Algunas de estas mujeres son muy buenas costureras y te preguntas: ¿Por qué se han apuntado a unas clases de costura para principiantes? Me gusta creer que porque tienen la autoestima muy baja. Son mujeres que parecen tener todo controlado y que han nacido para que las demás parezcamos torpes, pero, en el fondo, tienen una visión casi psicóticamente retorcida de sí mismas. Al menos, yo soy consciente de mi nivel técnico. Soy una costurera malísima. Aunque, curiosamente, no soy la peor de la clase: la pequeña asiática que se sienta cerca de mí es la peor de todas. Yo estaba convencida de que ella sería una buena costurera porque la mayor parte de la ropa que se vende en el mundo la confeccionan mujeres asiáticas y también porque ¿quién tiene ventaja a la hora de hacer un kimono, yo o alguien que es de China o de Japón? No veas lo que me enseñó sobre prejuicios raciales. ¿Intenta coser una bata tipo kimono o piensa acaso que confeccionamos camas para perros? Solía alterarme mucho por su culpa, ya que me maravillaba la manera que tenía de interpretar las explicaciones. Por ejemplo, si la profesora decía: Recorten la tela que les sobre, ella doblaba la tela de franela rosa por la mitad, la sujetaba con alfileres y volvía a sentarse, a la espera de la siguiente indicación. ¿Qué sucede cuando haces exactamente lo opuesto de lo que te dicen que hagas? ¿Cómo sabía ella cuándo había terminado? Y ¿por qué nadie hacía nada al respecto? ¿Debería hacer yo algo? ¿Qué debería hacer? Entonces, un día se me acercó la profesora y me dijo que tenía que descoser las cinco últimas puntadas. Quise gritar: ¿Mis puntadas? Al menos, las puntadas que yo doy son para coser prendas para bípedos, ¿qué hay de sus cinco últimas puntadas? Justo en ese momento, como si la profesora hubiese leído en mi mente, puso la mano en el hombro de aquella mujer y le dijo: Sue, qué artista es usted. Y Sue se rio y la profesora se rio y ambas se rieron. Qué le vamos a hacer. Por supuesto, yo no sé nada de nada. No importa, porque ni siquiera acudo a esas clases para aprender a coser. Voy por motivos personales.
Él cree que no entiendo de computadoras, pero sé lo suficiente como para saber que se pasa todo el día mandando y recibiendo correos electrónicos. Sé la diferencia que existe entre una hoja de cálculo electrónica y Eudora. No se molesta siquiera en bajar el volumen del computador, de modo que, durante todo el día, me llega el tono de «tienes un correo». Y yo tengo que fingir que es el sonido del programa de contabilidad. Puedo saber cuándo recibe uno bueno, uno de sexo, porque se relaja y disimula ante mí, para contrarrestar la furia de su corazón. Y no lo digo de manera poética: puedo ver que su corazón palpita y se le mueve el bolsillo de la camisa. Conozco muy bien a este hombre. No me deja ni a sol ni a sombra. Soy su secretaria.
Antes alquilaba dos oficinas: la suya y una diminuta para mí. Pero, desde que me aseguró que las cosas estaban poniéndose difíciles, compartimos oficina. Difíciles. A trece le suma setenta y dos. Dos más tres son cinco, revisa el correo, uno más siete son, revisa el correo, ocho, revisa el correo, que hace un total de, quién demonios soy yo después de todo, ochenta y cinco. Así es como reparte el día, de la manera más penosa posible, momento a momento. Un hombre de verdad le pegaría un tiro a esa forma de vida para evitarle así el sufrimiento. O una contabilidad mejor podría contabilizar algo, en vez de contratar a otro contable un poco más barato para llevarle la contabilidad, y salir raspando con la diferencia. Finges sorpresa, pero está claro que lo sabes. Los contables siempre hacen eso, igual que ocurre en los restaurantes hindúes. ¿Sag paneer? Buena elección. El camarero le pasa el pedido al cocinero, el cocinero se lo pasa al pinche, el pinche corre manzana abajo y pide el plato de sag paneer en otro restaurante hindú de baja calidad que prepara comida para llevar. Ésa es la razón por la que en los restaurantes caros tardan tanto en servirte la comida. Todo se debe a esas carreras de aquí para allá. En este caso, yo soy el pinche, soy la que contrata al verdadero contador, evitándole a él la humillación. Habría que preguntarse por qué alguien hace algo así, tomarse la molestia de fingir que es contador, cuando sería mucho más fácil no serlo. Pues porque te ves obligado, dices que lo harás y tienes que hacerlo, y los demás esperan que lo hagas y te parece más fácil hacerlo que no hacerlo. Creo que mi jefe le dijo a ella que era contador en su primera cita. Después encargó unas tarjetas de visita que decían: rick marasovic, contador. Tel. 236-4954, y le dio una. Después de las tarjetas, compró un teléfono para contactar con ese número, después llegó una mesa para el teléfono, después una oficina para la mesa, y después llegué yo. De modo que, en cierto sentido, ambos trabajamos para ella.
