martes, abril 14, 2020

“El último cuento”, de Marcelo Lillo





Soy yo —dijo Cachorro López.

Ella lo miró con incredulidad. Pálida, el pelo suelto y acerado, un par de pliegues a cada lado de la cara, siguió mirándolo desde el umbral, a tres pasos de donde él estaba parado.

—No vengo a pelear —agregó Cachorro y se vio en los ojos de ella: un hombre grande y viejo de descuidada barba, con abrigo y un bolso a sus pies.

Hacía mucho tiempo, tanto que los dos eran jóvenes, ella le dijo que se parecía a Donald Sutherland; y lo siguió diciendo después, a lo largo de los años, a medida que el actor y él envejecían más o menos de la misma forma. ¿Lo estaba pensando ahora, mientras se hacía a un lado para dejarlo pasar?

Cachorro entró y la mujer cerró la puerta. No tuvo que indicarle el camino porque él se lo sabía de memoria, a no ser que hubieran cambiado las paredes de lugar. Mientras avanzaba oía sus pisadas atrás, y se acordó de que ella tenía puesta la bata de levantarse. Claro, a él era al único al que se le ocurría ir a tocarle la puerta la mañana de Viernes Santo.

Entró a la cocina y se dejó caer en una silla. Esperó que ella dijera o hiciera algo, y así fue: prendió la estufa a gas y se ordenó el pelo detrás de las orejas. Cachorro se miró las manos entumidas y estuvo moviendo los dedos hasta que preguntó: —¿Y los chicos?

—De paseo —respondió ella conteniendo un bostezo—. Estarán de vuelta el domingo.

El omóplato derecho no lo dejaba estar cómodo, pero igual sonrió. Ella le preguntó si quería un café y aceptó. Siguió los movimientos de la mujer: abrir la llave, llenar la tetera, poner el agua a hervir. Se fijó en que la cocina estaba casi igual; casi, porque unos muebles habían sido renovados.

—¿Leche? —preguntó ella mientras él intentaba ver el patio a través de la ventana.
—No.
—¿Café sin leche? ¿Desde cuándo?
—No me acuerdo. —Cambió de posición y vio cómo ella dejaba junto al tostador varias rebanadas de pan—. ¿Cómo estás?
—No me puedo quejar. Supongo que lo mejor ha quedado atrás y no hay que esperar mucho de lo que viene. Me mantengo viva, trato de hacer cosas más o menos interesantes.
—Te sigues tiñendo el pelo.

Ella giró la cabeza y se miraron. Ahí estaba la mujer con la que se había casado hacía más de treinta años, acurrucada en esa mirada incrédula que no sabía disimular.

—Me estoy muriendo, Julia —confesó de pronto Cachorro.

Ella no dijo nada, pero la tetera comenzó a silbar. Cachorro se puso de pie.

—No puedo estar mucho tiempo sentado, me cuesta encontrar una posición para dormir.
—¿A eso viniste?
—Quería ver a los chicos. Hablar, no sé si contigo… —Se tapó los ojos porque se puso a llorar.

Sintió las lágrimas bajar por su cara y se avergonzó igual que un niño. Se apretó contra la pared notando que el silbido se apagaba de a poco. Olió el café y ese aroma a pan tostado. Se pasó la mano por la cara, volvió a sentarse, le echó azúcar a la taza. No quería mirarla porque sabía que Julia lo observaba, que tal vez estaba sintiendo lástima por él. Probó el café sabiendo que si hubiera tenido el valor y las piernas duras se habría parado e ido.

—Nunca lloraste antes —dijo ella, untando el pan con mantequilla—. ¿Qué te está pasando?
—No voy a repetirlo.
—Es demasiado cruel.
—¿Cruel…?

Cachorro sabía que se iniciaba una conversación banal porque ninguna palabrería suelta podía reemplazar a una frase tan contundente como: «No me quedan ni seis meses, mujer, el cáncer me está comiendo vivo». Pero dijo: —No debí haber venido.
Ella hizo un gesto y Cachorro sintió el calor de la estufa traspasándole el pantalón.

—¿Qué vas a hacer? —preguntó Julia.
—Ya no sé lo que hago. Hoy en la mañana me levanté y salí sin pensar en nada. No sabía dónde iba, créeme.
—Hasta que de repente llegaste a mi casa. ¡Bravo!
—No estoy mintiendo.

Julia se preparó una segunda tostada y él volvió a cambiar de posición. Miró los párpados de ella, sus manos largas y flacas con esas pecas apareciendo en el dorso.

