Una vez, en plena mala racha, escribí
con letras enormes en una doble página de un cuaderno que la inocencia se
termina cuando a uno le roban la ilusión de que se cae bien a sí mismo. Aunque
ahora que han pasado los años me maravilla el hecho de que una mente enemistada
consigo misma pudiera llevar a cabo un registro tan minucioso de hasta el
último de sus temblores, todavía recuerdo con avergonzada claridad el sabor de
aquellas cenizas en concreto. Fue una cuestión de falta de amor propio.
Me habían negado la entrada en la Phi
Beta Kappa. No podría haber sido un fracaso más predecible ni menos ambiguo
(simplemente, mis notas estaban por debajo de lo requerido), y sin embargo a mí
me crispó los nervios. Yo siempre me había considerado a mí misma una especie
de Raskólnikov académico, curiosamente exento de las relaciones de causa y
efecto que afectaban a los demás. Aunque hasta la chica huraña de diecinueve
años que yo era por entonces debió de darse cuenta de que la situación carecía
de una verdadera magnitud trágica, el día en que no conseguí entrar en la Phi
Beta Kappa sí que marcó el final de algo para mí, y es posible que ese algo se
pueda describir como inocencia. Perdí la convicción de que todos los semáforos
se me iban a poner en verde, esa agradable certidumbre de que las virtudes más
bien pasivas que me habían granjeado la aprobación general durante mi infancia
no solo me garantizaban de forma automática las llaves de la Phi Beta Kappa,
sino también la felicidad, el honor y el amor de un hombre bueno; perdí cierta
fe conmovedora en el poder totémico de las buenas maneras, del pelo limpio y de
mis elevadas puntuaciones en la escala Stanford-Binet de inteligencia. Yo había
adscrito mi amor propio a tan dudosos amuletos, y aquel día afronté el temor
perplejo de quien se acaba de encontrar con un vampiro y no tiene ningún
crucifijo a mano.
Aunque verse obligado a contemplarse
a uno mismo es, en el mejor de los casos, un asunto incómodo, casi tanto como
intentar cruzar una frontera con documentación prestada, ahora me parece que es
la única condición necesaria para sentar las bases de un verdadero amor propio.
A pesar de la mayoría de nuestros lugares comunes, el autoengaño sigue siendo
el engaño más difícil de vencer. Los trucos que funcionan con los demás no
sirven de nada en ese callejón trasero bien iluminado donde uno tiene las citas
consigo mismo: aquí no funcionan las sonrisas seductoras, ni tampoco las pulcras
listas de buenas intenciones. Uno se limita a barajar sus propias cartas
marcadas de forma teatral pero en vano: el gesto amable hecho por las razones
incorrectas, el triunfo aparente que no costó esfuerzo alguno, el acto
aparentemente heroico que uno acabó realizando por vergüenza. Lo más desolador
es que el amor propio no tiene nada que ver con la aprobación de los demás, a
quienes, a fin de cuentas, no cuesta mucho engañar; y tampoco tiene nada que
ver con la reputación, que, como le dijo Rhett Butler a Scarlett O’Hara, es
algo que la gente con coraje no necesita.
Que te falte amor propio, en cambio,
equivale a ser el espectador solitario e involuntario de un documental
interminable que detalla tus propios fracasos, tanto los reales como los
imaginarios, con escenas nuevas añadidas en cada pase. Aquí está el cristal que rompiste en un ataque de rabia, aquí está el
dolor en la cara de Fulano; fíjate ahora en la siguiente escena, la noche en
que Mengano regresó de Houston, mira cómo la cagaste. Vivir sin amor propio
es pasarte la noche en vela, sin que te puedan ayudar ni la leche caliente ni
el fenobarbital ni la mano que descansa sobre la colcha, contando tus pecados
por acción y por omisión, las confianzas traicionadas, las promesas sutilmente
rotas y los dones irrevocablemente desperdiciados por pereza o cobardía o
dejadez. Por mucho que lo pospongamos, al final siempre acabamos acostados
solos en esa cama notoriamente incómoda, la que nos hemos hecho nosotros
mismos. El que durmamos o no en ella depende, por supuesto, de si tenemos amor
propio o no.