Quería saber quién era ella. ¿Era aterradoramente hermosa? ¿Era tan ignorante que se merecía no saber la verdad? ¿Era también una mentirosa y ambos mentían? No creo en la psicología, que pregona que todo cuanto haces lo haces en tu propio beneficio. Eso es completamente falso. Somos animales sociales, y todo lo que hacemos lo hacemos por los demás, porque los amamos o por lo contrario. Ella nunca fue a la oficina, pero a veces llamaba por teléfono. Por lo general, él me decía que le dijera que no estaba allí.
Oficina de Rick Marasovic.
Dana, soy Ellen.
Hola, Ellen.
(Rick, con un movimiento de cabeza, dice si está o no).
¿Está Rick?
No, no está. ¿Quieres que le diga algo?
¿Puedes decirle que recoja las esencias de flores
cuando venga de camino a casa?
cuando venga de camino a casa?
¿Qué es eso?
Un tipo de medicina que me hacen con flores destiladas.
¿Como el agua de rosas?
Bueno, en este caso es mímulo rosa.
¿Y para qué es la medicina?
Para superar la vergüenza corporal.
Ah. Se lo diré.
(Otra conversación).
Hola, ¿está Rick?
No, no está. ¿Quieres que le diga algo?
¿Puedes decirle que me llame lo antes posible?
¿Dónde es el incendio?
¿Qué?
¿A qué viene tanta prisa?
No sé qué hacer.
Ah. Se lo diré.
Así que, a lo largo de los años, llegué a conocerla. No de la manera en que lo conocía a él. A ella no le veía las diminutas gotas de sudor que aparecían y desaparecían en su cara a lo largo del día. Pero, al igual que la hiedra, crecemos allá donde encontramos un hueco. Y me daba la impresión de que ella tenía un hueco para mí. Nunca se despedía en medio de esos silencios que invitan a despedirse. Nunca preguntaba, aunque tampoco cejaba. Esa es la cualidad que más aprecio en una persona: la de no cejar. Hay gente que necesita que desenrollen una alfombra roja ante ella para acceder a la amistad. Ese tipo de gente no ve las minúsculas manos que se extienden a su alrededor, por todas partes, como si fuesen las hojas de un árbol.
Oficina de Rick Marasovic.
Dana, soy Ellen.
Hola, Ellen.
¿Está Rick?
Acaba de salir. ¿Quieres que le diga algo?
¿Te importa decirle que volveré a casa tarde?
¿Por qué tan tarde?
Porque tengo clase de costura para principiantes.
¿Dónde?
En el Centro de Educación de Adultos.
Ah. Se lo diré.
Era una mano extendida, la palma seca y abierta de una mujer, y yo la estreché. Me fui a casa más temprano de lo habitual para revisar el departamento antes de ir a clase. Quería mirarlo todo a través de sus ojos. Siempre lo hago antes de que alguien nuevo entre en mi vida. Intento hacerme una idea de quién soy yo para que a esa persona le resulte más fácil conocerme. Recorrí el departamento, mirándolo a través de los ojos de alguien que se avergonzaba de su cuerpo y que se interesaba por la costura. Cambié de sitio algunas cosas en la cocina y arrojé mi mejor jersey en la cama como un detalle informal. Limpié de polvo el televisor, aunque desordené los papeles que había encima del escritorio. Ella no vendría a mi casa, pero yo volvería aquí después de haberla conocido, y sabía que me agradecería a mí misma aquella previsión.
