“Las horas junto a la ventana”, de Arthur Koestler*

Fragmento
Así pues, la justicia comenzó a asumir en mis meditaciones un nuevo
significado doble, como una necesidad biológica y como un absoluto ético basado
en el concepto de simetría. Era independiente de cualquier consideración
utilitaria, pero también independiente de todo supuesto teológico. La noción de
«justicia divina» apareció como una lamentable caricatura de sí misma, con su
zanahoria colgante y su látigo: la última e inconsciente fuente de toda angst.
Me congratulaba por la desaparición de la ansiedad, y lo atribuía a ese recién
descubierto concepto de justicia como una dimensión inherente al continuo
espacio-tiempo. Algunos mueren con las botas limpias, otros con la conciencia
limpia; yo no quería que el brillo del espíritu quedara empañado por ningún lodo
místico. El recuerdo de la casa del lago y del triste fin de María no era
tentador. Menos tentador aún me parecía el pensamiento de la súbita conversión
de Dostoievski ante el pelotón de fusilamiento. Por supuesto, ese clásico
episodio me venía con frecuencia a la mente; lo consideraba un ejemplo de la
cobarde rendición del intelecto no a la gracia divina, sino al miedo tembloroso
de la carne, y lo comparaba con mis propias reacciones. Mi diario de prisión en
Diálogo con la muerte contiene esta oración, pronunciada medio en serio:
Asegúrame, oh, Señor, el derecho a continuar descontento, a maldecir mi
obra, a no contestar las cartas y a ser una prueba para mis amigos. ¿Juro
convertirme en un hombre mejor si aparto de mí este caliz? Los dos sabemos,
Señor, que esos votos, hechos bajo coacción, nunca se cumplen. No me
extorsiones, oh, Dios, y no trates de hacer de mí un santo. Amén.
Las reflexiones que he expuesto hasta ahora corresponden aún al plano racional;
constituyen solo un aspecto del proceso que estoy abordando, y además el más
superficial. Pero, conforme nos adentremos en niveles más profundos, estos
aspectos me resultarán cada vez más embarazosos y difíciles de expresar con
palabras. También se contradirán unos a otros, porque aquí nos estamos moviendo
a través de estratos unidos por el cemento de la contradicción. Ahora hablaré
de una serie de experiencias de un tipo diferente. Fueron causadas por ciertos
incidentes que debo relatar primero.
El día en que sir Peter y yo fuimos arrestados, hubo tres ocasiones en que
creí que mi ejecución era inminente. La primera vez fue en la sala de Villa
Santa Lucía, con tres pistolas hundiéndose en mis costillas, cuando Bolín había
pedido una cuerda con una voz tan amenazadora que pensé que la quería para ahorcarme
allí mismo (aunque solo la quería para atarme las manos); la segunda vez,
cuando el auto se detuvo en el improvisado campo de ejecuciones junto al camino
nuevo; la tercera vez, unas horas más tarde, cuando, después de que Bolín me
dijera que me fusilarían esa noche, me sacaron de la comisaría de policía al
caer la noche y me hicieron subir a un camión, con cinco hombres detrás, con
sus rifles apoyados sobre las rodillas; así que pensé que nos dirigíamos al
cementerio, cuando en realidad solo íbamos a la prisión.