Alegar que existe una gente harto
improbable, una gente que es incapaz de
tener amor propio, y que no tiene problema alguno para dormir, es no haber
entendido nada, en la misma medida en que no ha entendido nada quien piensa que
el amor propio está necesariamente relacionado con el hecho de llevar alfileres
de gancho en la ropa interior. Existe la extendida superstición de que el «amor
propio» es una especie de encantamiento contra las serpientes, algo que
mantiene a quienes lo poseen encerrados en un Edén inmaculado, lejos de las
camas de los desconocidos, de las conversaciones ambivalentes y de los
problemas en general. No es así en absoluto. No tiene nada que ver con el
aspecto de las cosas, sino con una paz distinta, un tipo de reconciliación
privada. Aunque el descuidado y suicida Julian English de Cita en Samarra y la descuidada e incurablemente deshonesta Jordan
Baker de El gran Gatsby parecen
candidatos igual de improbables para el amor propio, Jordan Baker lo tiene y
Julian English no. Gracias a ese talento para adaptarse que a menudo se ve más
en las mujeres que en los hombres, Jordan crea sus propias normas, pacta su
propia paz y evita toda amenaza a esa paz: «Odio a la gente descuidada —le dice
a Nick Carraway—. Para que haya un accidente hacen falta dos».
Igual que Jordan Baker, las personas
con amor propio tienen el coraje de equivocarse. Conocen el precio de las
cosas. Si deciden cometer adulterio, luego no se van corriendo, con un ataque
de mala conciencia, a recibir la absolución del cónyuge traicionado; tampoco se
quejan indebidamente de la injusticia ni de la vergüenza inmerecida de que los
declaren corresponsables. En resumen, la gente con amor propio es gente dura,
tiene algo así como agallas morales; hace gala de eso que antes se llamaba carácter, una cualidad que, aunque en
abstracto se aprueba, a menudo pierde terreno en favor de otras virtudes
negociables de forma más instantánea. La prueba de que está perdiendo prestigio
es que hoy día solo se suele pensar en el carácter en relación con niños feos y
con senadores de Estados Unidos que han sido derrotados, preferiblemente en
primarias, cuando se han presentado a la reelección. Pese a todo, el carácter
—la voluntad de aceptar la responsabilidad de la propia vida— es el lugar donde
brota el amor propio.
El amor propio es algo que nuestros
abuelos conocían perfectamente, da igual que lo tuvieran o no. Ya de jóvenes
les habían inculcado cierta disciplina, la conciencia de que uno vive haciendo
cosas que no tiene un especial deseo de hacer, dejando de lado los miedos y las
dudas y sopesando las comodidades inmediatas en relación con otras comodidades
mayores que hasta pueden ser intangibles. En el siglo XIX les parecía
admirable, pero no extraordinario, que Gordon Bajá se pusiera un traje blanco
limpio y defendiera Jartún contra los derviches; tampoco les parecía injusto
que la forma de liberar tierras en California requiriera muertes y dificultades
y suciedad. En un diario escrito en el invierno de 1846, una chica emigrante de
doce años llamada Narcissa Cornwall anotaba fríamente: «Padre estaba ocupado
leyendo y no se dio cuenta de que la casa se estaba llenando de indios
desconocidos hasta que madre lo mencionó». Aun sin tener ni idea de lo que
madre dijo, es imposible no dejarse impresionar por el incidente: el padre
leyendo, los indios entrando en la casa, la madre eligiendo palabras que no
suscitaran alarma y la niña registrando con diligencia el acontecimiento y
anotando más adelante que aquellos indios en concreto no eran, «por suerte para
nosotros», hostiles. Los indios no eran más que una parte de lo donnée. Bajo una apariencia u otra, los
indios siempre lo son. Nuevamente, la cuestión se reduce a reconocer que
cualquier cosa digna de ser poseída tiene un precio. La gente con amor propio
está dispuesta a aceptar el riesgo de que los foráneos vayan a ser hostiles, de
que la empresa vaya a entrar en bancarrota, de que la relación pueda no
resultar ser de esas en que todos los
días son una fiesta porque tú estás conmigo. Están dispuestos a invertir
algo de sí mismos; puede que decidan no jugar, pero cuando juegan saben lo que
está en juego.
