A Reinaldo Arenas
Aparecía bajita
junto a los frascos de conserva de fruta, alineados sobre el mantel, a la
sombra de un árbol. Explicaba a las guajiritas cómo se le da el punto a la
pulpa de tamarindo, aquella masa carmelita y compacta que cubría el interior de
la vasija, pero las manos le temblaban al echar las cucharadas de azúcar. El
zumbido de un insecto servía de contrapunto a su voz agitada.
Más tarde, al
terminar la clase de bordado, la maestra de la Escuela del Hogar Rural despidió
a las alumnas, y caminó hasta el batey del central con su paso corto, con la
torpeza de las campesinas que no quieren serlo. Una vaga presunción, un orgullo
inofensivo se movía en los pliegues de su falda.
Salía de su casa
a los quince años, una muchacha ni fea ni bonita, y sobre la piel sudada del
caballo se dirigía a la finca de su tío Ramón. Las nubes plomizas cruzaban el
cielo de abril. Una de ellas imitaba la forma de un caballo. Avergonzada de sus
pantalones de montar, la jovencita espoleó el vientre de la bestia, mientras su
primo Agustín le gritaba nombretes desde el corral.
Cuando Carmen se
graduó de maestra sus padres lloraron en silencio, sin distinguir entre la
buena suerte y la fatalidad, como es frecuente en la gente de campo. Ambos se
emocionaron al ver a la hija subir al tren en la estación de Camagüey, azorada,
vacilante frente al fulgor lejano del futuro. Los vagones de carga pasaron
primero con un ruido espantoso, y luego el coche de pasajeros puso en la
despedida un olor a comida rancia. Desde la ventanilla un niño vomitó sobre el
andén, y una mujer le limpió la boca con un gesto de fastidio, renegando de la
maternidad.
—Cuídate,
Carmencita —le dijo Virginia a la hija cuando el tren comenzó a moverse—,
cuídate y no dejes de escribir.
El padre se tocó
el sombrero sin decir una palabra, con los ojos húmedos y el rostro ladeado. La
hija vio en una fuga nublada la calle República adoquinada de una punta a la
otra, luego la fábrica de vinagre, luego el barrio de Beneficencia, luego los
algarrobos y los cedros, y por último se quedó dormida. Al atravesar el río
Jatibonico, el traqueteo del tren la sacudió con violencia: se despertó
asustada.
Camino del batey,
con los libros bajo el brazo, se encontró con el mismo hombre de todas las
tardes, que la esperaba sentado en la baranda del puente. Ella no le hizo caso
a las groserías que él le dijo. Qué cochino es, qué puerco, fue lo que pensó al
escucharlo; pero lo olvidó por completo al entrar al baño y echarse agua tibia
con el jarrito esmaltado, mientras tarareaba una ranchera. Por su voz
melodiosa, alguien, en una fiesta, la había apodado la calandria. Carmen había
cumplido los veintidós años, y nadie le había conocido un novio. Arregló las
sábanas de la cama, y se tiró un rato antes de comer, en la densa penumbra,
pero esta vez no pudo dormirse. Quería casarse; dejar de ser maestra.
Al novio lo
encontró tres años más tarde, en el central Júcaro, al sur de Ciego de Ávila.
Por lo demás, es duro ver cómo la gente que uno quiere envejece: los padres se
habían arrugado de repente, se quejaban de reumas y de achaques, y la propia
Carmen ya no estaba tan joven. Pero al menos el novio reunía condiciones,
aunque tampoco era un muchacho —Eduardo pasaba de los treinta.
¿Por qué un
hombre así no se ha casado todavía? ¿Por qué dejó la carrera de médico y se ha
enterrado en el campo? No quiere oír hablar de política: le da lo mismo Batista
que Grau San Martín. Llega del cañaveral con la camisa sudada, se prepara un
trago en la cocina, y observa de reojo a la maestra hogarista, que aunque es
bajita tiene el cuerpo bien formado. Ella parece tímida, pero su conversación,
coloreada con sombras de rubor, es armoniosa como una melodía. Al montar a
caballo no se le ve con miedo; primero mira fijamente los ojos del potro, que
con docilidad agacha la cabeza. Hoy ella ha atravesado la siembra de verduras,
luego ha doblado por el camino real, y desde la ventana, con el vaso de ron en
la mano, Eduardo la mira galopar más allá del portón, y piensa que esta tarde
llueve de lo que no hay remedio.
