Hay muchas situaciones y maneras de
ser infiel. Cristo lo sabía. No nos referiremos a su videncia de la última
cena, donde anunció que sería negado tres veces, ni al momento ratificador en
que Pedro, efectivamente, lo negó otras tantas. En el caso de la señora
Lonigan, debemos recordar cómo Jesús desarmó a los que pretendían lapidar a la
mujer adúltera. Los perseguidores soltaron su piedra, porque ninguno se
encontraba limpio de pecado.
La señora Lonigan acaso no pensaba en
estas cosas cuando se dispuso a contarnos la historia de su infidelidad. Se
trataba simplemente de contar una historia y además ella era franca por
naturaleza, como ocurre con la gente del Oeste. Raza de pioneros, también
transita con naturalidad por la selva de los sentimientos.
Esto ocurría en un tiempo en que la
guerra no había llegado aún y quien poseyera un vehículo podía echarlo a correr
sin preocuparse del racionamiento de gasolina y el desgaste de llantas. Nuestra
felicidad tenía que ver, muchas veces, con las millas de recorrido... Y fue así
como llegamos, en un auto que la misma señora Lonigan conducía, a unas
escarpadas montañas del estado de Wyoming.
El cielo estaba nítido y espléndido un
sol tibio sobre los picachos de rocas blanquecinas y azulencas y los pinares
verdinegros. Almorzamos sólidas viandas en las que se mezclaba la grata y
áspera fragancia del bosque. Y bebimos agua de un arroyo cercano, que cumplía
con naturalidad su virgiliano papel de transparencia y murmullo, y vino de una
ventruda garrafa que emigró hacía allí desde California. Entonces el profesor
norteamericano Ben cantó con simpático entusiasmo algunas canciones que había
aprendido durante su último viaje a México, el arqueólogo brasileño Guimaraes
se trepó a un árbol y el novelista peruano Álvarez relató las dificultades que
tuvo en cierta ocasión para obtener fuego en medio de la selva virgen. Cuando
la señora Lonigan anunció que iba a contar la historia de su infidelidad,
prodújose un ambiente de expectación e inclusive el arqueólogo, llamado por su
esposa, se bajó del árbol para formar parte del círculo de oyentes.
—A través de mi infidelidad —comenzó
diciendo la señora Lonigan— quedé convencida de que la mujer es un ser fiel...
—Una excelente paradoja —acotó el
novelista.
—Su experiencia personal probaría, a
lo más, que usted es una mujer fiel —adujo otro de los circunstantes.
—Cuando me casé con Roben —continuó
diciendo la señora Lonigan— le juré amor eterno y serle fiel hasta con el
pensamiento. Pero pasaron dos o tres años... Sí, tres, pues recuerdo que en ese
tiempo ya vivíamos en San Antonio, y debo reconocer que falté a mi promesa. Es
el caso que Robert tenía un amigo llamado Chas y este era un bribón gallardo.
No sabría decir si fue él o yo quien dio lugar a que nuestra amistad fuera un “poco
demasiado” cordial. En estos casos, es difícil fijar exactamente la
responsabilidad. Lo cierto es que simpatizamos mucho y como él iba siempre a casa
y Robert no se daba cuenta de nada, quién sabe porque tenía buena memoria y no
había olvidado mi promesa, la cosa fue creciendo. Llegó un tiempo en que mi
marido se alejó de la casa y Chas estaba en cierto balneario. Entonces resolví
escribirle. No había ninguna razón especial para que yo le escribiera, y la
inventé. Le dije, de primera intención, que me hiciera el favor de visitar en
mi nombre a una amiga que yo tenía en el lugar. En seguida me di a hacerle
confesiones de cierto tono. Creía que Chas, que no era ningún tonto, se daría
cuenta inmediatamente de que mi carta era una especie de declaración... Pero
también escribí a Robert y desde luego que sin decirle nada de la otra carta...
—Escribir varias cartas al mismo
tiempo es algo típico en estos casos —comentó el arqueólogo brasileño echando
su cuarto a espadas en asuntos de amor.
—Lo que fuera —replicó la señora
Lonigan y prosiguió—. Metí las cartas en los sobres y me dirigí al correo...
Sin darme cuenta, había cambiado los sobres y estaba mandando a Robert la carta
para Chas y al contrario. Compré en la oficina de correos, las estampillas, se
las puse a cada sobre y ya los iba a arrojar al buzón cuando me asaltó la
súbita duda de si acaso había cerrado las cartas equivocadamente. Abrí entonces
los sobres y vi con horror que así era. Me asusté tanto que no atiné a hacer
otra cosa que romper inmediatamente los sobres y las cartas, tal como si Robert
me hubiera sorprendido en ese momento. Quería borrar, un poco instintivamente,
todo vestigio, la más insignificante prueba de culpabilidad. Arrojé las cartas
a un canasto que había en un rincón y aún recuerdo la cara especial que
pusieron las gentes ante mi extraña conducta. No era para menos. Ellas no
vieron sino que una señora estaba por echar sus cartas al buzón y luego se
arrepentía procediendo a abrirlas y, hecho esto, después de darles un rápido
vistazo, las hacía añicos precipitadamente. De vuelta a casa, recuperé la
serenidad y me puse a analizar las cosas fríamente. Encontré que ya no quería a
Roben en la misma forma que antes, puesto que dejó de parecerme el hombre más
encantador del mundo y me había interesado Chas. Pero consideré al mismo tiempo
que le profesaba un gran respeto y una gran estimación y ello estaba probado
por la intensa emoción, el miedo, el sobrecogimiento que me produjo la
posibilidad de ser descubierta. De no considerar y apreciar a Robert, tal
posibilidad no me habría conmovido tanto. Examiné también a Chas y encontré que
ese encantador pícaro jamás podría haberme despertado la reverencia que Robert.
Ya no traté de escribir ninguna carta. Y desde este tiempo quise a Robert con
seguridad y firmeza, pues el episodio me sirvió para valorizarlo... Además,
quedé convencida de que la mujer es un ser fiel, o de que cuando menos yo lo
soy, ya que por encima de todo, sentí una gran incomodidad ante mí misma, una
especial vergüenza por lo que había hecho. Tal estado de ánimo se me quitó
solamente cuando Robert volvió a casa y sentí como que me perdonaba su
tranquila seguridad de hombre confiado...
La señora Lonigan terminó diciendo:
—Esta es la historia de mi
infidelidad, pues fui una vez infiel con el pensamiento. Lo importante es
detenerse allí y yo lo hice. Porque por lo demás, ¿quién es el que puede
afirmar que no ha tenido nunca algún mal pensamiento de esta clase?
Nadie dijo que no.
en
7 cuentos quirománticos, 1978
Edición
de Dora Varona
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