Esa clase de amor propio es una
disciplina, un hábito mental que no se puede fingir, solo se puede desarrollar,
adiestrar y obtener por medio de la persuasión. Una vez alguien me sugirió que,
como antídoto al llanto, metiera la cabeza dentro de una bolsa de papel. Se da
el caso de que dicho ejercicio tiene una razón fisiológica sólida, algo
relacionado con el oxígeno, pero da igual, porque solo el efecto psicológico ya
es incalculable; resulta extremadamente difícil seguir imaginándote que eres la
Cathy de Cumbres Borrascosas cuando
tienes la cabeza dentro de una bolsa de Food Fair. Lo mismo se puede decir de
todos los demás pequeños actos de disciplina, intrascendentes en sí mismos;
imaginen mantener cualquier clase de embelesamiento, conmiserativo o carnal,
bajo una ducha fría.
Sin embargo, esos pequeños actos de
disciplina solo son valiosos en la medida en que representan a otros mayores.
Decir que Waterloo se ganó en los campos de juegos de Eton no equivale a decir
que a Napoleón lo hubiera salvado un curso rápido de críquet; organizar cenas
de gala en la selva no tendría ningún sentido si no fuera porque las velas que parpadean
sobre las lianas evocan disciplinas más profundas y fuertes y unos valores
inculcados mucho antes. Es una especie de ritual que nos ayuda a recordar
quiénes somos y qué somos. Y a fin de recordarlo, hay que haberlo conocido.
Si tienes ese sentido del valor
intrínseco de ti mismo que constituye el amor propio, se puede decir que
potencialmente no te falta nada: ni la capacidad de discernir ni la de amar ni
la de permanecer indiferente. Que te falte, en cambio, equivale a estar encerrado
dentro de ti mismo y ser paradójicamente incapaz tanto de mostrar amor como
indiferencia. Si no tenemos amor propio, por un lado estamos obligados a
despreciar a quienes tienen tan pocos recursos como para confraternizar con
nosotros y tan poca percepción como para no ver nuestras fatídicas debilidades.
Por otro lado, nos encontramos peculiarmente sometidos a todo lo que vemos y
extrañamente decididos a encajar —dado que la imagen que tenemos de nosotros
mismos es insostenible— en las falsas nociones de nosotros que tienen los
demás. Nos engañamos pensando que esta compulsión de agradar a los demás es un
rasgo atractivo: el quid mismo de la empatía imaginativa, la prueba de nuestra
voluntad de dar. Por supuesto que yo
haré de Francesca cuando tú hagas de Paolo, y que haré de Helen Keller cuando
cualquiera haga de Annie Sullivan: no hay expectativa equivocada ni rol
demasiado ridículo. Y a merced de dichas nociones, no podemos hacer nada más
que llenarnos de desprecio y representar papeles condenados al fracaso antes
incluso de empezar, y cada fracaso generará un plus añadido de desesperación
ante la necesidad de adivinar y satisfacer la siguiente demanda que se nos
plantee.
Se trata de ese fenómeno que a veces
se conoce como «alienación de uno mismo». Es sus fases más avanzadas, ya no
contestamos al teléfono porque alguien podría querer algo de nosotros; la
posibilidad de decirles que no sin
ahogarnos a nosotros mismos en un mar de reproches resulta impensable en este
juego. Cada encuentro exige demasiado, rompe los nervios y drena la voluntad, y
el espectro de algo tan pequeño como una carta sin responder genera una culpa
tan desproporcionada que ya resulta imposible responderla. Asignarles a las
cartas sin responder su importancia real, liberarnos de las expectativas ajenas
y devolvernos a nuestras propias manos: en ello consiste el enorme y singular
poder del amor propio. Sin él, uno termina por descubrir la última vuelta de
tuerca: que uno se ha escapado para encontrarse a sí mismo y ahora se encuentra
la casa vacía.
1961
en Los que
sueñan el sueño dorado, 2012
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