Pero en La Habana
todo es distinto —porque a La Habana fue a refugiarse la calandria. Eduardo le
hizo un hijo y luego no quiso casarse. La calzada del Cerro parece
interminable, y recorrerla a pie no hace ninguna gracia. Por suerte los
portales protegen de la lluvia y el sol. Pero los rostros ocultan historias
peligrosas, la oscuridad se filtra por los peinados y la ropa. Los vendedores
de billetes de lotería, los pregoneros de flores, de viandas, de perfumes y de
baratijas, expresan en sus cantos intenciones perversas, usan sus clamores para
provocar humillación o miedo. Y ahora el grupo de hombres cuchicheando en la
acera examina a la mujer con un niño en los brazos. Tiene tipo de guajira,
comenta uno de ellos, pero sabe disimularlo bien. No es fea la muy cabrona. Lo
malo es que tiene un aire de desgracia.
En la casa de
huéspedes nunca le hicieron preguntas. Las sombras se deslizaban huidizas en el
comedor común, las flores envejecían en los búcaros, y en la escalera solo
asustaba el paso rápido de un gato. Al niño lo cuidaba la abuela, que había
venido sola a la capital, porque “si alguien se entera de esto en Camagüey me
muero de vergüenza”. Y los meses pasaron en aquel cuartucho que las dos mujeres
odiaban, tendiendo pañales en el balcón, buscando alivio en un tejido insulso.
Solo el niño parecía estar contento de la vida a su alrededor.
—Se casó y se
divorció —dijo Virginia al llegar de nuevo al barrio—. Con la mala suerte que
el maldito tuvo puntería, y aquí tienen al muchacho. Pero ha salido lindo y santo
como no hay dos.
—¿Y Carmencita?
—preguntaban las vecinas—. Ya no da ni los buenos días.
—Es que está
enferma de los nervios —explicaba Virginia—, ha sufrido mucho con el divorcio.
—¿Pero dónde se
casaron, en La Habana? —preguntaba alguna desconfiada—. ¿Cómo es que ese hombre
no vino ni a conocer al suegro?
—Porque es un
desgraciado, por eso. Nunca pensé que mi hija se fuera a casar con un hombre
así.
Pero las ventanas
del cuarto tienen rejas, y Carmen mira la luz del día a través de ellas. Porque
todas las ventanas de los cuartos tienen rejas. Muchas mujeres lloran durante
la noche, y de día los médicos hablan en voz baja, envueltos en disfraces como
conspiradores. Ayer una jovencita apareció desangrada en el baño. Solo el
parque detrás del edificio resulta tranquilo, con sus figuras de Blanca Nieves
y Pinocho en tamaño natural. Nadie sabe por qué han puesto esos pedazos de
cartón en este sitio, si no se ven niños por ninguna parte. Por las mañanas las
caras ojerosas evitan mirarse entre sí, y por las tardes, en los días de
visita, Virginia viene con el nieto hasta el banco donde Carmen está siempre
sentada, con los ojos fijos en la vida simple de las plantas. Ha llovido por el
mediodía, y el olor a humedad sube de la tierra como un vapor. Pero todo es
preferible a estar adentro, oyendo los gritos de las enfermas con camisas de
fuerza en la sala de las de cuidado. La madre y la hija no saben de qué
hablarse, y el muchachito de tres años corretea por el parque. Un día se lastimó
una rodilla al tropezar con una piedra, y Virginia le dio una nalgada.
Hacer un buen
tejido no es cosa fácil. El zumbido de un insecto sirve de contrapunto a la voz
agitada de la maestra. ¿Qué quieren decir esas caras que yo no conozco? Las
campesinas observan los labios de la mujer bajita, y las agujas de tejer se
mueven en las manos oscurecidas por el sol. Luego el hilo reemplaza al
estambre, y las gruesas agujetas ceden su sitio a finísimas y radiantes
saetillas. El mantel ha quedado bordado después de una semana: son unas frutas
verdes y amarillas, con un adorno elaborado en un amarillo más oscuro, casi
dorado. No se sabe bien cuál es la fruta, aunque de cerca parece una toronja. Y
a la pulpa del tamarindo no se le debe echar demasiado azúcar. Tiene que quedar
un poco dulce, pero también un poco amarga.
¿Qué quieren
decir esas caras que yo no conozco? La mañana entró por las rejas de la
ventana, alumbrando las conservas de fruta, que sobre el mantel muestran unos
colores brillantes: rojo, carmelita, y amarillo dorado. También tejieron un
abrigo de punto blanco y azul. Quizás el niño tenga una vida feliz. En el
potrero de la finca de Ramón se pudren los mangos. Una mancha de sangre se
agranda en el mantel, consume la tela con avidez rojiza, pero hoy no es posible
quitarla: se lavará mañana. Los ojos de las bestias son diferentes a los de las
personas. La hierba del campo susurra un canto obsceno. En el terraplén dos
hombres viraron la cabeza cuando ella pasaba, rieron groseramente al pronunciar
su nombre.
Y la calandria
dejó de cantar.
en Cuentos completos, 2004
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