lunes, agosto 09, 2021

“La primera confesión”, de Alfonso Reyes





I

Se abría junto a mi casa la puerta menor de un convento de monjas Reparadoras. Desde mi ventana sorprendía yo, a veces, las silenciosas parejas que iban y venían; los lienzos colgados a secar; el jardincillo cultivado con esa admirable minuciosidad de la vida devota. El temblor de una campanita me llegaba de cuando en cuando, o en mitad del día, o sobresaltando el sueño de mis noches; y más de una vez suspendía mis juegos para meditar: «Señor, ¿qué sucede en esa casa?».
 
Cuando mi imaginación infantil había poblado ya de fantasmas aquella morada de misterio, me dijo mi abuela, entre una y otra tos:
 
—Niño, ese es un convento de Reparadoras. Ya te llevaré a rezar a su capilla.
 
Fuimos. Ardían los cirios, y la luz corría por los oropeles de los santos; la luz muda, la luz oscura, si vale decirlo; la que no irradia ni se difunde, la que hace de cada llama una chispa fija y aislada, en medio de la más completa oscuridad. De la sombra parecían salir, aquí y allá, una media cara lívida, un brazo ensangrentado del Cristo, una mano de palo que bendecía. Cuando entraba una mujer vestida de negro, era como si volara por el aire una cabeza. «Señor, ¿qué sucede en este convento?». Había en el ambiente algo maléfico.
 
Al salir de la capilla aquel día, oí a tres viejas contar el secreto que en aquel convento se escondía. La abuela enredaba con el sacristán no sé qué historia sobre las lechuzas y el aceite de la iglesia, y yo pude deslizarme hasta el grupo donde las tres comadres, como tres Parcas afanadas, tejían sus maledicencias vulgares. Y dijo una vieja:
 
—Estas monjas, señoras mías, son las que han arreglado esas famosas recetas del arte cisoria y culinaria que nos han legado nuestras madres y aún están en boga.
 
Y otra vieja dijo:
 
—Lo sé. Soy antigua amiga del convento, y, por cierto, aquí me casé. ¡Qué día aquél!
 
Y dijo la otra:
 
—En esta capilla hace muchos años que nadie se casa. Solo el sacramento de la Misa está permitido. Sobre esto hay mucho que contar. La santa madre Transverberación, de esta misma comunidad, fue siempre la mejor bordadora de la casa, la más diestra en aderezar una canastilla o unas donas; por eso hasta la llamaban «la monjita de los matrimonios»; porque a ella acudían las recién casadas y las por casar. Bien es cierto que la santa madre no había visto nunca un matrimonio, y su ciencia de las cosas del mundo comenzaba y acababa en la canastilla. Era también la primera en cerner y amasar la harina para el pan del cuerpo, y asimismo era la primera en la oración, que es el pan del alma.
 
Las viejas daban saltitos y charlaban. La abuela rifaba con el sacristán. Abiertos los ojos y las orejas, yo —chiquillo de quien no se hacía caso— discurría por entre los grupos, oyéndolo todo. Continuó la vieja:
 
—Al fin, un día, la santa madre asistió a un matrimonio en esta capilla. ¡Pobre madre Transverberación! Salió de allí como poseída, con descompuestos pasos. Corrió por el jardín la cuitada, y a poco se desplomó con un raro éxtasis, dejando su cuidado entre las azucenas olvidado.
 
«Desde ese día, la monja mudó de semblante y de aficiones; no rezaba, no bordaba, no amasaba ya. Si rezaba, caía en desmayos; si bordaba, se pinchaba los dedos, manchando su sangre las telas blancas; y los panes que ella amasaba, como al soplo de Satanás, se volvían cenizas».
 
Las tres viejas se santiguaron. Y la narradora continuó:
 
—¡Oh, fatal poder de la imaginación, tentada del malo! A los nueve meses cabales, la madre Transverberación dio un soldado más a la República. Desde entonces se ha prohibido la celebración de matrimonios en la capilla de las Reparadoras, y a ellas no se les permite aderezar más canastillas ni donas. Lo tengo oído de Juan, mi sobrino, a quien Pedro el manco le dijo que se lo había contado su suegra.
 
Y las tres alegres comadres ríen escondiendo el rostro, se santiguan contra los malos pensamientos, dan saltitos de duende.
 
