I
Cuando descorrió las cortinas, la luz lo cegó por un
instante. Reconoció el valle y las montañas grises a lo lejos; el sabor de los
sueños, que él había aprendido a retener en la memoria, se apagó en su boca.
Desde la línea de palmas que cortan por la mitad el valle y ocultan el lecho
del río, llegaba la voz de los niños invisibles que juntaban piedras para
levantar torres y muros. Alzó los ojos para mirar al cielo, y después de
pensar: «Cada día que pasa se ve como si estuviera más lejos», se volvió,
arrastró los pies por la alfombra, y volvió a tumbarse en la cama. Alargó el
brazo y alcanzó uno de los libros que yacían cubiertos de polvo. Lo abrió, y
antes de haber leído la primera frase, lo dejó caer al suelo.
II
Por primera vez esa tarde sintió la tristeza
absoluta. Cuando el sol se puso, salió de la casa, y oyó su propia voz que
decía: «¡Dios mío!». Varias veces había sentido el silencio, pero por primera
vez esa noche deseó que su encanto durase por siempre, a su alrededor, sobre el
valle, y si fuese posible, por encima del cielo. Anduvo hasta llegar a la torre
más alta que habían construido los niños. Miraba fijamente la arena, y sintió
el calor que su cuerpo despedía.
Cuando se dio cuenta de que una mujer lo miraba
desde el otro lado del cauce vacío, deseó que la corriente existiera, pues
quería estar solo. Ella le sonrió abiertamente. La sal y la arena crujieron
bajo sus pies; la mujer se acercó y se detuvo a su lado. Luego se agachó y
recogió del suelo una piedra redonda. Abriendo la mano, la ofreció al hombre.
Él la aceptó, y extendió su capa en el suelo, y los dos se sentaron. En ese
momento una voz se levantó a lo lejos (era el nombre de Dios) y el hombre se
puso de pie. Se anudó la capa alrededor del cuello y corrió de vuelta a la
aldea. Antes de pasar bajo el arco de barro, soltó la piedra que tenía en la
mano y la oyó caer en el suelo. Al doblar una esquina calle arriba, vio una luz
reverberar en el muro. Había un broche blanco entre dos ladrillos. Lo tomó, y
se prendió la capa con él. Cuando llegó a su casa, su madre le preguntó:
—Ese broche, ¿dónde lo encontraste?
—Me lo dio una mujer —respondió él—. Nos conocimos
hoy en el mercado.
Se sentó a la mesa y empezó a comer.
III
Cuando terminó de comer se encerró en su cuarto.
Se acercó a la ventana, y recordó que el blanco de
sus ojos comenzaba a mostrarse bajo sus pupilas. «No estoy bien —reflexionó—.
¿Por qué?». Hubiese querido orar, pero no le fue posible. Sin embargo, juntó
las manos y se tocó la frente. El viento soplaba con fuerza, e imaginó que la
tierra comenzaba a girar más velozmente. «Mañana comienza el invierno
—recordó—. Habrá música a la noche».
Al amanecer, cuando se despertó, tenía las manos
entre los muslos. Se levantó y pasó frente al espejo. Se miró el cabello negro
que le llegaba a los hombros, alargó una mano y rayó el cristal con las uñas.
Luego salió al jardín, y el aire frío llenó sus pulmones. Los árboles cargados
de fruta, el cielo sin color, y, en el camino, el vaivén de su larga sombra,
todo esto ayudaba a aumentar su tristeza. «Quisiera no estar aquí», pensaba.
Imaginaba un lugar imposible, donde no soplara el viento y el alma no
existiese. Después de andar bastante tiempo por la arena, sus piernas se
cansaron. Se tendió junto a un tronco seco, y tocó la superficie áspera y gris
con las manos. Una resina oscura brotaba de la madera. Con dificultad, se
movió, y sus labios se unieron con la sustancia. Sus músculos se ablandaron.
«Ojalá mi vida no fuese así», pensó. Cerró los ojos y dijo: «Aunque esté aquí,
no estoy aquí».
IV
Oyó a sus espaldas una voz que decía su nombre.
Abrió los ojos, volvió lentamente la cabeza, y vio a la mujer que le había dado
la piedra. Aún sentía un enorme cansancio, y un frío interior, semejante al
frío que sigue al llanto. La mujer hizo un gesto amistoso; él apartó la mirada.
Su mejilla rozó la corteza del tronco, y una sonrisa se formó en su cara. Se
puso de pie y empezó a andar aprisa, alejándose de la mujer. Un sonido ronco y
continuo se formaba en su garganta. «Si yo quisiera —se dijo a sí mismo—; pero
no, no lo quiero». Comenzó a correr. Luego se detuvo y sintió el rumor de la
sangre en la cabeza. La mujer, que lo había seguido, se detuvo a su lado. «¿Qué
te pasa?», le preguntó. Él no respondió. La miró a los ojos y, en silencio,
repitió: «Estoy aquí, pero no estoy aquí». Estuvo a punto de decirle algo, pero
fue entonces cuando, a una los dos, miraron en torno: nadie se veía. La mujer
se agachó y dibujó un círculo en la arena, y con el dedo marcó un punto en el
centro. Él, con dificultad, dijo: «Bueno». Comenzaron a caminar uno al lado del
otro. Bajaron siguiendo el lecho del río, y no dejaron de andar después de que
hubo oscurecido.
—Van a creer que hemos muerto —dijo ella.
—¿En el pueblo? —replicó él—. No importa. No
volveremos.
Más tarde llegaron frente a un enorme peñasco, donde
el cauce se dividía. Entonces, desde alguna aldea vecina, llegó débilmente la
voz: «Dios es el más grande». Él se inclinó hasta el suelo y tomó un poco de
arena en las manos. Ella se acostó a su lado y se quitó el lienzo que le cubría
el cabello. Él se acercó más y le dijo: «Ha llovido en las montañas. Tal vez a
la noche baje el río». Y entonces, como el agua con el agua, los dos se
confundieron.
en
1986. Cuentos completos, 2014
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