lunes, diciembre 21, 2020

“Navidad para todos”, de Lorrie Moore





Ay. Las fiestas con nuestro hijo de dos años y medio. A pesar de nuestras costumbres anticeremonia, es el momento de hacer algo conmemorativo en casa. Existe, después de todo, la posibilidad de que, con dos años, recuerde estas como sus primeras “fiestas”. El hogar es invadido por la ansiedad de la performance. Si celebramos una fiesta, tenemos que celebrar todas; Janucá para mi esposo, Kwanzaa para mi hijo y, por supuesto, Navidad (pienso de forma gentil) para todos. Nuestra familia es una improvisación... “¿Realmente tenemos que celebrar Kwanzaa? En realidad es solo un invento”, dice mi esposo. “Es artificial”.

“¿No como Santa Claus que es tan natural?”. Tengo un libro sobre Kwanzaa. Una vez lo abrí y miré varias ilustraciones sobre artesanías para hacer en casa, luego lo cerré transpirada. Necesito más ayuda con esto. La indiferencia de mi esposo respecto a las fiestas ahora me parece pereza. No tiene la más mínima idea de cuándo empieza Janucá este año. De repente, me encuentro diciendo: “¿Por qué la shikse tiene que sacar la menorah todos los años? ¿Por qué la shikse tiene que encender las velas?”.

Todo lo que nuestro hijo de dos años quiere para las fiestas es chicle. Vio un chicle en la boca de una niñera una vez, y desde entonces hace su propia campaña radial de niño de dos años. ¡Chicle, chicle, chicle! Estudia mi boca en busca de movimientos reveladores... Si me muerdo la lengua o si la tengo contra la mejilla, dice, esperanzado, “Mami, ¿qué hay en tu boca?, ¿tienes chicle?”.

Este año –estamos en 1996– conseguimos un árbol de Navidad levemente deshidratado, lo ponemos cerca del radiador y lo decoramos de forma salpicada y loca. La mañana siguiente, se caen todas las agujas. El árbol ahora se parece a una antena gigante. La noche de Navidad, prendemos un fuego, después lo apagamos con una toalla vieja húmeda, al darnos cuenta, llenos de temor, de que no hemos limpiado la chimenea en cinco años. Luego se rompe la caldera. Enchufamos las estufas individuales. Pedimos comida china.

Solo entonces, cuando casi todo está perdido y me siento tan inesperadamente triste, me doy cuenta de que me enloquece la hermosa Navidad falsa que el comercio alemán-estadounidense elaboró para nosotros años atrás. En realidad me gustan las compras, los envoltorios de los regalos, los villancicos... Me gustan los milagros inventados de las fiestas, la amabilidad y las transformaciones inesperadas; al menos como las muestran en los especiales de televisión. Y, cuando miro por la ventana y veo solo aguanieve, me doy cuenta de que incluso me gusta la nieve. ¿Dónde está ahora la perfecta y encantadora Navidad? ¿En las fogatas de quién están tostándose esas malditas castañas? Tengo una debilidad por la ficción, propia de una escritora de ficción. Es un riesgo profesional.

–Bueno –digo, mientras sirvo castañas de agua rebanadas, en lugar de las tostadas. ¿Acaso puedo servir también un poco de ánimo?–. ¡Feliz Navidad para ustedes! ¡Feliz, feliz, feliz Navidad!

Nuestro hijo de dos años observa mis labios y mi mandíbula. Levanta las cejas, los ojos cómplices y brillantes.

–¿Mami? –dice–, ¿tienes chicle?

 

 

1997 

en A ver qué se puede hacer (Ensayos, reseñas y crónicas), 2018











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