En esas tres ocasiones se produjo en mí el conocido fenómeno del
desdoblamiento de la conciencia, una sensación aturdidora de alejarse de uno
mismo, como en un sueño, y en la que el yo consciente se separa del yo activo:
el primero se convierte en un observador objetivo y el último en un autómata,
mientras el aire resuena en el oído como en el hueco de una caracola de mar. No
es en modo alguno una experiencia desagradable; lo desagradable viene luego,
cuando vuelven a unirse las partes del yo y se produce el impacto frontal con
la realidad. Mucho peor fue otro episodio de ese mismo día: ser fotografiado
para los archivos de delincuentes contra un muro de la calle, con las manos
atadas y en medio de una muchedumbre hostil. En esa ocasión, la anestesia del
desdoblamiento no produjo efecto; en su lugar, revivió súbitamente en mí un
penoso recuerdo de la niñez. Me sentí tan impotente como cuando, a la edad de
cinco años, en la consulta de un médico, sin previo aviso, me ataron con
correas a un sillón de cirugía y me metieron una mordaza para someterme a una
operación de amigdalitis. He descrito esa escena en «Flecha en el azul» y he
explicado cómo la sensación de total impotencia y abandono a un poder hostil y
maligno me había inundado con una especie de terror cósmico. Aquel fue mi
primer conocimiento consciente de Horrar y la causa principal de mi neurosis de
ansiedad. Mientras permanecía de pie contra la pared en aquella calle de
Málaga, igualmente indefenso y expuesto, volviendo obedientemente la cabeza a
cada vociferante orden del fotógrafo, revivió en mí aquel trauma. Eso, junto
con los demás acontecimientos de ese día, y las ejecuciones en masa de los tres
siguientes, al parecer causó en mí un aflojamiento y un desplazamiento de los
estratos más profundos de mi psique: un debilitamiento de las resistencias y
una reorganización de las estructuras, que quedaron transitoriamente abiertas
para ese nuevo tipo de experiencia que me dispongo a abordar.
La experimenté por primera vez un día o dos después de haber sido
trasladado a la cárcel de Sevilla. Me hallaba de pie junto a la ventana
retranqueada de la celda número 40 y, con un trozo de muelle que había sacado
de mi colchón, garabateaba fórmulas matemáticas en la pared. Las matemáticas,
en particular la geometría analítica, había sido la afición favorita de mi
juventud, aunque luego la descuidé durante muchos años. Trataba de recordar
cómo derivar la fórmula de la hipérbola, y me quedé atascado; luego probé con
la fórmula de la elipsis y la parábola, y con gran alegría las saqué. Después
procedí a recordar la prueba de Euclides de que la cifra de números primos es
infinita. Los primos son los números no divisibles, como 3, 17, etc. Cabría
imaginar que, conforme se vayan alcanzando series numéricas elevadas, los
números primos serían cada vez más raros, ya que cada vez habría más cifras
resultantes del producto de cantidades menores, y que finalmente se llegaría a
un número muy elevado que sería el número primo mayor, el último virgen numérico.
La prueba de Euclides demuestra de forma sencilla y elegante que eso no es así,
y que, por más astronómicamente elevada que sea la cifra a la que se llegue,
siempre encontraremos números que no son el producto de otros menores, sino que
son generados, por así decirlo, por concepción inmaculada. Desde que conocí en
la escuela la prueba de Euclides, siempre me había procurado una profunda
satisfacción, que era más estética que intelectual. En ese momento, mientras
trataba de recordar el método y garabateaba los símbolos en la pared, me sentí
invadido por el mismo hechizo. Y entonces, por primera vez, comprendí de
repente el motivo de ese hechizo: los símbolos garabateados en la pared
representaban uno de los raros casos en los que se llega a una afirmación significativa
y comprensiva del infinito a partir de medios precisos y finitos. El infinito
es una masa mística envuelta en una bruma; y, sin embargo, era posible obtener
algún conocimiento de él sin perderse en ambigüedades engañosas. El significado
de esto me inundó como una ola. Esa ola se había originado en una percepción
verbal articulada; pero esta se evaporó al momento, dejando en su estela solo
una esencia sin palabras, una fragancia de eternidad, un temblor de la flecha
en el azul. Debí de permanecer allí algunos minutos, como en trance, con una
conciencia inefable de que «esto es perfecto... perfecto», hasta que me di
cuenta de que una leve sensación de incomodidad incordiaba en el fondo de mi
mente: alguna circunstancia trivial que echaba a perder la perfección del
momento. Entonces recordé la naturaleza de ese fastidio irrelevante: por
supuesto, estaba en la cárcel y podían fusilarme. Pero este pensamiento fue
respondido en el acto por un sentimiento cuya traducción verbal podría ser: «¿Y
qué? ¿Eso es todo? ¿No tienes nada más importante de lo que preocuparte?», una
réplica tan espontánea, fresca y divertida como si aquella intrusa molestia no
hubiera sido más que la pérdida de un botón de la camisa. Luego me encontré
flotando boca arriba en un río de paz, bajo puentes de silencio. No venía de
ninguna parte ni fluía a ninguna parte. Entonces ya no hubo río y tampoco hubo
yo. El yo había dejado de existir.
