Mi primer cuento era excelente, pero no era mío. Se titulaba —se titula— “El manicomio”: dos estudiantes de educación básica se meten una noche al hospital psiquiátrico de la ciudad, donde, para su sorpresa, se encuentran con que los locos son los mismos profesores que durante el día les hacen clases. Por mucho tiempo pensé que lo había escrito yo, pero no, se trataba de uno de mis tantos recuerdos falsos. Lo había escrito un compañero de colegio, lo supe a raíz de un correo electrónico enviado por él para saludarme en mi cumpleaños. Me mandaba abrazos y parabienes y al final agregaba una posdata inquietante: siempre pensé que tú y tu actitud ante la vida me habían inspirado para escribir “El manicomio”, ¿te acuerdas de ese cuento? En mi correo de respuesta le agradecía sus saludos y sin más rodeo añadía que me sentía extrañado por su posdata, dado que el cuento lo había escrito yo. Su correo de respuesta llegó de inmediato: partía riéndose de mi mala memoria, a la cual llamó: parcial, conveniente, autocomplaciente y perversa. Luego pasaba a refutar mi autoría mediante el relato pormenorizado de las circunstancias de escritura del cuento, cómo se le ocurrió, dónde trazó el primer borrador y cuándo escribió la versión final, junto con año, mes y día, todo lo cual —pensé con envidia— constituía un cuento en sí mismo, para colmo muy bien escrito, con una dosis de humor que lo hacía equilibradamente macabro. El párrafo final de su correo era aún más aplastante: sentenciaba que, en el fondo, el cuento le importaba una mierda y que como sabía que yo desde siempre había intentado ser escritor, desde ya lo podía considerar, sin ningún problema, un regalo de cumpleaños. Qué tal. Estaba pensando en cómo responderle cuando llegó un nuevo correo con el pdf del manuscrito del cuento, dos hojas de papel roneo perfectamente conservadas con “El manicomio” en tinta azul, con su letra e inobjetablemente firmado por él. Releí el cuento y me siguió —me sigue— pareciendo excelente, aunque desde la primera línea hice todo lo posible para que me pareciera malo. Entre tanto había llegado otro mail; el cuerpo del correo venía otra vez vacío —como si ya estuviese todo dicho entre nosotros y las palabras estorbaran— y traía un nuevo archivo adjunto, esta vez en formato jpg: en la foto aparecía mi amigo, con varios kilos de más, quemando el manuscrito del cuento. Las razones por las cuales yo había asumido durante años la autoría de “El manicomio” son para mí un misterio. No podría sino inventar las circunstancias de su escritura, es decir, seguir intentando ser un escritor. Al final creo haberlo reconocido (a medias): mi primer cuento es el cuento de otro.
Ciudad de México, julio 2020
en La Concentración, 2020
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