De los escritores que he conocido,
ninguno más extraño que William Hozlit. Según su editor, tenía las manos
heladas como aletas de tiburón. Sus mujeres afirmaban que era un monstruo
huraño. Pasó la vida escribiendo tres millones de palabras. Fue tan inexperto
en el amor que, en una oportunidad, enamorado de la hija de un sastre, se le
olvidó consultarle a la afectada si lo amaba o no. Al comprobar que había huido
con otro galán, se dedicó a comer en las tabernas leyendo un libro que sujetaba
con la botella de vino. Más tarde se casó, por despecho, con una viuda y tuvo la
precaución de no preguntarle jamás cómo se llamaba. Ella soportó su compañía
dos años y al separarse habló pestes de su amigo. Por ejemplo, confidenció que
mientras Hozlit le hacía el amor escribió las mejores páginas de su ensayo
"El cuarto del enfermo", aunque con letra levemente temblorosa.
en Epifanía
cruda, 1974
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