jueves, junio 10, 2021

“El gato de Cheshire”, de Antonio Tabucchi





1

Y después de todo no era verdad. Digamos más bien palpitaciones, si bien las palpitaciones no son más que un síntoma, y por eso. Pero miedo no, se dijo, qué estupidez, la simple emoción, eso es. Abrió la ventanilla y se asomó. El tren estaba disminuyendo la velocidad. La marquesina de la estación temblaba a través del aire tórrido. Un calor exagerado, pero si no hace calor en julio, ¿cuándo lo va a hacer? Leyó el cartel de Civitavecchia, bajó la cortina, oyó algunas voces, después el silbido del jefe de estación y el ruido de las portezuelas al cerrarse. Pensó que si fingía que estaba durmiendo quizá nadie entraría en el compartimento, cerró los ojos y se dijo: no quiero pensar en ello. Y después dijo: debo hacerlo, esto no tiene sentido. Pero ¿por qué?, ¿es que las cosas tienen sentido? Tal vez sí, pero un sentido secreto, se comprende después, mucho más tarde, o no se comprende, pero tienen que tener un sentido: un sentido propio, que a veces no nos concierne, aunque parezca que sí. Por ejemplo, la llamada telefónica. «Hola, Gato, soy Alicia, he vuelto, ahora no te lo puedo explicar, solo tengo dos minutos para dejarte un mensaje». Unos segundos de silencio. «…Tengo que verte, tengo absolutamente que verte, es lo que ahora más deseo, he pensado siempre en ello durante estos años». Unos segundos de silencio. «¿Cómo estás, Gato, te ríes todavía de aquella manera? Perdona, la pregunta es estúpida, pero es tan difícil hablar sabiendo que la voz se está grabando, tengo que verte, es muy importante, te lo ruego». Unos segundos de silencio. «Pasado mañana quince de julio a las quince horas, estación de Grosseto, te esperaré en el andén, tienes un tren que sale de Roma hacia la una». Clic.
 
Uno vuelve a casa y se encuentra un mensaje así en el contestador. Después de tanto tiempo. Todo engullido por los años: aquel período, aquella ciudad, los amigos, todo. E incluso la palabra gato, también engullida por los años, que reaparece en la memoria junto a la sonrisa que aquel gato llevaba consigo porque era la sonrisa del gato de Cheshire. Alicia en el país de las maravillas. Era una época de maravillas. Pero ¿lo era de verdad? Ella era Alicia, y él el gato de Cheshire: todo era un divertimiento, como una bella historia. Pero mientras tanto, el gato había desaparecido, exactamente como en el libro. Quién sabe si no había quedado la sonrisa, pero la sonrisa solamente, sin el rostro al que pertenecía aquella sonrisa. Porque el tiempo pasa y devora las cosas, tal vez quede solo la idea. Se levantó y se miró en el espejo colgado sobre el asiento del centro. Sonrió. El espejo le devolvió la imagen de un hombre de cuarenta años, de rostro delgado y bigote rubio, con una sonrisa incómoda y forzada como todas las sonrisas hechas ante el espejo: sin malicia, sin diversión, sin la astucia del que toma el pelo a la vida. Bien distinto del gato de Cheshire.
 
