jueves, noviembre 18, 2021

“Las horas junto a la ventana”, de Arthur Koestler*





Fragmento
 
Así pues, la justicia comenzó a asumir en mis meditaciones un nuevo significado doble, como una necesidad biológica y como un absoluto ético basado en el concepto de simetría. Era independiente de cualquier consideración utilitaria, pero también independiente de todo supuesto teológico. La noción de «justicia divina» apareció como una lamentable caricatura de sí misma, con su zanahoria colgante y su látigo: la última e inconsciente fuente de toda angst. Me congratulaba por la desaparición de la ansiedad, y lo atribuía a ese recién descubierto concepto de justicia como una dimensión inherente al continuo espacio-tiempo. Algunos mueren con las botas limpias, otros con la conciencia limpia; yo no quería que el brillo del espíritu quedara empañado por ningún lodo místico. El recuerdo de la casa del lago y del triste fin de María no era tentador. Menos tentador aún me parecía el pensamiento de la súbita conversión de Dostoievski ante el pelotón de fusilamiento. Por supuesto, ese clásico episodio me venía con frecuencia a la mente; lo consideraba un ejemplo de la cobarde rendición del intelecto no a la gracia divina, sino al miedo tembloroso de la carne, y lo comparaba con mis propias reacciones. Mi diario de prisión en Diálogo con la muerte contiene esta oración, pronunciada medio en serio: Asegúrame, oh, Señor, el derecho a continuar descontento, a maldecir mi obra, a no contestar las cartas y a ser una prueba para mis amigos. ¿Juro convertirme en un hombre mejor si aparto de mí este caliz? Los dos sabemos, Señor, que esos votos, hechos bajo coacción, nunca se cumplen. No me extorsiones, oh, Dios, y no trates de hacer de mí un santo. Amén.

Las reflexiones que he expuesto hasta ahora corresponden aún al plano racional; constituyen solo un aspecto del proceso que estoy abordando, y además el más superficial. Pero, conforme nos adentremos en niveles más profundos, estos aspectos me resultarán cada vez más embarazosos y difíciles de expresar con palabras. También se contradirán unos a otros, porque aquí nos estamos moviendo a través de estratos unidos por el cemento de la contradicción. Ahora hablaré de una serie de experiencias de un tipo diferente. Fueron causadas por ciertos incidentes que debo relatar primero.
 
El día en que sir Peter y yo fuimos arrestados, hubo tres ocasiones en que creí que mi ejecución era inminente. La primera vez fue en la sala de Villa Santa Lucía, con tres pistolas hundiéndose en mis costillas, cuando Bolín había pedido una cuerda con una voz tan amenazadora que pensé que la quería para ahorcarme allí mismo (aunque solo la quería para atarme las manos); la segunda vez, cuando el auto se detuvo en el improvisado campo de ejecuciones junto al camino nuevo; la tercera vez, unas horas más tarde, cuando, después de que Bolín me dijera que me fusilarían esa noche, me sacaron de la comisaría de policía al caer la noche y me hicieron subir a un camión, con cinco hombres detrás, con sus rifles apoyados sobre las rodillas; así que pensé que nos dirigíamos al cementerio, cuando en realidad solo íbamos a la prisión.
 
En esas tres ocasiones se produjo en mí el conocido fenómeno del desdoblamiento de la conciencia, una sensación aturdidora de alejarse de uno mismo, como en un sueño, y en la que el yo consciente se separa del yo activo: el primero se convierte en un observador objetivo y el último en un autómata, mientras el aire resuena en el oído como en el hueco de una caracola de mar. No es en modo alguno una experiencia desagradable; lo desagradable viene luego, cuando vuelven a unirse las partes del yo y se produce el impacto frontal con la realidad. Mucho peor fue otro episodio de ese mismo día: ser fotografiado para los archivos de delincuentes contra un muro de la calle, con las manos atadas y en medio de una muchedumbre hostil. En esa ocasión, la anestesia del desdoblamiento no produjo efecto; en su lugar, revivió súbitamente en mí un penoso recuerdo de la niñez. Me sentí tan impotente como cuando, a la edad de cinco años, en la consulta de un médico, sin previo aviso, me ataron con correas a un sillón de cirugía y me metieron una mordaza para someterme a una operación de amigdalitis. He descrito esa escena en «Flecha en el azul» y he explicado cómo la sensación de total impotencia y abandono a un poder hostil y maligno me había inundado con una especie de terror cósmico. Aquel fue mi primer conocimiento consciente de Horrar y la causa principal de mi neurosis de ansiedad. Mientras permanecía de pie contra la pared en aquella calle de Málaga, igualmente indefenso y expuesto, volviendo obedientemente la cabeza a cada vociferante orden del fotógrafo, revivió en mí aquel trauma. Eso, junto con los demás acontecimientos de ese día, y las ejecuciones en masa de los tres siguientes, al parecer causó en mí un aflojamiento y un desplazamiento de los estratos más profundos de mi psique: un debilitamiento de las resistencias y una reorganización de las estructuras, que quedaron transitoriamente abiertas para ese nuevo tipo de experiencia que me dispongo a abordar.
 
