miércoles, octubre 06, 2021

“La calandria (Líneas de un retrato)”, de Carlos Victoria





A Reinaldo Arenas


Aparecía bajita junto a los frascos de conserva de fruta, alineados sobre el mantel, a la sombra de un árbol. Explicaba a las guajiritas cómo se le da el punto a la pulpa de tamarindo, aquella masa carmelita y compacta que cubría el interior de la vasija, pero las manos le temblaban al echar las cucharadas de azúcar. El zumbido de un insecto servía de contrapunto a su voz agitada.
 
Más tarde, al terminar la clase de bordado, la maestra de la Escuela del Hogar Rural despidió a las alumnas, y caminó hasta el batey del central con su paso corto, con la torpeza de las campesinas que no quieren serlo. Una vaga presunción, un orgullo inofensivo se movía en los pliegues de su falda.
 
Salía de su casa a los quince años, una muchacha ni fea ni bonita, y sobre la piel sudada del caballo se dirigía a la finca de su tío Ramón. Las nubes plomizas cruzaban el cielo de abril. Una de ellas imitaba la forma de un caballo. Avergonzada de sus pantalones de montar, la jovencita espoleó el vientre de la bestia, mientras su primo Agustín le gritaba nombretes desde el corral.
 
Cuando Carmen se graduó de maestra sus padres lloraron en silencio, sin distinguir entre la buena suerte y la fatalidad, como es frecuente en la gente de campo. Ambos se emocionaron al ver a la hija subir al tren en la estación de Camagüey, azorada, vacilante frente al fulgor lejano del futuro. Los vagones de carga pasaron primero con un ruido espantoso, y luego el coche de pasajeros puso en la despedida un olor a comida rancia. Desde la ventanilla un niño vomitó sobre el andén, y una mujer le limpió la boca con un gesto de fastidio, renegando de la maternidad.
 
—Cuídate, Carmencita —le dijo Virginia a la hija cuando el tren comenzó a moverse—, cuídate y no dejes de escribir.
 
El padre se tocó el sombrero sin decir una palabra, con los ojos húmedos y el rostro ladeado. La hija vio en una fuga nublada la calle República adoquinada de una punta a la otra, luego la fábrica de vinagre, luego el barrio de Beneficencia, luego los algarrobos y los cedros, y por último se quedó dormida. Al atravesar el río Jatibonico, el traqueteo del tren la sacudió con violencia: se despertó asustada.
 
Camino del batey, con los libros bajo el brazo, se encontró con el mismo hombre de todas las tardes, que la esperaba sentado en la baranda del puente. Ella no le hizo caso a las groserías que él le dijo. Qué cochino es, qué puerco, fue lo que pensó al escucharlo; pero lo olvidó por completo al entrar al baño y echarse agua tibia con el jarrito esmaltado, mientras tarareaba una ranchera. Por su voz melodiosa, alguien, en una fiesta, la había apodado la calandria. Carmen había cumplido los veintidós años, y nadie le había conocido un novio. Arregló las sábanas de la cama, y se tiró un rato antes de comer, en la densa penumbra, pero esta vez no pudo dormirse. Quería casarse; dejar de ser maestra.
 
Al novio lo encontró tres años más tarde, en el central Júcaro, al sur de Ciego de Ávila. Por lo demás, es duro ver cómo la gente que uno quiere envejece: los padres se habían arrugado de repente, se quejaban de reumas y de achaques, y la propia Carmen ya no estaba tan joven. Pero al menos el novio reunía condiciones, aunque tampoco era un muchacho —Eduardo pasaba de los treinta.
 
¿Por qué un hombre así no se ha casado todavía? ¿Por qué dejó la carrera de médico y se ha enterrado en el campo? No quiere oír hablar de política: le da lo mismo Batista que Grau San Martín. Llega del cañaveral con la camisa sudada, se prepara un trago en la cocina, y observa de reojo a la maestra hogarista, que aunque es bajita tiene el cuerpo bien formado. Ella parece tímida, pero su conversación, coloreada con sombras de rubor, es armoniosa como una melodía. Al montar a caballo no se le ve con miedo; primero mira fijamente los ojos del potro, que con docilidad agacha la cabeza. Hoy ella ha atravesado la siembra de verduras, luego ha doblado por el camino real, y desde la ventana, con el vaso de ron en la mano, Eduardo la mira galopar más allá del portón, y piensa que esta tarde llueve de lo que no hay remedio.

