martes, diciembre 06, 2022

«El baile y el incendio», de Daniel Saldaña París

Fragmento



 

Hace dos noches soñé con la danza de las brujas en la isla de Blockula. Antes de dormirme había estado leyendo al respecto. En el sueño, yo visitaba la temida isla, que en realidad quedaba en el estado de Morelos, cerca de Huitzilac y de las Lagunas de Zempoala. Allí veía a las mujeres que caminaban en reversa, que ordeñaban cabras con los brazos doblados por detrás de la espalda, entre sapos y culebras. Me despertó el maullido del gato muy cerca de mi cara. Creo que el humo de los incendios lo pone de un humor raro y pasa mucho tiempo intentando comunicarse, maullando hacia las nubes marrones o hacia esos humanos dormidos que sin duda le pertenecen. 

La danza en reversa de las brujas de Blockula le habría gustado a la coreógrafa alemana Mary Wigman. Su Hexentanz, de 1914, podría haber formado parte de mi sueño. Wigman llegó a la danza tardíamente en su vida y de modo autodidacta; a veces pienso que necesitaba aprender a bailar solo para crear esa pieza —que fue la primera que compuso—, para retorcerse como una bruja de Blockula por el escenario. Creo que, salvo casos aislados de virtuosos con muchas ideas, cada quien llega a la danza para hacer una único pieza, para poner en movimiento una idea precisa. El resto de la carrera es relleno o profundización; necedad, tal vez. 

En YouTube puede verse un fragmento de una representación de la Hexentanz, en 1926. Lo único que se oye durante la pieza son platillos y percusiones (Wigman era una entusiasta de los gongs orientales, a los que recurría como una técnica de meditación); a veces los golpes que da la ejecutante contra la madera del escenario se confunden con esa música. Wigman está sola, sentada en el piso; allí transcurre toda la pieza. Se arrastra hacia el proscenio, pero es difícil entender cómo se propulsa; hay algo mágico e inexplicable en su desplazamiento. Cuando la Wigman presentó su Hexentanz en Nueva York, en 1931, un crítico especulaba que tal vez había un ayudante escondido bajo las tablas, y que ese ayudante iba moviendo a la bailarina hacia el frente. Era la única explicación posible, además de la posesión demoníaca (pero hubiera sido mal visto avanzar esa hipótesis en las páginas del New Yorker). 

Por momentos parece que la Wigman está sufriendo algún tipo de ataque, de convulsiones. Sus muñecas se doblan hacia adentro; su cara, aunque la calidad de la imagen no permite verla bien, se tuerce grotescamente (y esto es imposible, aunque suceda: Wigman utilizaba una máscara rígida para esa pieza; ¿cómo es que la vemos gesticular, entonces —la madera convertida de pronto en una segunda piel?). 

Aquella pieza hizo famosa a Mary Wigman y le valió un lugar en la historia de la danza moderna. A pesar de que siguió bailando hasta mediados de los años cincuenta del siglo XX, es ese primer chispazo de oscura genialidad lo que más se recuerda y se discute de su legado. 

Durante la Primera Guerra Mundial, la Wigman encontró refugio en Monte Verità, una comunidad utópica —anarquista, vegetariana y nudista— en el cantón suizo del Ticino, donde coincidió con personajes de la cultura europea como su amiga Sophie Taeuber (que trabajaba por entonces en sus tapices abstractos), Hugo Ball, Piotr Kropotkin, Rainer Maria Rilke y el rosicruciano Theodor Reuss, discípulo de Aleister Crowley y fundador de una secta de inspiración masónica, la Ordo Templi Orientis —a la que, por cierto, pertenecía la pareja de Wigman en aquel entonces, el coreógrafo Rudolf von Laban—. Wigman se hizo amiga de Reuss, quien la inició en el hermetismo y le encargó la composición de una coreografía ritual para acompañar un Festival del Sol que funcionaría como un congreso de su secta. 

En Monte Verità se hablaba esperanto, se practicaba el psicoanálisis y se redactaban furibundos manifiestos. Dentro de aquel paréntesis de libertad creativa, mientras Europa se aniquilaba entre gases y trincheras, Wigman se empapó del espíritu del Cabaret Voltaire, pero manteniéndose fiel a sus intereses místicos y a su curiosidad por lo sobrenatural. 

En 1918, al terminar la Gran Guerra, la coreógrafa sufrió una «crisis nerviosa». Es difícil saber cuál sería hoy el diagnóstico; probablemente le recetarían alguna benzodiacepina y la mandarían a casa. Su hermano había resultado herido en batalla y había regresado a casa amputado. El hambre y la desesperación cundían en Alemania. Wigman se separó de Von Laban y, destrozada, se internó en un hospital psiquiátrico. 

No me extraña que haya sido precisamente durante esa crisis cuando empezó a componer su primera suite de coreografías grupales, Las siete danzas de la vida. Quiero pensar que advirtió, en el sanatorio, la afinidad profunda entre los raptos místicos y esa especie de posesión que manifestaban las otras internas, y que los doctores se empeñaban en calificar de «histeria». Algo de su obsesión fáustica le hizo comprender que también en la enfermedad latía ese fondo inarticulable de impulsos primitivos y ruido bruto que ella buscaba canalizar a través del arte. Me la imagino observando los movimientos obsesivos de las pacientes, las series de repeticiones rituales y los accesos de furia que cualquier interrupción desataba. Me la imagino vigilando, por una ventana, el pabellón masculino de aquel hospital psiquiátrico; dibujando con trazos frenéticos el movimiento de los veteranos de guerra perseguidos por alucinaciones; disfrutando, como nadie más podría disfrutarlo, el modo en que esos cuerpos encerrados interactuaban, creando una danza secreta de la que solo ella tomaba nota. 

Si algún día, después de un estreno, un periodista cultural de El Diario de Morelos me pregunta en qué tradición coreográfica me inscribo, le diré́: Las brujas suecas del siglo XVII, que bailaban de espaldas y cogían con Satán, que tenía el pene muy frío; las mujeres con crisis nerviosas de la República de Weimar, que se mecían y se azotaban contra las paredes bajo la mirada compasiva de Mary Wigman. Cuerpos que se arrastran a saber cómo. Rostros que gesticulan debajo de una máscara. Esa es la tradición coreográfica en la que me inscribo. 



2021










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