La experimenté por primera vez un día o dos después de haber sido trasladado a la cárcel de Sevilla. Me hallaba de pie junto a la ventana retranqueada de la celda número 40 y, con un trozo de muelle que había sacado de mi colchón, garabateaba fórmulas matemáticas en la pared. Las matemáticas, en particular la geometría analítica, había sido la afición favorita de mi juventud, aunque luego la descuidé durante muchos años. Trataba de recordar cómo derivar la fórmula de la hipérbola, y me quedé atascado; luego probé con la fórmula de la elipsis y la parábola, y con gran alegría las saqué. Después procedí a recordar la prueba de Euclides de que la cifra de números primos es infinita. Los primos son los números no divisibles, como 3, 17, etc. Cabría imaginar que, conforme se vayan alcanzando series numéricas elevadas, los números primos serían cada vez más raros, ya que cada vez habría más cifras resultantes del producto de cantidades menores, y que finalmente se llegaría a un número muy elevado que sería el número primo mayor, el último virgen numérico. La prueba de Euclides demuestra de forma sencilla y elegante que eso no es así, y que, por más astronómicamente elevada que sea la cifra a la que se llegue, siempre encontraremos números que no son el producto de otros menores, sino que son generados, por así decirlo, por concepción inmaculada. Desde que conocí en la escuela la prueba de Euclides, siempre me había procurado una profunda satisfacción, que era más estética que intelectual. En ese momento, mientras trataba de recordar el método y garabateaba los símbolos en la pared, me sentí invadido por el mismo hechizo. Y entonces, por primera vez, comprendí de repente el motivo de ese hechizo: los símbolos garabateados en la pared representaban uno de los raros casos en los que se llega a una afirmación significativa y comprensiva del infinito a partir de medios precisos y finitos. El infinito es una masa mística envuelta en una bruma; y, sin embargo, era posible obtener algún conocimiento de él sin perderse en ambigüedades engañosas. El significado de esto me inundó como una ola. Esa ola se había originado en una percepción verbal articulada; pero esta se evaporó al momento, dejando en su estela solo una esencia sin palabras, una fragancia de eternidad, un temblor de la flecha en el azul. Debí de permanecer allí algunos minutos, como en trance, con una conciencia inefable de que «esto es perfecto... perfecto», hasta que me di cuenta de que una leve sensación de incomodidad incordiaba en el fondo de mi mente: alguna circunstancia trivial que echaba a perder la perfección del momento. Entonces recordé la naturaleza de ese fastidio irrelevante: por supuesto, estaba en la cárcel y podían fusilarme. Pero este pensamiento fue respondido en el acto por un sentimiento cuya traducción verbal podría ser: «¿Y qué? ¿Eso es todo? ¿No tienes nada más importante de lo que preocuparte?», una réplica tan espontánea, fresca y divertida como si aquella intrusa molestia no hubiera sido más que la pérdida de un botón de la camisa. Luego me encontré flotando boca arriba en un río de paz, bajo puentes de silencio. No venía de ninguna parte ni fluía a ninguna parte. Entonces ya no hubo río y tampoco hubo yo. El yo había dejado de existir.
 
Resulta extremadamente embarazoso escribir una frase como esta cuando uno ha leído The Meaning of Meaning y ha considerado el positivismo lógico y aspira a la precisión verbal y rechaza las efusiones nebulosas. Sin embargo, las experiencias «místicas», como las llamamos recelosamente, no son nebulosas, vagas o sensibleras; solo se convierten en tales cuando las rebajamos mediante la verbalización. No obstante, para comunicar lo que es incomunicable por su naturaleza, uno tiene que expresarlo de algún modo mediante palabras, de modo que se mueve en un círculo vicioso. Cuando digo que «el yo había dejado de existir» me refiero a una experiencia concreta que verbalmente es tan incomunicable como las sensaciones despertadas por un concierto de piano, pero tan real como estas, solo que mucho más real. De hecho, su rasgo fundamental es la sensación de que ese estado es más real que ningún otro que se haya experimentado antes, de que, por primera vez, ha caído el velo y uno está en contacto con la «realidad real», el orden oculto de las cosas, la textura del mundo a través de rayos X, normalmente oscurecida por capas de irrelevancia.
 
Lo que distingue ese tipo de experiencia de los raptos emocionales provocados por la música, los paisajes o el amor es que posee un contenido decididamente intelectual o, mejor dicho, numénico. Es significativa, aunque no en términos verbales. La transcripción verbal que más se le acerca sería: la unidad y la interrelación de todo lo que existe, una interdependencia como la de los campos gravitacionales o los vasos comunicantes. El yo cesa de existir porque, mediante una especie de ósmosis mental, ha establecido comunicación con, y se ha disuelto en, el todo universal. Es ese proceso de disolución y de expansión ilimitada lo que se experimenta como «sentimiento oceánico», como la supresión de todas las tensiones, la catarsis absoluta, la paz que trasciende todo entendimiento.
 