De entrada, no tuve claro quién era Ellen, porque al inicio de la clase no hicimos ningún juego de presentación. Pasada una cierta edad, se renuncia a esos juegos, algo lamentable para alguien como yo, porque me encanta eso de formar parte de un círculo de gente y decir algo de ti misma. Ojalá hubiese una clase en que pudiésemos estar siempre en círculo, sin parar, hasta que todas nos contásemos todo sobre nosotras mismas. La clase de costura estaba dispuesta en filas, de modo que resultaba muy difícil ver la cara de todas. Había catorce máquinas de coser Singer, modelo Scholastic, y cada una de nosotras estaba sentada frente a la suya. No sé por qué razón, yo no había contado con las máquinas. Me había imaginado aguja e hilo y mujeres sentadas alrededor de un círculo cosiendo y hablando. Supongo que eso es más propio de esas reuniones que se organizan para hacer edredones de patchwork. Pero, cuando la profesora se detuvo con cada una de nosotras para comprobar cómo cosíamos una línea recta, agucé el oído y la suave cabellera castaña que estaba delante de mí murmuró que tenía problemas para enhebrar la bobina, y «enhebrar la bobina» sonó igual que cuando dijo «mí-mulo rosa». Una preciosa cabeza castaña, un suave cabello castaño, un cabello preciosísimo, una preciosa y suave cabeza. Al día siguiente, en el trabajo, lo miré como si fuera la primera vez. Trataba de encontrarle algún encanto, algo acorde con tal suavidad. Quizá lo tenía, no digo que no, pero yo no alcanzaba a verlo porque hay que tener en cuenta que, en cierto modo, lo odiaba.
El fin de semana siguiente compré una tela de cuadros rojos y azules en Fabric Depot. Cuando salía de aquella megatienda, la vi bajarse de su auto. Me detuve, pero caí en la cuenta de que no podía reconocerme porque me sentaba detrás de ella en clase. De modo que no le dije nada. Me llamó la atención que entrase en la tienda con tan poca consciencia de sí misma, como uno de esos animales que aparecen en los documentales sobre la vida salvaje. Al día siguiente, en clase, sacó una tela de lo más impresionante. Tenía unos dibujos de plumas. Todas las clases de pluma de todos los tipos de pájaro que hay en la Tierra. Y, desde mi asiento, parecían fotografías. ¿Se puede hacer algo así? ¿Estampar fotografías en un tejido de franela? La imaginé volando alrededor del mundo, tomando fotografías de todos los pájaros, y ellos volando a su alrededor, enseñándole a volar, y ella volando boca arriba por el aire, sin miedo alguno. Aquella semana siguió teniendo problemas con el carrete de la bobina, igual que yo. Sue sacó el carrete de la bobina y lo puso en el suelo. Sin bobina y con gran confianza. Sue era muy Sue.
Fue Ellen quien tomó la iniciativa. Casi siempre pasa eso, porque soy una mujer corpulenta. Las cosas más pequeñas fluyen hacia las cosas más grandes y, en el caso de los océanos y de los ríos, lo más pequeño se hace uno con lo más grande. Nosotras no nos hicimos una, pero nos presentamos después de clase y le dije que era la secretaria de su marido. Le dije que fue ella la que me impulsó a apuntarme a su misma clase y que confiaba en que llegásemos a conocernos. Es importante entablar amistad sobre la base de la sinceridad. Ella asintió con la cabeza y fue un encanto en todos los sentidos. No estoy hablando de lesbianismo, aunque es algo a lo que no pongo objeciones, y supongo que una mujer podría seducirme si me hiciera un striptease muy lento y muy profesional, bajo la luz de las velas y con un contacto corporal sutil. Estoy abierta a nuevas experiencias, pero no se trataba de nada de ese estilo. Después de aquella segunda clase me acompañó a mi departamento. Se lo enseñé entero y, cuando le echó un vistazo al dormitorio, sus ojos se posaron en mi mejor jersey, ese jersey que dejaba tirado sobre la cama todos los días. Ella dijo: Qué acogedor. Y una sensación de acogimiento nos envolvió a ambas. Cuando vio el escritorio desordenado, dijo que ella era igual que yo, y el televisor no tenía polvo, y yo era fácil de amar. La gente necesita un poco de ayuda porque está demasiado acostumbrada a no amar. Es como cortar la arcilla para hacer otra pieza de arcilla que se funda con ella.