La señora entró en el compartimento con aire tímido. ¿Está ocupado? Claro que no, está todo vacío. Era una señora anciana con un esfumado celeste en los cabellos blancos. Sacó la labor y se puso a hacer punto. Llevaba unas gafas redondas con una cadenita. Parecía haber salido de un anuncio televisivo. ¿Usted también va a Turín?, preguntó enseguida. Preguntas de tren. Respondió que no, que él se bajaba antes, pero no dijo en qué estación. Grosseto. ¿Qué sentido tenía? Y, además, ¿por qué Grosseto, qué hacía Alicia en Grosseto, por qué le había citado allí? Sintió cómo el corazón le latía con fuerza y pensó de nuevo en el miedo. Pero ¿miedo de qué? Es la emoción, se dijo, ¿miedo de qué, vamos, miedo de qué? Del tiempo, del gato de Cheshire, el tiempo que ha hecho que todo se evapore, incluida tu preciosa sonrisita de gato de Alicia en el país de las maravillas. Y ahora de nuevo aquí, su Alicia de las maravillas, el quince de julio a las quince horas, muy típico de ella, que amaba los juegos con los números y coleccionaba mentalmente fechas incongruentes. Del tipo: Perdóname, Gato, pero ya no es posible. Te escribiré para explicártelo todo. 10 del 10, a las 10 (dos días antes del descubrimiento de América). Alicia. Era el mensaje de despedida, lo había dejado en el espejo del baño. La carta había llegado casi un año después, explicaba todo con lujo de detalles, pero en realidad no explicaba nada, solo decía cómo funcionaban las cosas, su mecánica de superficie. Por eso la había tirado. La nota, en cambio, la conservaba todavía en la cartera. La sacó y la miró. Estaba amarillenta en los pliegues y se había abierto una hendidura en el centro.
 
 
2

Hubiera querido abrir la ventanilla, pero quizá a la señora le molestara. Y además un cartel metalizado rogaba que no se abriera para no perjudicar el efecto del aire acondicionado. Se levantó y salió al pasillo. Tuvo tiempo de ver la mancha clara de las casas de Tarquinia antes de que el tren tomara la curva lentamente. Cada vez que pasaba por Tarquinia recordaba a Cardarelli. Y después que Cardarelli era hijo de un ferroviario. Y después el poema «Liguria». Algunos recuerdos escolares se resisten a morir. Se dio cuenta de que estaba sudando. Volvió a entrar en el compartimento y cogió su pequeña bolsa de viaje. En el lavabo se echó desodorante en las axilas y se cambió de camisa. Quizá pudiera también afeitarse, para matar el tiempo. Verdaderamente no le hacía mucha falta, pero quizá le diera un aspecto más fresco. Había llevado el neceser de baño y la maquinilla eléctrica, no había tenido el valor de confesárselo, pero era por la posibilidad de pasar la noche fuera. Se afeitó solamente a contrapelo, con mucha atención y se cubrió de after shave. Después se lavó los dientes y se peinó. Mientras se peinaba intentó sonreír, le pareció que había mejorado, no era la sonrisa algo idiota que había esbozado antes. Se dijo: tienes que hacer algunas hipótesis. Pero no se sentía capaz de hacerlas mentalmente, se le cruzaban en forma de palabras, se enmarañaban y se confundían, no era posible.
 
Volvió al compartimento. Su compañera de viaje se había quedado dormida con la labor en el regazo. Se sentó y sacó un cuaderno. Si quería, podía imitar con cierto grado de aproximación la caligrafía de Alicia. Pensó en escribir una nota como la que hubiera podido escribir ella, con esas absurdas hipótesis suyas. Escribió: Stephen y la niña han muerto en un accidente de coche en Minnesota. No puedo vivir ya en Estados Unidos. Te lo ruego, Gato, consuélame en este terrible momento de mi vida. Hipótesis trágica, con una Alicia devastada por el dolor que ha comprendido el sentido de la vida gracias a un tremendo destino. O bien una Alicia avispada y desenvuelta, con una pizca de cinismo: Se había convertido en una vida de infierno, en una cárcel insoportable, de la niña se encargará el niñato de Stephen, están hechos de la misma madera, adiós Estados Unidos. O bien una nota entre lo patético y lo sentimental, estilo novela rosa: A pesar de todo este tiempo, jamás has salido de mi corazón. Ya no puedo vivir sin ti. Créeme, tu esclava de amor, Alicia.
 