Descubrí que el retorno al orden inferior de la realidad se realiza de forma gradual, como despertarse de la anestesia. Allí estaba la ecuación de la parábola garabateada en la sucia pared, la cama de hierro, la mesa de hierro y aquel trozo del cielo azul de Andalucía. Pero no experimenté la desagradable resaca del despertar de otros modos de intoxicación. Al contrario: los efectos permanecieron estables y vigorizantes, serenos y disipando los temores, y duraron horas e incluso días. Era como si me hubieran inyectado en las venas una dosis masiva de vitaminas. O, para cambiar de metáfora, reanudé mis paseos por la celda como un auto viejo con la batería recargada. Nunca supe si aquella experiencia había durado unos pocos minutos o una hora. Al principio solía ocurrirme dos y hasta tres veces a la semana; luego los intervalos se espaciaron. Nunca pude inducir voluntariamente esos estados. Después de mi liberación, se produjeron a intervalos aún más largos, tal vez una o dos veces al año. Pero entonces ya se habían establecido las bases para un cambio en mi personalidad. A partir de ahora me referiré a esas experiencias como «las horas junto a la ventana».
 
Las conversiones religiosas en el lecho de muerte o en la celda de los condenados a muerte constituyen una tentación casi irresistible. Esa tentación tiene dos aspectos. Uno se basa en el miedo puro y duro, en la esperanza de salvación individual a través de la rendición incondicional de las facultades críticas a alguna forma arcaica de demonología. El otro aspecto es más sutil. Enfrentada a lo absoluto, a la nada última, la mente puede hacerse receptiva a la experiencia mística. Esta puede considerarse como «real» en el sentido de que unos indicadores subjetivos apuntan a una realidad objetiva que ipso facto elude toda comprensión. Pero, como la experiencia no se puede articular, no posee forma sensorial, color o expresión verbal, tiende a transcribirse en multitud de formas, incluyendo visiones de la cruz o de la diosa Kali; son como los sueños de una persona que ha nacido ciega, y pueden adquirir la intensidad de una revelación. De este modo, una experiencia genuinamente mística puede conducir a una conversión auténtica a cualquier credo, ya sea el cristianismo, el budismo o el culto al fuego.
 
Así pues, yo estaba librando una guerra en dos frentes: contra el modo de pensar conciso, racional y materialista que, tras treinta y dos años de adiestramiento en la nitidez mental, se había convertido en un hábito tan necesario como la higiene corporal; y contra la tentación de rendirme y regresar a rastras al cálido y protector útero de la fe. Oyendo aquellos ahogados gritos nocturnos de «Madre» y «Socorro», esta última solución me parecía tan atrayente y natural como ponerse a cubierto de un arma que te apunta. «Las horas junto a la ventana», que se habían iniciado con la reflexión racional de que era posible realizar afirmaciones finitas sobre lo infinito —y que, de hecho, determinaron una serie de tales afirmaciones en un plano no racional—, me colmaron con la certeza total de que existía un orden superior de la realidad, y que solo eso confería sentido a la existencia. Más tarde la llamaría «la realidad del tercer orden». El estrecho mundo de la percepción sensorial constituía el primer orden; ese mundo perceptual estaba envuelto por el mundo conceptual que contenía fenómenos no directamente perceptibles, como la gravitación, los campos electromagnéticos y el espacio curvo. El segundo orden de la realidad llenaba los huecos y confería significación a las absurdas incongruencias del mundo sensorial. De forma similar, el tercer orden de la realidad envolvía, inter-penetraba y daba significación al segundo. Contenía fenómenos «ocultos» que no podían aprehenderse ni explicarse en los planos sensorial o conceptual, aunque ocasionalmente los invadían como meteoros espirituales que perforaran la primitiva bóveda celeste. Al igual que el orden conceptual ponía de manifiesto las ilusiones y distorsiones de los sentidos, el «tercer orden» revelaba que el tiempo, el espacio y la causalidad, que el aislamiento, la separación y las limitaciones espacio-temporales del yo eran meras ilusiones ópticas en el siguiente plano superior. Si se daba validez a las ilusiones del primer plano, entonces el sol se hundía todas las noches en el mar y una mota en el ojo era mayor que la luna; y si el mundo conceptual se consideraba erróneamente como la realidad última, el mundo se convertía en un cuento igualmente absurdo, contado por un idiota o por unos electrones idiotas que hacían que niños pequeños fueran atropellados por automóviles y que los pobres campesinos de Andalucía fueran disparados en el corazón, en la boca y en los ojos, sin ningún sentido. Así como uno no puede sentir la fuerza de atracción de un imán en la piel, tampoco puede esperar aprehender, en términos cognados, la naturaleza de la realidad última. Era un texto escrito con tinta invisible; y aunque uno no podía leerlo, el conocimiento de que existía era suficiente para alterar la textura de la propia existencia y conformar las propias acciones a ese texto. [...]



en Memorias, 2011
Fotografía: Fred Stein



Notas
* El fragmento narra lo que se ha dado en llamar la “Experiencia de la ventana”, visión místico-intelectual que experimento Koestler durante su reclusión en Sevilla entre febrero y mayo de 1937, durante el transcurso de la guerra civil española, en la que es detenido por las fuerzas franquistas mientras trabajaba de corresponsal de guerra para el diario inglés News Chronicle.

















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