Preparé un zumo de concentrado de naranja y le enseñé el truco de exprimir una naranja natural y añadirle su jugo al concentrado. Eso le quita el sabor a cosa congelada. Le maravilló aquel truco. Me reí y dije: La vida es fácil. Lo que quería decir era: La vida es fácil cuando estás aquí y, cuando te vayas, volverá a ser difícil. Parecía un día de cumpleaños, nuestro primer cumpleaños, y que nosotras mismas éramos los regalos que abriríamos una y otra vez. Una de las cosas que hicimos fue intercambiarnos los zapatos y probárnoslos. Los míos eran casi el doble de grandes que los suyos, pero qué importancia tenía aquello. No fueron solo mis zapatos. Fueron también mis pies y todas las partes de mi cuerpo. Acercó su brazo al mío, y aquello parecía un embrión al lado de un niño. Ellen dijo que quizá estaba creciendo todavía, y juntamos nuestras piernas, y tenían también un tamaño del todo diferente, y nuestra curiosidad fue floreciendo igual que una rosa. Queríamos saber —queríamos saber de verdad— todas las cosas incognoscibles de cada una, lo que teníamos en común y lo que nos diferenciaba, en el caso de que algo nos diferenciase, ya que es posible que nadie se diferencie de nadie. Queríamos arrojar rayos en las aguas oscuras para ver, aunque solo fuese por un instante, el mundo que vive allá abajo, diez millones de especies de colores y formas asombrosas. Muéstranos la vida, ahora. Juntamos nuestros estómagos y nuestros labios, y también tenían un tamaño diferente, pero mis labios eran, más o menos, del mismo tamaño que su oreja. Cuando envolvió mi cintura con su brazo, pareció alargarse y, lo que es aún más importante, daba calor. Crecíamos y nos mirábamos con fijeza. Resultaba increíblemente peligroso mirarnos a los ojos, pero lo hacíamos. ¿Cuánto tiempo puedes estar contemplando a otra persona? Antes de verte obligada a pensar en ti misma, igual que cuando hay que mojar nuevamente el pincel en el tintero. Durante mucho tiempo. No tenías necesidad de más tinta, no había necesidad de nada más, porque ella era tan buena como yo, ella vivía en la Tierra como yo, sufría igual que yo. Fue ella la que desvió la mirada y tiró de la sábana hacia su barbilla.
Después de eso, bebimos más zumo de naranja y le enseñé a hacer cubitos de hielo de zumo de naranja. Pero me dijo que ya sabía hacerlos. Se puso la falda y sus diminutos zapatos. De repente, se había hecho demasiado tarde y vi que el polvo volvía a concentrarse en el televisor. Era probable que nunca más volviese a quitarle el polvo, no tendría una motivación para hacerlo. Aquel pensamiento hizo que me sintiese tan violentamente triste que cogí un paño y empecé a quitarle el polvo en ese mismo instante, y, mientras lo hacía, me dijo: ¿Puedo hacerte una pregunta personal? Le dije: ¿Qué? Y ella preguntó: ¿Tocarías alguna vez a una mujer? Hice una pausa en la limpieza. Aquella no era una pregunta, era una respuesta a la que yo solo podía asentir. Le dije: No, probablemente no, a menos que me hiciera un striptease lento y profesional, y a lo mejor ni con eso. Ella dijo: Yo tampoco. Dejé de limpiar, doblé el paño en cuatro partes y lo estrujé en mi puño. Entonces tuve la sensación de que había bebido demasiado zumo de naranja y que el ácido estaba destrozando mi estómago y quizá también todo lo demás. Me senté y me quedé muy quieta para recordar mi forma humana y para que no se me escaparan los gases. Bajé la mirada hasta mis enormes muslos y me recordaron a su marido. Ella recogía el bolso y las llaves. Me erguí, me acerqué a ella y le dije: Ahora voy a contarte diez verdades sobre tu marido. Levanté un dedo. Número uno, no es contador. Me dijo que eso ya lo sabía y que cuáles eran las otras nueve. Le dije que en realidad solo había una y que las demás estaban relacionadas con la primera. Le pregunté si había pensado en la analogía del restaurante hindú y me preguntó: ¿A qué te refieres? Se lo expliqué y me preguntó si estaba haciendo un chiste racista. Le dije: No, es un hecho secreto y verdadero. Pero ya no nos interesaban a ninguna de las dos los hechos secretos y verdaderos ni ningún tipo de verdad.