—¿Cuántos años hace? —preguntó Julia—. Desapareces de la noche a la mañana y al poco tiempo estás viviendo con otra mujer y yo me tengo que quedar con los chicos. —Levantó un brazo como si fuera a golpearlo—. Diez, once años, ya me había olvidado de ti, hasta que de repente apareces para decirme que te estás muriendo. ¿No es ridículo? Dame crédito. Eres famoso, tienes muchos amigos, pero no se te ocurre nada mejor que venir a tocarme la puerta. No le encuentro explicación, no sé si tú… —No terminó la frase, se tomó la cabeza y susurró algo que él no entendió.

El café de Cachorro se había enfriado, y por no cambiar de posición durante el monólogo de ella el dolor acaparaba el lado derecho de su espalda. Era como si le estuvieran incendiando la piel, pero de adentro. Se desabrochó el abrigo y apoyó los brazos en las piernas.

—Me siento solo —dijo—. No tengo con quién hablar.
—¿Y tu mujer?
—Me dejó, se llevó las cosas. —Se tomó de un trago el café frío—. Prefería la televisión, decía que los libros la aburrían.
—Ahora asoman todos los defectos.
—No quiero hablar más de eso. Estoy solo y enfermo.
—¿Ella sabe?
—No quiero verla. No quiero ver a la gente, no quiero que nadie sepa de mi asunto. —Sonrió con tristeza—. Parezco un viejo lleno de mañas, ni que tuviera ochenta años.

Julia se cruzó de brazos y dijo:

—¿Cómo anda tu escritura?
—No quiero escribir. Pensaba llevar una especie de diario de mis últimos días, como hicieron algunos, pero lo dejé. Pura necrofilia, no quiero que me recuerden por eso. Quemé lo poco que escribí. —La miró—. Escribir no era mi vida, estaba equivocado. Mi vida es esto, este sufrimiento, esta soledad que a ratos es peor que el cáncer.

Tomaron más café y ella le pidió que se sacara el abrigo. Más tarde Cachorro fue al baño, volvió a subir la escalera empinada y se reencontró con su vieja guarida donde escribió sus primeros cuentos. Estuvo un rato parado en el pasillo hasta que se decidió y entró a las que adivinó eran las piezas de sus hijos. Tocó los objetos, abrió los cajones y descubrió que a su hijo le interesaba la música. Sin resistirse empujó la puerta del que había sido su dormitorio. La cama era otra, Julia había empapelado las paredes y encima de la cómoda había fotografías de los hijos que él veía por primera vez. Era como mirarse al espejo y desconocerse. Fue hasta la repisa de libros pero no vio ninguno de los suyos, ni siquiera su antología que ganó tantos premios y se vendió tan bien. Se sentó en la cama. Pensó que a lo largo de su carrera escribió de todo o de casi todo, eso que por el hecho de trasladarlo al papel le pertenecía de algún modo. Menos de su familia, o su ex familia. ¿Era eso por lo que no estaban sus libros en la casa? ¿Ese era su castigo por no hacerlos merecedores ni de una sola línea? Recostó la cabeza en la almohada y se quedó dormido.

Cuando despertó llovía, una lluvia mansa y sin viento. Era la helada que se había subido. Estaba tapado con un chal y por la ventana ingresaba una frágil luminosidad que aterrizaba a los pies de la cama. Durante un rato estuvo escuchando llover; luego se levantó. El dolor seguía atrás, algo atenuado por la larga siesta, pero de seguro lo empezaría a molestar de nuevo ahora que era consciente de él. Miró la calle mojada, las casas del otro lado, las lejanas montañas apenas esbozadas en el paisaje otoñal.
Al bajar halló a Julia en la cocina.

—Perdón —dijo Cachorro—. ¿Qué hora es?
—Van a ser las seis. ¿Desde cuándo no usas reloj?

Julia se había puesto un suéter y un pantalón ancho y gastado; tenía el pelo tomado atrás y él se dio cuenta de que los pliegues que le bajaban por la cara no la envejecían tanto con el rostro despejado de esa manera.

—¿Por qué tiene que llover en Viernes Santo? —preguntó.
—No sé. Estoy cociendo algo por si quieres quedarte a las once.
—Como en los viejos tiempos, ¿eh? Llueve y hay que hacer algo rico.
—Tenía planes para salir, pero la lluvia se interpuso.
—¿Te molesta que esté aquí?
—También es tu casa. —Julia se estaba poniendo incómoda, él la conocía lo suficiente para darse cuenta a tiempo.
—No creo que me quede —dijo—. ¿Dónde dejaste mi abrigo?
—¿Qué vas a hacer?

