lunes, diciembre 20, 2021

“Ciudad de Ángeles”, de Bernardo Navia





a L. E. C. en el año de la peste
 
 
Uno
Neire era un ángel; y, se lo preguntara realmente o no, siempre dijo que no le importaba que hubiera gente que no creyera en los ángeles. “Total”, decía, “yo tampoco creo en los que no creen en mí”, y entonces desplegaba sus dos enormes, pero delicadas alas, y se perdía rápidamente en la nada.
 
 
Dos
Hubo veces en las que Neire, casi siempre en las horas vespertinas, ya fuera sobre la copa de algún árbol, equilibrándose atrevidamente en los cables de electricidad, o sobre las puntas de los barrotes de alguna verja, concentraba sus pensamientos en esos seres extraños, amorfos y bulliciosos que los de su Jefatura habían diseñado y puesto a funcionar en esas rígidas, frías, malolientes y ruidosas estructuras que aquellas criaturas habían, a su vez, diseñado y puesto a funcionar.
 
 
Tres
Ciudades, las llamaban.
 
 
Cuatro
“Un nombre horrible. No tiene el color de nada”, pensaba Neire y, dando un suspiro o emitiendo algún leve chasquido con la lengua, aleteaba un par de veces, recobraba el equilibrio o se reacomodaba para seguir poniendo atención. Mientras, seguía pensando.
 
 
Cinco
“Todas estas criaturas son iguales”, pensaba. “Ni siquiera el color que llevan en eso que llaman piel los diferencia”. Un nuevo aleteo y unas hojas caídas se arremolinaron, haciendo que algún perro vagabundo que pasaba por ahí las mirara con cierta atención.
 
 
Seis
“No deberías pensar tantas cosas sin respuesta”, le había dicho muchas veces Jerathel, su amigo y al parecer prestigioso ángel, a quien tampoco le importaba si creían en ángeles, o no, aquellos que se llamaban gente. “Son los ejemplares más jóvenes de aquella gente los que más creen en ángeles, cómo así también aquellos otros a los que llaman perros; como sabes, tenemos la instrucción de la Jefatura de concentrarnos en ellos”, le recordaba, siempre con amabilidad y firmeza. Y, dándole cariñosos golpecitos en la nuca, desplegaba sus alas y, también a grandísima velocidad, se perdía en la inmensidad.
 
 
Siete
Neire se quedaba entonces siempre donde estuviera (entre el humo que salía de alguna chimenea, de pie sobre la superficie del agua de alguna fuente, o sentada bajo los pétalos de alguna flor), pensando en que jamás entendería a los de la Jefatura y por qué esas criaturas, llamadas gente, eran, de verdad, tan horribles y poco inteligentes.
 
 
Ocho
Mucho más comprensible le resultaba el comportamiento de los otros seres, de los perros; en especial de los callejeros, que deambulaban sin rumbo aparente, seres por completo espirituales y siempre cuidadosos de las señales del futuro, del pasado y del presente.
 
 
Nueve
¿Hablarían todos ellos el mismo idioma? ¿Los ladridos de un perro japonés serían entendidos de inmediato por un perro portugués? Pensaba Neire por las tardes. A veces.
 
 
Diez
En el rarísimo y complicadamente simple calendario-reloj-compás de los ángeles, las cosas hubieran seguido siempre siendo igual (fonema y sintagma que, hay que confesar, ni Neire ni ningún ángel, ni siquiera Jerathel, conocían); excepto que una vez (vocablo también desconocido) Neire chocó de bruces contra Abelardo, el profesor; quien caminaba, también distraído, pensando obsesivamente en una extraña camarera que trabajaba en el café que frecuentaba.
 
 
Once
Nadie sabe a ciencia cierta si los ángeles se distraen o no; el caso es que al parecer Neire lo hizo y chocó, al voltear en una esquina, de frente con Abelardo, el profesor. Este aminoró la marcha pues en ese preciso instante sintió como una exhalación, como una brisa rebelde que se le cruzara de pronto, haciéndole recordar las brisas intempestivas de Puerto Natales, en su nativa Patagonia chilena.
 
 
Doce
Neire, por su parte, retrocedió sintiendo algo de miedo y también molestia y perplejidad. Se reconvino por haber estado caminando (algo que no hacía casi nunca), en lugar de volar. De manera que se distrajo unos segundos, reacomodándose las alas y sacudiéndolas como para limpiarse algo, “aunque no sé en realidad por qué lo hago”, pensó, “si ya se sabe que esta gente es incapaz de contagiarnos nada”.
 
 
Trece
El hecho es que Neire no reparó en que, para Abelardo, el profesor, el encontrón, el choque ese, no había significado más que una fuerte y repentina brisa que le voló el sombrero y atizó las cenizas de su pipa.
 
 
Catorce
—¡Vaya!—, exclamó este, —¡qué repentina ventolera! ¡Se me han volado los poemas!—, volvió a exclamar y corrió tras unos papeles garabateados y a medio escribir, que había tenido en la mano y en los que había estado trabajando hacía ya un par de días; específicamente desde que la camarera del café que le quitaba el sueño, sin decirle nada específico, y mientras acariciaba a su mascota, le había dejado entender, después de haberlo atendido, tal vez, que había notado las intensas miradas que él le prodigaba.
 
 
Quince
“Me hizo un guiño con lo ojos”, había alcanzado a recordar Abelardo, el profesor, mientras releía los versos que intentaba escribir, cuando la fuerte brisa lo golpeó al doblar la esquina.
 
 
Dieciséis
Corrió, pues, tras los versos que volaban, contra toda lógica, cada vez más alto y cada vez más rápido. “Pero si ya no hay viento, mierda. ¿Qué pasa?”, pensó confundido, quién sabe si por la frustración de haber perdido esos papeles con los versos, o por los resuellos ocasionados por la repentina carrera que había tenido que dar; o, simplemente, por la seguridad resignada de saber que igual nunca se hubiera atrevido a darle esos versos a la camarera, dedicados en su mayoría a ponderar su cautivante y misteriosa sonrisa.
 
 
Diecisiete
El caso es que ni Abelardo, el profesor, ni nadie más de aquella gente que caminaba por las calles de aquella ciudad, hubiera sido capaz de ver a Neire, que se alejaba de allí, con unos papeles en la mano sobre los cuales se veían unos extraños signos, unas incomprensibles figuras y unos absurdos trazos dibujados sobre ellos. “Lo dicho”, pensó Neire una vez más, “Gente... Solo a los de mi Jefatura se les hubiera ocurrido”; y soltando los papeles, desplegó las alas y se perdió en el aire.
 
 
Dieciocho
Sintiendo, tal vez, alguna extraña melancolía, primero superó las nubes, luego la distancia y después el olvido. Primero fue un punto. Después, nada.



en Forasteros. Tres narraciones peregrinas, 2021




















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