Arrancó la nota del cuaderno, la arrugó y la echó en el cenicero. Miró por la ventanilla y vio una bandada de pájaros que volaban sobre un espejo de agua. Ya habían pasado por Orbetello, por lo tanto aquello era la zona de Alberese. Para Grosseto faltaban unos diez minutos. Sintió de nuevo que el corazón se le subía a la garganta y una especie de ansia, como cuando uno se da cuenta de que está llegando tarde. Pero el tren era puntualísimo y él estaba dentro del tren y, por lo tanto, él también era puntual. Solo que no se esperaba estar tan cerca de la llegada, estaba retrasado consigo mismo. En la bolsa tenía una chaqueta de lino y una corbata, pero le pareció ridículo descender tan elegante, con la camisa estaba bien, y además con aquel calor… El tren se desvió en un cruce y el vagón osciló. El último vagón oscila siempre más, es siempre un poco molesto, pero en la estación de Termini no había tenido ganas de recorrer todo el andén y se había metido en el último vagón, con la esperanza, además, de que hubiera menos gente. Su compañera de viaje balanceó la cabeza en señal afirmativa, como si se dirigiera a él para aprobarle, pero era solo el efecto del balanceo, porque siguió durmiendo tranquilamente.
 
Guardó el cuaderno, arregló un poco la chaqueta que se había arrugado ligeramente, se pasó una vez más el peine por la cabeza, cerró la cremallera de la bolsa. Por la ventanilla del pasillo vio los primeros edificios de Grosseto y el tren comenzó a disminuir la velocidad. Intentó imaginarse el aspecto de Alicia, pero ya no había tiempo para esas hipótesis, las podía haber hecho antes, quizá se habría entretenido mejor. El pelo, pensó, ¿cómo tendrá el pelo? Lo tenía largo, pero quizá se lo haya cortado, seguro que se lo ha cortado, ahora el pelo largo no se lleva. Su vestido se lo imaginó blanco, quién sabe por qué.


3

El tren entró en la estación y se detuvo. Él se levantó y bajó la cortina. A través de la rendija echó una ojeada fuera, pero estaba demasiado lejos de la marquesina, no conseguía ver nada. Cogió la corbata y se hizo el nudo con calma, después se puso la chaqueta. Se miró al espejo y sonrió un rato. Estaba mejor. Oyó el silbato del jefe de estación y las portezuelas que se cerraban. Entonces alzó la cortina, bajó el cristal y se apoyó en la ventanilla. El andén comenzó a desfilar lentamente a lo largo del tren que se ponía en marcha, y él se asomó para ver a las personas. Los viajeros que habían descendido se dirigían al paso subterráneo, bajo la marquesina había una viejecita vestida de oscuro con un niño de la mano, un mozo de estación sentado en su carro y un heladero con la chaqueta blanca y la caja de los helados en banderola. Pensó que no era posible. No era posible que ella no estuviera allí, bajo la marquesina, con el pelo corto y un vestido blanco. Corrió al pasillo para asomarse a la otra ventanilla, pero el tren estaba ya fuera de la estación y empezaba a coger velocidad, apenas tuvo tiempo de ver el letrero de Grosseto que se alejaba. No es posible, pensó otra vez, estaba en el bar. No ha resistido con este calor y ha entrado en el bar, tan segura estaba de que yo vendría. O tal vez estaba en el paso subterráneo, apoyada en el muro, con ese aire suyo ausente y a la vez estupefacto de eterna Alicia en el país de las maravillas, el pelo todavía largo y un poco enmarañado, y con las mismas sandalias azules que él le había regalado aquella vez en la playa, y le habría dicho: me he vestido así, como antaño, para complacerte.
 
Recorrió el pasillo en busca del revisor. Estaba en el primer compartimento ordenando papeles: evidentemente, había entrado con el nuevo turno y no había comenzado todavía la vuelta de control. Se asomó y le preguntó cuándo había un tren de regreso. El revisor le miró con un aspecto ligeramente perplejo y le preguntó: ¿de regreso adónde? En sentido contrario, dijo él, hacia Roma. El revisor se puso a hojear el horario. Hay uno en Campiglia, pero no sé si llegará a tiempo para cogerlo, o si no… Miró el horario con mayor atención y preguntó: ¿quiere un expreso o le vale uno local? Él se quedó pensando y no respondió enseguida. No importa, dijo al final, ya me lo dirá más tarde, total, hay tiempo.



en Cuentos, 2018













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