Intentó un movimiento, pero fracasó. El problema era que no sabía qué hacer. Podía volver al departamento, pero no tenía intención ni ganas. Podía ir a encerrarse a un cine, pero el dolor no lo dejaría ver tranquilo la película. Y no sabía si era conveniente salir a caminar por esa ciudad melancólica y lluviosa.

—No sé qué hacer —dijo Cachorro dándose por vencido—. Es un poco terrible, ¿o no?

Julia abrió el horno, él sintió el olor y se acordó de los que eran los mejores momentos de su vida, cuando se quedaba en la casa haciendo nada. Conocía de memoria aquella vivencia, pero la dejó irse de la forma menos diplomática posible.

—¿Qué quieres? —le preguntó—. Dímelo con franqueza.

Ella lo miró y dijo:

—No te entiendo.
—No mientas, Julia, los años de separación no me han hecho olvidar lo más predecible de ti.

Julia bajó la cabeza y se miró los pies; se encogió de hombros y cuando volvió a levantar la mirada tenía los ojos húmedos.

—Hay gente que disfruta hablando de la muerte —dijo—. Yo no soy así, esas cosas me dan terror, tú lo sabes…
—Cuando supiste que tu padre agonizaba no quisiste ir a verlo. Igual que cuando murió nuestro primer perro, no fuiste a mirar dónde lo enterré.

Una lágrima corrió por la mejilla de la mujer, una sola, como si saliera de un gotario.

—Abrázame —dijo a continuación—. Por favor…

Cachorro se acercó a ella y la rodeó con sus brazos. La oyó gemir como un perrito y sintió sus manos en su espalda adolorida.

—¿Por qué? —susurró Julia—. ¿Por qué?
—Porque supongo que me lo merezco.
—Podrías haber sido otra cosa y estaríamos todos contentos.
—Ya no, querida, ya no.

La noche los sorprendió de pronto, mientras ella abría una botella de vino y él ponía su bolso sobre la mesa y sacaba diez libros.

—Es mi selección personal de la literatura —dijo—. Están subrayados, hay anotaciones, han sido leídos y releídos, pero son tuyos. Son lo que más quiero, no es novedad para ti, por eso nadie más debe tenerlos. ¿Está bien? Los chicos no entienden muy bien estas cosas.

—Como quieras.

Levantaron las copas y bebieron sin brindar. Julia se abrazó a sí misma y Cachorro estiró las piernas. Estuvieron ahí sin hablar, solo bebiendo. Ella ya no tenía los ojos húmedos, se le habían secado muy rápido porque tampoco brillaban; él sentía de vez en cuando las punzadas atrás como crueles recordatorios. Era la escena de una película sobre una pareja madura, Bergman quizás, algo que debieron escenificar muchos años antes, cuando él no tuvo el coraje de enfrentar esa mirada que entonces sí resplandecía.

Hasta que Julia puso su mano sobre la de él.

—Pensaba qué va a pasar con tu obra —dijo.
—¿Y?
—¿Crees en la inmortalidad? —Se rio—. Es como estar preguntando por los números de la suerte, pero quiero saber tu opinión.
—Los objetivos monumentales no bastan para ciertos propósitos —dijo Cachorro—. He pensado demasiado en eso a lo largo de mi carrera, porque en estos tiempos además de escribir uno está pendiente de la trascendencia. —Bebió con los ojos cerrados—. Tal vez la muerte es mi premio por venir a rescatarme de esa preocupación por escribir para mañana.
—¿No te vas a hacer nada? —Julia preguntó por fin lo que estuvo guardando a lo largo del día—. ¿Es definitivo?
—Es mi último cuento. Y no pienses que no tengo miedo.

Quiso agregar: «Toda mi vida he sido un cobarde», pero era una frase demasiado barata. Tampoco intentó uno de esos sumarios donde un hombre y una mujer que se han odiado por largo tiempo terminan riéndose al final de un reencuentro en torno al alcohol y los años que han ganado entre ambos. Con su muerte a dos trancos era suficiente.

—Dejó de llover —dijo ella mirando el techo.

Era cierto. Cachorro López se levantó sin decir nada, se puso el abrigo y salió sin despedirse. Sintió el olor a tierra mojada, vio la calle brillante por el agua, algunas pozas. Caminó hasta que oyó unos pasos atrás, dio vuelta la cabeza y vio una sombra arropada. Se acercó a él, pero no llegó a tocarlo.



en El fumador y otros relatos, 2008











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