Resulta extremadamente embarazoso escribir una frase como esta cuando uno
ha leído The Meaning of Meaning y ha considerado el positivismo lógico y
aspira a la precisión verbal y rechaza las efusiones nebulosas. Sin embargo,
las experiencias «místicas», como las llamamos recelosamente, no son nebulosas,
vagas o sensibleras; solo se convierten en tales cuando las rebajamos mediante
la verbalización. No obstante, para comunicar lo que es incomunicable por su
naturaleza, uno tiene que expresarlo de algún modo mediante palabras, de modo
que se mueve en un círculo vicioso. Cuando digo que «el yo había dejado de
existir» me refiero a una experiencia concreta que verbalmente es tan
incomunicable como las sensaciones despertadas por un concierto de piano, pero
tan real como estas, solo que mucho más real. De hecho, su rasgo fundamental es
la sensación de que ese estado es más real que ningún otro que se haya
experimentado antes, de que, por primera vez, ha caído el velo y uno está en
contacto con la «realidad real», el orden oculto de las cosas, la textura del
mundo a través de rayos X, normalmente oscurecida por capas de irrelevancia.
Lo que distingue ese tipo de experiencia de los raptos emocionales
provocados por la música, los paisajes o el amor es que posee un contenido
decididamente intelectual o, mejor dicho, numénico. Es significativa, aunque no
en términos verbales. La transcripción verbal que más se le acerca sería: la
unidad y la interrelación de todo lo que existe, una interdependencia como la
de los campos gravitacionales o los vasos comunicantes. El yo cesa de existir
porque, mediante una especie de ósmosis mental, ha establecido comunicación
con, y se ha disuelto en, el todo universal. Es ese proceso de disolución y de
expansión ilimitada lo que se experimenta como «sentimiento oceánico», como la
supresión de todas las tensiones, la catarsis absoluta, la paz que trasciende
todo entendimiento.
Descubrí que el retorno al orden inferior de la realidad se realiza de
forma gradual, como despertarse de la anestesia. Allí estaba la ecuación de la
parábola garabateada en la sucia pared, la cama de hierro, la mesa de hierro y
aquel trozo del cielo azul de Andalucía. Pero no experimenté la desagradable
resaca del despertar de otros modos de intoxicación. Al contrario: los efectos
permanecieron estables y vigorizantes, serenos y disipando los temores, y duraron
horas e incluso días. Era como si me hubieran inyectado en las venas una dosis
masiva de vitaminas. O, para cambiar de metáfora, reanudé mis paseos por la
celda como un auto viejo con la batería recargada. Nunca supe si aquella
experiencia había durado unos pocos minutos o una hora. Al principio solía
ocurrirme dos y hasta tres veces a la semana; luego los intervalos se
espaciaron. Nunca pude inducir voluntariamente esos estados. Después de mi
liberación, se produjeron a intervalos aún más largos, tal vez una o dos veces
al año. Pero entonces ya se habían establecido las bases para un cambio en mi
personalidad. A partir de ahora me referiré a esas experiencias como «las horas
junto a la ventana».
Las conversiones religiosas en el lecho de muerte o en la celda de los
condenados a muerte constituyen una tentación casi irresistible. Esa tentación
tiene dos aspectos. Uno se basa en el miedo puro y duro, en la esperanza de
salvación individual a través de la rendición incondicional de las facultades
críticas a alguna forma arcaica de demonología. El otro aspecto es más sutil.