Pero en La Habana todo es distinto —porque a La Habana fue a refugiarse la calandria. Eduardo le hizo un hijo y luego no quiso casarse. La calzada del Cerro parece interminable, y recorrerla a pie no hace ninguna gracia. Por suerte los portales protegen de la lluvia y el sol. Pero los rostros ocultan historias peligrosas, la oscuridad se filtra por los peinados y la ropa. Los vendedores de billetes de lotería, los pregoneros de flores, de viandas, de perfumes y de baratijas, expresan en sus cantos intenciones perversas, usan sus clamores para provocar humillación o miedo. Y ahora el grupo de hombres cuchicheando en la acera examina a la mujer con un niño en los brazos. Tiene tipo de guajira, comenta uno de ellos, pero sabe disimularlo bien. No es fea la muy cabrona. Lo malo es que tiene un aire de desgracia.
 
En la casa de huéspedes nunca le hicieron preguntas. Las sombras se deslizaban huidizas en el comedor común, las flores envejecían en los búcaros, y en la escalera solo asustaba el paso rápido de un gato. Al niño lo cuidaba la abuela, que había venido sola a la capital, porque “si alguien se entera de esto en Camagüey me muero de vergüenza”. Y los meses pasaron en aquel cuartucho que las dos mujeres odiaban, tendiendo pañales en el balcón, buscando alivio en un tejido insulso. Solo el niño parecía estar contento de la vida a su alrededor.
 
—Se casó y se divorció —dijo Virginia al llegar de nuevo al barrio—. Con la mala suerte que el maldito tuvo puntería, y aquí tienen al muchacho. Pero ha salido lindo y santo como no hay dos.
—¿Y Carmencita? —preguntaban las vecinas—. Ya no da ni los buenos días.
—Es que está enferma de los nervios —explicaba Virginia—, ha sufrido mucho con el divorcio.
—¿Pero dónde se casaron, en La Habana? —preguntaba alguna desconfiada—. ¿Cómo es que ese hombre no vino ni a conocer al suegro?
—Porque es un desgraciado, por eso. Nunca pensé que mi hija se fuera a casar con un hombre así.
 
Pero las ventanas del cuarto tienen rejas, y Carmen mira la luz del día a través de ellas. Porque todas las ventanas de los cuartos tienen rejas. Muchas mujeres lloran durante la noche, y de día los médicos hablan en voz baja, envueltos en disfraces como conspiradores. Ayer una jovencita apareció desangrada en el baño. Solo el parque detrás del edificio resulta tranquilo, con sus figuras de Blanca Nieves y Pinocho en tamaño natural. Nadie sabe por qué han puesto esos pedazos de cartón en este sitio, si no se ven niños por ninguna parte. Por las mañanas las caras ojerosas evitan mirarse entre sí, y por las tardes, en los días de visita, Virginia viene con el nieto hasta el banco donde Carmen está siempre sentada, con los ojos fijos en la vida simple de las plantas. Ha llovido por el mediodía, y el olor a humedad sube de la tierra como un vapor. Pero todo es preferible a estar adentro, oyendo los gritos de las enfermas con camisas de fuerza en la sala de las de cuidado. La madre y la hija no saben de qué hablarse, y el muchachito de tres años corretea por el parque. Un día se lastimó una rodilla al tropezar con una piedra, y Virginia le dio una nalgada.

Hacer un buen tejido no es cosa fácil. El zumbido de un insecto sirve de contrapunto a la voz agitada de la maestra. ¿Qué quieren decir esas caras que yo no conozco? Las campesinas observan los labios de la mujer bajita, y las agujas de tejer se mueven en las manos oscurecidas por el sol. Luego el hilo reemplaza al estambre, y las gruesas agujetas ceden su sitio a finísimas y radiantes saetillas. El mantel ha quedado bordado después de una semana: son unas frutas verdes y amarillas, con un adorno elaborado en un amarillo más oscuro, casi dorado. No se sabe bien cuál es la fruta, aunque de cerca parece una toronja. Y a la pulpa del tamarindo no se le debe echar demasiado azúcar. Tiene que quedar un poco dulce, pero también un poco amarga.

¿Qué quieren decir esas caras que yo no conozco? La mañana entró por las rejas de la ventana, alumbrando las conservas de fruta, que sobre el mantel muestran unos colores brillantes: rojo, carmelita, y amarillo dorado. También tejieron un abrigo de punto blanco y azul. Quizás el niño tenga una vida feliz. En el potrero de la finca de Ramón se pudren los mangos. Una mancha de sangre se agranda en el mantel, consume la tela con avidez rojiza, pero hoy no es posible quitarla: se lavará mañana. Los ojos de las bestias son diferentes a los de las personas. La hierba del campo susurra un canto obsceno. En el terraplén dos hombres viraron la cabeza cuando ella pasaba, rieron groseramente al pronunciar su nombre.
 
Y la calandria dejó de cantar.



en Cuentos completos, 2004















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