Tú, lector, si llegas a saber —que sí lo sabrás, porque eres muy sabio— dónde está la tumba de Heinrich Bebel, el «Bebelius», del renacimiento alemán, grítale esta historia por las hendeduras de las losas, para que la ponga en metros latinos y la haga correr en los infiernos. ¡Así nos libremos tú y yo de sus llamas nunca saciadas!


II

—Sepa, pues, mi abuela que ya he averiguado lo que sucede: que por ese convento de Reparadoras ha pasado el mismo demonio endiablando monjas.
 
Yo lo suelto con toda la boca, orgulloso de mi nuevo conocimiento. Con toda la boca abierta me escucha la pobre mujer —que buen siglo haya—, y, creyéndome en pecado mortal, me manda a confesar al instante ese simple error de opinión.
 
Yo.—Padre mío, vengo a confesarme.
 
El cura.—Niño eres; ya sé cuáles son tus pecados. ¡Oh, ejemplar de la especie más uniforme! ¡Oh, niño representativo! Tú te comiste, sin duda, las almendras para el pastel; tú te entraste anoche a robar nueces por los nocedales de tu vecino. ¿Que no? Pues ahora caigo: eras tú, eras tú, pillastre, quien meses pasados destruía los tubos del órgano de la iglesia para hacerse pitos. ¿Que no has sido tú? ¿Cómo que no, si eres chicuelo? La semilla humana ¿ha de estar tan diferenciada en tan tierna edad para que os podáis distinguir los unos de los otros? Tus pecados tienen que ser los pecados de los otros niños; tú apedreas a las viejas en la calle y rompes los vidrios de las casas; tú te comes las golosinas; tú echas tierra a la boca de los que bostezan, ¡raza bellaca!; tú atas cohetes a la cola del gato; tú has embravecido a la vaca en fuerza de torearla, ¡así fueras tú quien la ordeñase! Tú, en fin, todo lo haces a izquierdas y desatinadamente, como el «Félix» del poeta alemán, que bebe siempre en la botella y nunca en el vaso, y como aquel muchacho que pone Luis Vives en sus Diálogos latinos, el cual ni se levanta con la aurora, ni sabe peinarse y vestirse por sus propias manos, ni echar agua en la palangana precisamente por el pico del jarro.
 
Yo.—Padre, yo no me acuso de tantas atrocidades. Acusóme, padre, de haber creído que el diablo se metió en un convento de monjas.
 
El confesor.—¡Negra sospecha! No eres tú el primero que la abriga: lo mismo creía Martín Lutero.
 
Yo.—Padre, ¿y quién fue ése?
 
El confesor.—Un feo y lascivo demonio que tenía unas barbas de maíz, y en la frente unos cuernecillos retorcidos; por nariz, un hueso de mango; dos grandes orejas de onagro; unos puños toscos de labriego. Nació de labriegos, se hizo monje, se alzó contra el Papa, robó a una monja endiablada, tuvieron unos como hijos endiablados… Ya sabrás más de él cuando más crezcas. Ve en tanto a decir a tu abuela que yo te absuelvo, y te doy por capital penitencia el tomar esta misma tarde una jícara de chocolate con bollos. Esta misma tarde, ¿lo entiendes?
 
Alejéme pensando en el demonio Lutero y en si tendría cola, rasgo que olvidaron explicarme. Desde entonces me creí obligado a la travesura por ser niño. De donde deriva la serie de mis males. El padre confesor, con sus reprimendas abstractas, y sin parar en mi inocencia, había conseguido apicararme el entendimiento, pervirtiéndome la voluntad.
 
Fuime a la abuela con el mensaje; no pensé desconcertarla tanto. En cuanto supo mi penitencia, toda fue aspavientos y exclamaciones. Yo, inocente, me daba ya por el mayor pecador, según la enormidad del rescate.
 
Lo creeréis o no: me es de todo punto imposible saber si me dieron al fin el chocolate con bollos. Solo recuerdo, como entre la niebla de lágrimas que el espanto me hizo llorar, que una voz cascada me decía:
 
—No llores, pequeñín; si casi no has pecado en nada. Si tu abuela se angustia, no es por eso. Es que bien quisiera daros gusto a ti y al señor cura; pero no tengo, no tengo, ¿entiendes? ¡Y todavía dijo que esta misma tarde había de ser!...


1910



en La cena y otras historias*, 1956



* Antología de creaciones literarias escritas por Alfonso Reyes entre 1910 y 1913. 
Estos relatos son considerados, dentro de la historia de la literatura mexicana, 
precursores del surrealismo literario y del realismo mágico.














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