jueves, abril 30, 2020

“La ocupación de los terrenos”, de Jean Echenoz





Como todo se quemó –la madre, los muebles y las fotografías de la madre- para Fabre y su hijo Paul hubo de inmediato mucho trabajo: toda esa ceniza y ese duelo, cambiarse de casa, correr a las grandes tiendas para rehacerse. Fabre encontró rápidamente algo más pequeño, dos habitaciones con funciones permutables bajo una chimenea de ladrillos cuya sombra daba la hora, y que tenían la ventaja de estar bastante cerca del quai de Valmy.

En la noche, después de la cena, Fabre hablaba a Paul acerca de su madre, la madre de él, de Paul, y a veces incluso empezaba mientras cenaban. Como no había retratos de Sylvie Fabre, él se agotaba tratando de describirla cada vez con mayor exactitud: en medio de la cocina nacían hologramas que se desinflaban a la menor imprecisión. Esto no resulta, suspiraba Fabre mientras se ponía la mano en la cabeza, sobre los ojos, y el desaliento lo adormecía. Muchas veces Paul tuvo que extender el sofá cama, transformando las cosas en dormitorio.

El domingo y también algunos jueves, se iban por el quai de Valmy hacia la calle Marseille, la calle Dieu, a ver a Sylvie Fabre. Ella los miraba desde arriba, les extendía el frasco de perfume Piver, Forvil, ella sonreía en sus quince metros de vestido azul. La rejilla de un tragaluz le perforaba la cabeza. No había otra imagen de ella.

El artista Flers la había pintado sobre el costado de un edificio, justo antes de la esquina de la calle. El edificio era más magro y más sólido, mejor conservado que las viejas construcciones que se apegaban a él, rechinando aterrorizadas por el plan de ocupación de los terrenos. A falta de marquesina, su portal saturado de molduras llevaba el nombre (Wagner) del arquitecto-escultor grabado en rótulo arriba a la derecha. Y el muro en el cual, el artista Flers con todo su equipo, se había esforzado por representar a Sylvie de pie, se erguía sobre un pequeño y rudimentario espacio verde, algo como una plazuela sin adornos, que no cumplía más función que formar la esquina de la calle.

Elegida por Flers, presionada por Fabre, Sylvie había aceptado posar. No le había gustado. Fue tres años antes del nacimiento de Paul, para quien ese muro no era más que un pedazo de vida anterior. Mira un poco a tu madre, se enervaba Fabre, a quien ese espectáculo hacía llorar o llenaba de celo. Pero también podía hacer escándalo, ponerse francamente hostil con la imagen contra la cual rebotaban, como un eco, sus reproches –mientras Paul trataba de moderar a su padre cuando una aglomeración amenazaba formarse.

Más tarde, ya lo suficientemente separado de Fabre como para incluso no hablarse, Paul visitaba a su madre a un ritmo más pausado, dos o tres veces por mes, sin contar las ocasiones en que la casualidad lo llevaba hasta ahí. Desde una cabina situada en el campo visual de Sylvie Fabre, él estuvo a punto de llamar a su padre cuando comenzaron a demoler la vieja cosa insalubre que lindaba con el edificio Wagner. Este quedó solo, erguido como un faro al borde del canal. El abatimiento de la fachada hizo nacer sobre el vestido azul, por efecto de contraste, una pátina y matices insospechados. Era un hermoso vestido azul con escote profundo, era verdaderamente una madre. La cosa vieja fue reemplazada por un edificio dinámico, enteramente blanco, lleno de balconcillos curvos, quedando el otro costado del Wagner felizmente protegido por la perennidad del espacio verde, que formaba un césped subsidiario a los pies de Sylvie.

Por negligencia o en forma deliberada dejaron que ese espacio se deteriorara. Las cosas verdes desaparecieron tragadas por residuos pardos que cubrían un barro del que brotaban chatarras con puntas amenazantes, tendidas hacia el usuario como las garras mismas del tétano. Con facilidad, el usuario se ofende con esas prácticas. Contrariado, el usuario boicotea ese espacio borrado del mundo clorofílico, tampoco manda allí a su descendencia ni menos lleva a defecar a su animal doméstico. Una mañana lo encuentra cercado por una empalizada, avala esa cuarentena con mirada seca, sin preguntarse por quién tomó la iniciativa; su corazón está frío, su conciencia encerrada.

La empalizada finalmente se degradaría: perfecto soporte para afiches e inscripciones contradictorias, integrada al abandono rápidamente se rompió por el desgaste de las cosas. Apacibles los perros venían a orinar sobre las tablas ya saturadas de cola y de tinta, notoriamente descompuestas: desligadas, lo que se adivinaba entre ellas hacía desviar la vista. Con su perfume elevado por sobre la carroña, Sylvie Fabre luchaba contra su desaparición personal, desafiando la erosión eólica con toda la fuerza de sus dos dimensiones. Paul alguna vez vio con mirada inquieta la piedra del muro apartar el azul, surgir desnuda rompiendo un punto del vestido materno; aunque todo eso ocurría de manera lenta y continua.

Basta un objeto para iniciar una cadena, siempre se encuentra uno que engancha al que lo precede, colorea al que lo sigue –así el pochoir [molde de lata con letras recortadas para escribir letreros, avisos, etc.], letrero del permiso de edificación. Desde ese momento todo es muy rápido, alguien que sin duda vendió su alma junto con el espacio, está en el hoyo. Allí estuvo el hoyo, tapizado con esa tierra fresca que hay debajo de las ciudades, no más estéril que otra; hombres tranquilamente equipados con cascos amarillos la removían metódicamente, ayudándose con máquinas, dos bulldozer y una grúa, todos amarillos. Las planchas rotas de la empalizada ardían sin llama en una excavación, echando al aire espirales de humo negros de cola quemada. Tendida sobre postes oxidados, una cinta roja y blanca demarcaba el teatro. Construidos los cimientos, con todos los materiales acopiados, se empezó a levantar la superestructura; había planchas nuevas por todas partes cubiertas por grumos de cemento. Los pisos se tragaron a Sylvie como una marejada. Paul vio una vez a Fabre en la obra; el edificio estaba por llegar al vientre de su madre. En otra oportunidad estaba alcanzando el pecho, el viudo hablaba con un capataz mientras desplegaba calcos milimetrados. Paul se mantuvo a distancia, lejos del alcance de la voz enervante.

En lugar del espacio verde, sería un edificio más o menos idéntico al que había remplazado a la vieja cosa, con bow-windows en vez de balconcillos. Más tarde, ambos serían solidarios guardaespaldas del Wagner conservado, proyectando la intersección de sus sombras protectoras sobre su vieja techumbre de zinc. Pero cuando llegó a los hombros, para un hijo la construcción se hacía insoportable. Paul dejó de visitarla cuando todo el vestido quedó amurallado. Pasaron semanas antes de que volviera al quai de Valmy, por lo demás en forma accidental. El edificio no estaba totalmente acabado, faltaban terminaciones, como se advertía por los sacos de cemento rotos; los vidrios habían sido enmasillados hacía poco, y tenían pintadas cruces blancas para que no se los confundiera con la nada. Era un sepulcro en lugar de una efigie de Sylvie, al que se llega con otro paso, con un modo de andar menos liviano.

Después de la entrada, en medio de un patio embaldosado, una superficie de tierra blanda anticipaba el regreso de la vegetación traicionada. Mientras Paul pensaba en lo que veía, se detuvo detrás de él una mujer que venía por la vereda, levantó los ojos al cielo y gritó, Fabre. Paul, que también lleva ese apellido, se volvió hacia la que aún gritaba Fabre, Fabre, traigo la leche. La voz enervante cayó del cielo, desde una ventana alta situada en medio del cielo: Jacqueline, tú finges. La mujer se alejaba, no se supo quién era. Sube, Paul.

Algunas desgracias debían haber ocurrido mientras dejaron de verse, ya que no había ninguno de esos grandes muebles comprados durante el duelo, lustrosos por el dinero del seguro. No había más que un colchón de espuma, pegado a la muralla del lado derecho, una cocinilla, caballetes con planos encima; y las migas y pelusas de polvo se perseguían sobre el suelo sin terminar. Sin embargo, Fabre se conservaba bien vestido, no temía al agua fría. Había colocado los vidrios a través de los cuales se distinguía el fondo del canal, privado de su líquido debido al vaciamiento que se hace cada tres años: muy pocas armas del crimen se encontraban allí, los únicos esqueletos metálicos eran sillas de fierro y carcazas de bicimotos. Había también llantas y neumáticos, tubos de escape, manubrios; el número de botellas vacías parecía normal, pero, como contrapartida, desconcertaba la cantidad de carros de supermercado. Constelado de caracoles estercorarios, todo eso se mezclaba en el agua cenagosa que bombeaban grandes tubos de anillos viscosos emitiendo, de vez en cuando, ruidos de sifón.

Fabre se había presentado antes que nadie en la oficina de arriendo, antes incluso de la intervención de los pintores, echando una mirada mortecina al departamento piloto. Francamente no lo disuadieron de mudarse de inmediato al cuarto piso lado Wagner, a un estudio situado bajo los ojos de Sylvie, que eran dos lámparas sordas detrás del muro de la derecha. Según calculaba, dormía contra la sonrisa, como en una hamaca suspendido de sus labios; como se lo demostró a su hijo con los planos a la vista. La voz de Fabre expresaba una misión superior, destacando una causa frente a la cual los nervios del hijo podían llevarlo a hacer como el avestruz. Sin embargo, Paul se fue después de veinte minutos.

Juntó algunas cosas y volvió el sábado en la tarde. El padre había hecho algunas compras: otro bloque de espuma, algunas herramientas, mucho yogurt y papas chips, mucha comida ligera. Ninguno contó nada de los últimos años, no hubo recuerdos bajo la ampolleta desnuda; solo hablaron de la necesidad, después del color de una pantalla. Fabre estuvo más locuaz que Paul; antes de dormirse se quejó dulcemente, como para sí mismo, del sistema de calefacción a través de la losa. Mira un poco el sol que tenemos aquí, le dijo también a la mañana siguiente.

El sol barría todo el estudio, como el proyector continuo de un music-hall. Era domingo, afuera los rumores ahogados apenas protestaban, haciendo que casi se los echara de menos. Así como todos los días desocupados, las horas de comida tenderían a deslizarse las unas sobre las otras; se acordó para las 14 horas –enseguida se empieza. Con un sol como este, dijo el padre de Paul, dan ganas de mandarse cambiar. Igualmente hablaron poco sobre las dificultades de su tarea que requería de paciencia y músculos, luego, también, de los escrúpulos de un egiptólogo. Fabre había detallado todas las etapas del proceso en un papel corcheteado a los planos. Almorzaron, entonces, cerca de las catorce horas, pero sin mayor apetito; sus mandíbulas trituraban los momentos, la masticación no era más que el pulso del reloj. En tal cuenta regresiva se puede, antes de tiempo, convocar a su voluntad el cero. Entonces da lo mismo empezar a hacerlo, da lo mismo raspar inmediatamente, no hay necesidad de cambiarse de ropa, desde la mañana vestían largos delantales blancos bordados de vieja pintura, se raspa y estratos de yeso se suspenden al sol, salpicando las frentes, los cafés olvidados. Se raspa, se raspa y muy pronto se respira mal, se traspira, comienza a hacer un calor terrible.
  

1988

Traducción de Cristián Vila R. y Hernán Soto

Primera edición en Chile, 2003
LOM Ediciones












1 comentario:

jorgegene dijo...

Gracias por compartir esta traducción!!!