios alemán y armenio de la capital rusa.

 

 

 

en Eterno Reposo y Otras Narraciones, 2013

 

 
























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