Cuando se fue, me quedé de pie en medio del salón y decidí que estaba bien eso de quedarme allí durante todo el tiempo que quisiera. Pensé que tal vez me aburriría, pero no me aburrí, sino que solo conseguí ponerme peor. Seguía agarrando el paño del polvo, y supe que si lo dejaba caer, sería capaz de moverme de nuevo. Pero mi mano estaba modelada para agarrar ese paño sucio de por vida. Había sido su secretaria durante tres años y cada uno de esos años estaba hecho de miles de momentos, todos insoportables, de no haber sido por ella. En aquel momento se hizo patente que nosotros, o al menos yo, habíamos trabajado por ella. Igual que las madres trabajan para dar de comer a sus hijos y los maridos para mantener a su esposa. Noté que los cimientos empezaban a temblar y me dije: corre. Pero me resultaba imposible correr, no podía salir corriendo de ese lugar que me había costado tres años construir. Agarré el paño y dejé que todo lo demás me cayese encima. Las rodillas se me doblaron, caí al suelo. Lloré en inglés, lloré en francés, lloré en todas las lenguas, porque las lágrimas son las mismas en todo el mundo. Esperanto.
Al día siguiente fui al trabajo por curiosidad, igual que la gente que regresa a su ciudad después de una guerra para ver lo que sigue en pie. El dispensador de la cinta adhesiva seguía en su sitio. Allí estaba mi silla y mi escritorio, y él y su escritorio. Pero todo lo demás había desaparecido. Todas las cosas invisibles habían desaparecido y en el lugar que antes ocupaban tan solo había ahora un mal contador y su secretaria. A mediodía se acercó a mi escritorio y me dijo: Ellen me ha dicho que tuvisteis un pequeño tête-á-tête. Le miré la manga de la camisa como si fuera su cara. No se me había pasado por la cabeza que todo aquello hubiese tomado un rumbo tan malo, que la indignidad bailaría sobre un baño de sangre. Ni siquiera sabía lo que significaba «tête-á-tête». En ese momento se me pasó por la cabeza despedirme del trabajo y raparme el pelo y rapárselo a él. Raparnos la cabeza para después mezclar los pelos y quemarlos y, después de aquello, presentar mi renuncia. Pero no hice nada.
El último día de clase tomamos ponche y nos pusimos la bata que habíamos confeccionado. La sacamos de la máquina de coser, la planchamos y nos la pusimos encima de la ropa. Parecíamos un grupo de mujeres que se conocen muy bien. Mujeres que se levantan juntas por la mañana, se desperezan y se ponen su bata. Batas a cuadros, batas fucsia y su bata con estampado de plumas. Me mantuve alejada de ella y ella se mantuvo incluso más alejada de mí. Me acerqué a una mujer, le toqué el cinturón de la bata y le pregunté cómo había conseguido que le salieran tan bien los pespuntes. Me contestó que con la ayuda de un alfiler, que era fácil y que podía enseñarme a hacerlo. Alzó los extremos de mi cinturón, se los llevó al regazo y empezó a estirar los pespuntes. Cada vez que lo hacía enviaba pequeñas vibraciones al cinturón y al contorno de mi cintura. Tenía la esperanza de que Ellen estuviese mirando. Las telas de franela contagiaban su suavidad al aire y daba la impresión de que amortiguaban el frío que hacía en aquel Centro de Educación de Adultos. Dos mujeres, con mucha ternura, le secaban con unos pequeños toques el pecho a una tercera mujer a la que se le había derramado encima el ponche. Varias mujeres jóvenes se trenzaban el pelo las unas a las otras. Pero el linóleo que había entre Ellen y yo permanecía delimitado y encerado. De repente, Sue salió del cuarto de baño desnuda, con la bata en la mano. Se había dado cuenta de que no podía ponérsela porque no era una bata propiamente dicha; no era nada. Todas las mujeres dejaron lo que tenían entre manos y se quedaron mudas. Ellen y yo nos lanzamos una mirada rápida. Nos recordó nuestra desnudez, como si se tratase de la conquista de algo que flotaba en el aire. Sus ojos no expresaban disculpa, amor ni cariño. Pero ella me veía, yo existía, y aquello hizo que mis hombros se irguieran. Tan sencillo como eso. Sue cruzó la habitación con descaro y puso el bulto de franela en medio del suelo, como si fuera un enjambre rosa o un gigantesco bulbo de tulipán. Todas las mujeres nos congregamos a su alrededor igual que si fuera una fogata y, aunque sabíamos que el fuego no se puede tocar, no podíamos apartar la mirada de él.
en Nadie es más de aquí que tú, 2009
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