martes, junio 30, 2020

“El lecho del río”, de Rodrigo Rey Rosa





I
Cuando descorrió las cortinas, la luz lo cegó por un instante. Reconoció el valle y las montañas grises a lo lejos; el sabor de los sueños, que él había aprendido a retener en la memoria, se apagó en su boca. Desde la línea de palmas que cortan por la mitad el valle y ocultan el lecho del río, llegaba la voz de los niños invisibles que juntaban piedras para levantar torres y muros. Alzó los ojos para mirar al cielo, y después de pensar: «Cada día que pasa se ve como si estuviera más lejos», se volvió, arrastró los pies por la alfombra, y volvió a tumbarse en la cama. Alargó el brazo y alcanzó uno de los libros que yacían cubiertos de polvo. Lo abrió, y antes de haber leído la primera frase, lo dejó caer al suelo.


II
Por primera vez esa tarde sintió la tristeza absoluta. Cuando el sol se puso, salió de la casa, y oyó su propia voz que decía: «¡Dios mío!». Varias veces había sentido el silencio, pero por primera vez esa noche deseó que su encanto durase por siempre, a su alrededor, sobre el valle, y si fuese posible, por encima del cielo. Anduvo hasta llegar a la torre más alta que habían construido los niños. Miraba fijamente la arena, y sintió el calor que su cuerpo despedía.

Cuando se dio cuenta de que una mujer lo miraba desde el otro lado del cauce vacío, deseó que la corriente existiera, pues quería estar solo. Ella le sonrió abiertamente. La sal y la arena crujieron bajo sus pies; la mujer se acercó y se detuvo a su lado. Luego se agachó y recogió del suelo una piedra redonda. Abriendo la mano, la ofreció al hombre. Él la aceptó, y extendió su capa en el suelo, y los dos se sentaron. En ese momento una voz se levantó a lo lejos (era el nombre de Dios) y el hombre se puso de pie. Se anudó la capa alrededor del cuello y corrió de vuelta a la aldea. Antes de pasar bajo el arco de barro, soltó la piedra que tenía en la mano y la oyó caer en el suelo. Al doblar una esquina calle arriba, vio una luz reverberar en el muro. Había un broche blanco entre dos ladrillos. Lo tomó, y se prendió la capa con él. Cuando llegó a su casa, su madre le preguntó:

—Ese broche, ¿dónde lo encontraste?
—Me lo dio una mujer —respondió él—. Nos conocimos hoy en el mercado.

Se sentó a la mesa y empezó a comer.


III
Cuando terminó de comer se encerró en su cuarto.

Se acercó a la ventana, y recordó que el blanco de sus ojos comenzaba a mostrarse bajo sus pupilas. «No estoy bien —reflexionó—. ¿Por qué?». Hubiese querido orar, pero no le fue posible. Sin embargo, juntó las manos y se tocó la frente. El viento soplaba con fuerza, e imaginó que la tierra comenzaba a girar más velozmente. «Mañana comienza el invierno —recordó—. Habrá música a la noche».

Al amanecer, cuando se despertó, tenía las manos entre los muslos. Se levantó y pasó frente al espejo. Se miró el cabello negro que le llegaba a los hombros, alargó una mano y rayó el cristal con las uñas. Luego salió al jardín, y el aire frío llenó sus pulmones. Los árboles cargados de fruta, el cielo sin color, y, en el camino, el vaivén de su larga sombra, todo esto ayudaba a aumentar su tristeza. «Quisiera no estar aquí», pensaba. Imaginaba un lugar imposible, donde no soplara el viento y el alma no existiese. Después de andar bastante tiempo por la arena, sus piernas se cansaron. Se tendió junto a un tronco seco, y tocó la superficie áspera y gris con las manos. Una resina oscura brotaba de la madera. Con dificultad, se movió, y sus labios se unieron con la sustancia. Sus músculos se ablandaron. «Ojalá mi vida no fuese así», pensó. Cerró los ojos y dijo: «Aunque esté aquí, no estoy aquí».


IV
Oyó a sus espaldas una voz que decía su nombre. Abrió los ojos, volvió lentamente la cabeza, y vio a la mujer que le había dado la piedra. Aún sentía un enorme cansancio, y un frío interior, semejante al frío que sigue al llanto. La mujer hizo un gesto amistoso; él apartó la mirada. Su mejilla rozó la corteza del tronco, y una sonrisa se formó en su cara. Se puso de pie y empezó a andar aprisa, alejándose de la mujer. Un sonido ronco y continuo se formaba en su garganta. «Si yo quisiera —se dijo a sí mismo—; pero no, no lo quiero». Comenzó a correr. Luego se detuvo y sintió el rumor de la sangre en la cabeza. La mujer, que lo había seguido, se detuvo a su lado. «¿Qué te pasa?», le preguntó. Él no respondió. La miró a los ojos y, en silencio, repitió: «Estoy aquí, pero no estoy aquí». Estuvo a punto de decirle algo, pero fue entonces cuando, a una los dos, miraron en torno: nadie se veía. La mujer se agachó y dibujó un círculo en la arena, y con el dedo marcó un punto en el centro. Él, con dificultad, dijo: «Bueno». Comenzaron a caminar uno al lado del otro. Bajaron siguiendo el lecho del río, y no dejaron de andar después de que hubo oscurecido.

—Van a creer que hemos muerto —dijo ella.
—¿En el pueblo? —replicó él—. No importa. No volveremos.

Más tarde llegaron frente a un enorme peñasco, donde el cauce se dividía. Entonces, desde alguna aldea vecina, llegó débilmente la voz: «Dios es el más grande». Él se inclinó hasta el suelo y tomó un poco de arena en las manos. Ella se acostó a su lado y se quitó el lienzo que le cubría el cabello. Él se acercó más y le dijo: «Ha llovido en las montañas. Tal vez a la noche baje el río». Y entonces, como el agua con el agua, los dos se confundieron.



en 1986. Cuentos completos, 2014











No hay comentarios.: