Como
todo se quemó –la madre, los muebles y las fotografías de la madre- para Fabre
y su hijo Paul hubo de inmediato mucho trabajo: toda esa ceniza y ese duelo,
cambiarse de casa, correr a las grandes tiendas para rehacerse. Fabre encontró
rápidamente algo más pequeño, dos habitaciones con funciones permutables bajo
una chimenea de ladrillos cuya sombra daba la hora, y que tenían la ventaja de
estar bastante cerca del quai de
Valmy.
En la
noche, después de la cena, Fabre hablaba a Paul acerca de su madre, la madre de
él, de Paul, y a veces incluso empezaba mientras cenaban. Como no había
retratos de Sylvie Fabre, él se agotaba tratando de describirla cada vez con
mayor exactitud: en medio de la cocina nacían hologramas que se desinflaban a
la menor imprecisión. Esto no resulta, suspiraba Fabre mientras se ponía la
mano en la cabeza, sobre los ojos, y el desaliento lo adormecía. Muchas veces
Paul tuvo que extender el sofá cama, transformando las cosas en dormitorio.
El
domingo y también algunos jueves, se iban por el quai de Valmy hacia la calle Marseille, la calle Dieu, a ver a
Sylvie Fabre. Ella los miraba desde arriba, les extendía el frasco de perfume
Piver, Forvil, ella sonreía en sus quince metros de vestido azul. La rejilla de
un tragaluz le perforaba la cabeza. No había otra imagen de ella.
El
artista Flers la había pintado sobre el costado de un edificio, justo antes de
la esquina de la calle. El edificio era más magro y más sólido, mejor
conservado que las viejas construcciones que se apegaban a él, rechinando
aterrorizadas por el plan de ocupación de los terrenos. A falta de marquesina,
su portal saturado de molduras llevaba el nombre (Wagner) del
arquitecto-escultor grabado en rótulo arriba a la derecha. Y el muro en el
cual, el artista Flers con todo su equipo, se había esforzado por representar a
Sylvie de pie, se erguía sobre un pequeño y rudimentario espacio verde, algo
como una plazuela sin adornos, que no cumplía más función que formar la esquina
de la calle.
Elegida
por Flers, presionada por Fabre, Sylvie había aceptado posar. No le había
gustado. Fue tres años antes del nacimiento de Paul, para quien ese muro no era
más que un pedazo de vida anterior. Mira un poco a tu madre, se enervaba Fabre,
a quien ese espectáculo hacía llorar o llenaba de celo. Pero también podía hacer
escándalo, ponerse francamente hostil con la imagen contra la cual rebotaban,
como un eco, sus reproches –mientras Paul trataba de moderar a su padre cuando
una aglomeración amenazaba formarse.
Más
tarde, ya lo suficientemente separado de Fabre como para incluso no hablarse, Paul
visitaba a su madre a un ritmo más pausado, dos o tres veces por mes, sin
contar las ocasiones en que la casualidad lo llevaba hasta ahí. Desde una
cabina situada en el campo visual de Sylvie Fabre, él estuvo a punto de llamar
a su padre cuando comenzaron a demoler la vieja cosa insalubre que lindaba con
el edificio Wagner. Este quedó solo, erguido como un faro al borde del canal.
El abatimiento de la fachada hizo nacer sobre el vestido azul, por efecto de
contraste, una pátina y matices insospechados. Era un hermoso vestido azul con
escote profundo, era verdaderamente una madre. La cosa vieja fue reemplazada
por un edificio dinámico, enteramente blanco, lleno de balconcillos curvos,
quedando el otro costado del Wagner felizmente protegido por la perennidad del
espacio verde, que formaba un césped subsidiario a los pies de Sylvie.
Por
negligencia o en forma deliberada dejaron que ese espacio se deteriorara. Las
cosas verdes desaparecieron tragadas por residuos pardos que cubrían un barro
del que brotaban chatarras con puntas amenazantes, tendidas hacia el usuario
como las garras mismas del tétano. Con facilidad, el usuario se ofende con esas
prácticas. Contrariado, el usuario boicotea ese espacio borrado del mundo
clorofílico, tampoco manda allí a su descendencia ni menos lleva a defecar a su
animal doméstico. Una mañana lo encuentra cercado por una empalizada, avala esa
cuarentena con mirada seca, sin preguntarse por quién tomó la iniciativa; su
corazón está frío, su conciencia encerrada.
La
empalizada finalmente se degradaría: perfecto soporte para afiches e
inscripciones contradictorias, integrada al abandono rápidamente se rompió por
el desgaste de las cosas. Apacibles los perros venían a orinar sobre las tablas
ya saturadas de cola y de tinta, notoriamente descompuestas: desligadas, lo que
se adivinaba entre ellas hacía desviar la vista. Con su perfume elevado por
sobre la carroña, Sylvie Fabre luchaba contra su desaparición personal,
desafiando la erosión eólica con toda la fuerza de sus dos dimensiones. Paul
alguna vez vio con mirada inquieta la piedra del muro apartar el azul, surgir
desnuda rompiendo un punto del vestido materno; aunque todo eso ocurría de
manera lenta y continua.
Basta
un objeto para iniciar una cadena, siempre se encuentra uno que engancha al que
lo precede, colorea al que lo sigue –así el pochoir
[molde de lata con letras recortadas para escribir letreros, avisos, etc.], letrero
del permiso de edificación. Desde ese momento todo es muy rápido, alguien que
sin duda vendió su alma junto con el espacio, está en el hoyo. Allí estuvo el
hoyo, tapizado con esa tierra fresca que hay debajo de las ciudades, no más
estéril que otra; hombres tranquilamente equipados con cascos amarillos la
removían metódicamente, ayudándose con máquinas, dos bulldozer y una grúa,
todos amarillos. Las planchas rotas de la empalizada ardían sin llama en una
excavación, echando al aire espirales de humo negros de cola quemada. Tendida
sobre postes oxidados, una cinta roja y blanca demarcaba el teatro. Construidos
los cimientos, con todos los materiales acopiados, se empezó a levantar la
superestructura; había planchas nuevas por todas partes cubiertas por grumos de
cemento. Los pisos se tragaron a Sylvie como una marejada. Paul vio una vez a
Fabre en la obra; el edificio estaba por llegar al vientre de su madre. En otra
oportunidad estaba alcanzando el pecho, el viudo hablaba con un capataz
mientras desplegaba calcos milimetrados. Paul se mantuvo a distancia, lejos del
alcance de la voz enervante.
En
lugar del espacio verde, sería un edificio más o menos idéntico al que había
remplazado a la vieja cosa, con
bow-windows en vez de balconcillos. Más tarde, ambos serían solidarios
guardaespaldas del Wagner conservado, proyectando la intersección de sus
sombras protectoras sobre su vieja techumbre de zinc. Pero cuando llegó a los
hombros, para un hijo la construcción se hacía insoportable. Paul dejó de
visitarla cuando todo el vestido quedó amurallado. Pasaron semanas antes de que
volviera al quai de Valmy, por lo
demás en forma accidental. El edificio no estaba totalmente acabado, faltaban
terminaciones, como se advertía por los sacos de cemento rotos; los vidrios
habían sido enmasillados hacía poco, y tenían pintadas cruces blancas para que
no se los confundiera con la nada. Era un sepulcro en lugar de una efigie de
Sylvie, al que se llega con otro paso, con un modo de andar menos liviano.
Después
de la entrada, en medio de un patio embaldosado, una superficie de tierra
blanda anticipaba el regreso de la vegetación traicionada. Mientras Paul
pensaba en lo que veía, se detuvo detrás de él una mujer que venía por la
vereda, levantó los ojos al cielo y gritó, Fabre. Paul, que también lleva ese
apellido, se volvió hacia la que aún gritaba Fabre, Fabre, traigo la leche. La
voz enervante cayó del cielo, desde una ventana alta situada en medio del
cielo: Jacqueline, tú finges. La mujer se alejaba, no se supo quién era. Sube,
Paul.
Algunas
desgracias debían haber ocurrido mientras dejaron de verse, ya que no había
ninguno de esos grandes muebles comprados durante el duelo, lustrosos por el
dinero del seguro. No había más que un colchón de espuma, pegado a la muralla
del lado derecho, una cocinilla, caballetes con planos encima; y las migas y
pelusas de polvo se perseguían sobre el suelo sin terminar. Sin embargo, Fabre
se conservaba bien vestido, no temía al agua fría. Había colocado los vidrios a
través de los cuales se distinguía el fondo del canal, privado de su líquido debido
al vaciamiento que se hace cada tres años: muy pocas armas del crimen se
encontraban allí, los únicos esqueletos metálicos eran sillas de fierro y
carcazas de bicimotos. Había también llantas y neumáticos, tubos de escape,
manubrios; el número de botellas vacías parecía normal, pero, como
contrapartida, desconcertaba la cantidad de carros de supermercado. Constelado
de caracoles estercorarios, todo eso se mezclaba en el agua cenagosa que
bombeaban grandes tubos de anillos viscosos emitiendo, de vez en cuando, ruidos
de sifón.
Fabre
se había presentado antes que nadie en la oficina de arriendo, antes incluso de
la intervención de los pintores, echando una mirada mortecina al departamento
piloto. Francamente no lo disuadieron de mudarse de inmediato al cuarto piso
lado Wagner, a un estudio situado bajo los ojos de Sylvie, que eran dos
lámparas sordas detrás del muro de la derecha. Según calculaba, dormía contra
la sonrisa, como en una hamaca suspendido de sus labios; como se lo demostró a
su hijo con los planos a la vista. La voz de Fabre expresaba una misión
superior, destacando una causa frente a la cual los nervios del hijo podían
llevarlo a hacer como el avestruz. Sin embargo, Paul se fue después de veinte
minutos.
Juntó
algunas cosas y volvió el sábado en la tarde. El padre había hecho algunas
compras: otro bloque de espuma, algunas herramientas, mucho yogurt y papas
chips, mucha comida ligera. Ninguno contó nada de los últimos años, no hubo
recuerdos bajo la ampolleta desnuda; solo hablaron de la necesidad, después del
color de una pantalla. Fabre estuvo más locuaz que Paul; antes de dormirse se
quejó dulcemente, como para sí mismo, del sistema de calefacción a través de la
losa. Mira un poco el sol que tenemos aquí, le dijo también a la mañana siguiente.
El
sol barría todo el estudio, como el proyector continuo de un music-hall. Era domingo, afuera los
rumores ahogados apenas protestaban, haciendo que casi se los echara de menos.
Así como todos los días desocupados, las horas de comida tenderían a deslizarse
las unas sobre las otras; se acordó para las 14 horas –enseguida se empieza.
Con un sol como este, dijo el padre de Paul, dan ganas de mandarse cambiar.
Igualmente hablaron poco sobre las dificultades de su tarea que requería de
paciencia y músculos, luego, también, de los escrúpulos de un egiptólogo. Fabre
había detallado todas las etapas del proceso en un papel corcheteado a los
planos. Almorzaron, entonces, cerca de las catorce horas, pero sin mayor
apetito; sus mandíbulas trituraban los momentos, la masticación no era más que
el pulso del reloj. En tal cuenta regresiva se puede, antes de tiempo, convocar
a su voluntad el cero. Entonces da lo mismo empezar a hacerlo, da lo mismo
raspar inmediatamente, no hay necesidad de cambiarse de ropa, desde la mañana
vestían largos delantales blancos bordados de vieja pintura, se raspa y
estratos de yeso se suspenden al sol, salpicando las frentes, los cafés
olvidados. Se raspa, se raspa y muy pronto se respira mal, se traspira,
comienza a hacer un calor terrible.
1988
Traducción
de Cristián Vila R. y Hernán Soto
Primera edición en Chile, 2003
LOM Ediciones
1 comentario:
Gracias por compartir esta traducción!!!
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