viernes, mayo 14, 2021

«Elecciones en Chile: un serpenteante sendero», de Rafael Bielsa






Un total de 14.900.089 chilenos y chilenas está en condiciones de sufragar el 15 y el 16 de mayo, unos comicios en los que se elegirá a los gobernadores regionales –que reemplazarán a los 16 «intendentes» −, alcaldes de 346 comunas, alrededor de 2.300 concejales de entre 13.774 postulantes, y a los 155 integrantes del congreso constitucional –dentro de los cuales hay 17 plazas reservadas a los pueblos originarios−, organismo que tendrá como misión redactar una nueva carta magna.

Los devotos del lugar común o los fatalistas expresivos dirían que «la fiesta de la democracia» está en ciernes. Si ésta lo es en la substancia, no sucede lo mismo en las formas: el ventarrón del coronavirus barrió con la gerontocracia y el fetichismo publicitarios. Por las calles de Santiago apenas si hay carteles, volantes, quioscos, verbenas o mítines dedicados al tema. En cambio, la pantalla del ordenador, y los medios de comunicación recogen las linduras y las basuras de la calle ayer a oscuras (y hoy también). Las bombillas, si las hay, alumbran entre cuatro paredes y flanqueadas por variados barbijos, que van del animal print al neo-expresionismo de Basquiat. No se ve a nadie colgando de un cordel, de esquina a esquina, un cartel.

La bomba de racimo que cayó sobre Chile el 18-O de 2019, además de motivar alrededor de una treintena de libros muy interesantes (para hablar de los leídos en lugar de citar los sospechados: desde Pensar el malestar de Carlos Peña, hasta La revolución del malestar, de Gonzalo Rojas-May), pudo ser encauzada a través de canales institucionales.

Los instrumentos fueron: el plebiscito revocatorio de la Constitución «de» Pinochet (prestando oídos a voces que durante años habían sonado en sordina); la devolución de las 3/10 partes de sus aportes a los cotizantes en las aseguradoras de fondos de pensión por capitalización (un alivio no definitivo para los que corrían para vivir materialmente mejor, pero se angustiaban por los costos emocionales y relacionales que pagaban); y por la invención de diferentes rituales sociales mediante los que la sociedad civil reclamó una participación más activa y directa en los asuntos que la afectan, cuestionando a la debilidad de las estructuras de mediación política (las paredes de Santiago son los tapices de esos exorcismos y herejías plebeyas). Habrá más razones, pero no todas las hipótesis en competencia son incompatibles.

En el plebiscito no se superó la «vara de los 7 millones», aunque aquella vez en condiciones sociales excepcionales: la pandemia, los focos de violencia, y la percepción de derrota anticipada del «rechazo», tres elementos persuasivos para quedarse en casa.

Ahora, con voto voluntario, complejo –por el volumen y la variedad de la oferta–, y en plena monarquía absolutista de los recaudos sanitarios, los quince millones de potenciales votantes podrán resolver por gobernadores (por primera vez se elegirá a las máximas autoridades regionales, que hasta ahora se denominaban intendentes y eran designadas por el Poder Ejecutivo), alcaldes (en un escenario nuevo, con el debut de la ley que limita la reelección y que provocará que figuras emblemáticas -con más de tres periodos- deban estacionar sus osamentas en el Viejo Hospital de los Muñecos), concejales municipales (fiscalizan la gestión del alcalde, dictan ordenanzas, aprueban el plan de desarrollo comunal), y congresales constituyentes (que harán ex novo una flamante ley suprema).

La Constitución Política de la República de Chile (la «de» Pinochet), aunque sucesivas reformas lograron purgarla de los elementos más decididamente autoritarios, es sentida como un legado ilegítimo, que conlleva un modelo de injusticia en la distribución de la renta.

El pueblo judío, en los tiempos del Antiguo Testamento, sacrificaba un chivo, a fin de purificar las culpas ante los ojos de Dios (Levítico 16). De allí viene la expresión «chivo expiatorio». A lo largo de la historia de la civilización, diversos sujetos u objetos fueron ocupando el lugar donde, los afectados por alguna aflicción, redirigían la agresión. De este modo, la constitución «de» Pinochet –que sostiene la concepción de una democracia «protegida de la irracionalidad del pueblo», y el papel subsidiario del Estado, que sólo supervisa a los particulares que proveen lo que en otras latitudes son derechos sobre bienes básicos–, fue tanto motivo de irritación en su vigencia como válvula de escape en el serpenteante camino de su aniquilación. Un animal anfibológico, mitad demonio y mitad mesías.

Rolf Luders, el «chicago-boy» alfa y exministro de Economía del régimen militar, sostiene que el problema está en las expectativas. «Muchos creen −erróneamente por supuesto– que es posible resolver el problema económico del país de un día para otro, y los políticos en sus campañas han estado alimentando tales falsas expectativas». Es sabido que el 18-O comenzó con un aumento de 30 pesos chilenos en el pasaje del metro, algo menos de cuatro centavos de dólar. Una parte significativa de la población le contestó al economista: «No fueron los 30 pesos, son los 30 años».

Las elecciones del 15 y el 16 de mayo son otro paso en una larga marcha. Un soberbio desafío para este magnífico pueblo, telúrico, tenaz y disconforme. Porque me une el afecto, tengo que recordar algo obvio que me indica la experiencia: las constituciones son un pacto de convivencia, pero no crean bienestar ni tampoco riqueza.




Santiago de Chile, 14 de mayo, 2021








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