Enfrentada a lo absoluto, a la nada última, la mente puede hacerse receptiva a
la experiencia mística. Esta puede considerarse como «real» en el sentido de
que unos indicadores subjetivos apuntan a una realidad objetiva que ipso
facto elude toda comprensión. Pero, como la experiencia no se puede
articular, no posee forma sensorial, color o expresión verbal, tiende a
transcribirse en multitud de formas, incluyendo visiones de la cruz o de la
diosa Kali; son como los sueños de una persona que ha nacido ciega, y pueden
adquirir la intensidad de una revelación. De este modo, una experiencia
genuinamente mística puede conducir a una conversión auténtica a cualquier
credo, ya sea el cristianismo, el budismo o el culto al fuego.
Así pues, yo estaba librando una guerra en dos frentes: contra el modo de
pensar conciso, racional y materialista que, tras treinta y dos años de
adiestramiento en la nitidez mental, se había convertido en un hábito tan necesario
como la higiene corporal; y contra la tentación de rendirme y regresar a
rastras al cálido y protector útero de la fe. Oyendo aquellos ahogados gritos
nocturnos de «Madre» y «Socorro», esta última solución me parecía tan atrayente
y natural como ponerse a cubierto de un arma que te apunta. «Las horas junto a
la ventana», que se habían iniciado con la reflexión racional de que era
posible realizar afirmaciones finitas sobre lo infinito —y que, de hecho,
determinaron una serie de tales afirmaciones en un plano no racional—, me
colmaron con la certeza total de que existía un orden superior de la realidad,
y que solo eso confería sentido a la existencia. Más tarde la llamaría «la
realidad del tercer orden». El estrecho mundo de la percepción sensorial constituía
el primer orden; ese mundo perceptual estaba envuelto por el mundo conceptual
que contenía fenómenos no directamente perceptibles, como la gravitación, los
campos electromagnéticos y el espacio curvo. El segundo orden de la realidad
llenaba los huecos y confería significación a las absurdas incongruencias del
mundo sensorial. De forma similar, el tercer orden de la realidad envolvía,
inter-penetraba y daba significación al segundo. Contenía fenómenos «ocultos»
que no podían aprehenderse ni explicarse en los planos sensorial o conceptual,
aunque ocasionalmente los invadían como meteoros espirituales que perforaran la
primitiva bóveda celeste. Al igual que el orden conceptual ponía de manifiesto
las ilusiones y distorsiones de los sentidos, el «tercer orden» revelaba que el
tiempo, el espacio y la causalidad, que el aislamiento, la separación y las
limitaciones espacio-temporales del yo eran meras ilusiones ópticas en el
siguiente plano superior. Si se daba validez a las ilusiones del primer plano,
entonces el sol se hundía todas las noches en el mar y una mota en el ojo era
mayor que la luna; y si el mundo conceptual se consideraba erróneamente como la
realidad última, el mundo se convertía en un cuento igualmente absurdo, contado
por un idiota o por unos electrones idiotas que hacían que niños pequeños
fueran atropellados por automóviles y que los pobres campesinos de Andalucía
fueran disparados en el corazón, en la boca y en los ojos, sin ningún sentido.
Así como uno no puede sentir la fuerza de atracción de un imán en la piel,
tampoco puede esperar aprehender, en términos cognados, la naturaleza de la
realidad última. Era un texto escrito con tinta invisible; y aunque uno no
podía leerlo, el conocimiento de que existía era suficiente para alterar la textura
de la propia existencia y conformar las propias acciones a ese texto. [...]
en Memorias, 2011
Fotografía: Fred Stein
Notas
* El
fragmento narra lo que se ha dado en llamar la “Experiencia de la ventana”,
visión místico-intelectual que experimento Koestler durante su reclusión en
Sevilla entre febrero y mayo de 1937, durante el transcurso de la guerra civil
española, en la que es detenido por las fuerzas franquistas mientras trabajaba
de corresponsal de guerra para el diario inglés News Chronicle.
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