—Soy yo —dijo Cachorro López.
Ella lo miró con incredulidad. Pálida, el pelo
suelto y acerado, un par de pliegues a cada lado de la cara, siguió mirándolo
desde el umbral, a tres pasos de donde él estaba parado.
—No vengo a pelear —agregó Cachorro y se vio en los
ojos de ella: un hombre grande y viejo de descuidada barba, con abrigo y un
bolso a sus pies.
Hacía mucho tiempo, tanto que los dos eran jóvenes,
ella le dijo que se parecía a Donald Sutherland; y lo siguió diciendo después,
a lo largo de los años, a medida que el actor y él envejecían más o menos de la
misma forma. ¿Lo estaba pensando ahora, mientras se hacía a un lado para
dejarlo pasar?
Cachorro entró y la mujer cerró la puerta. No tuvo
que indicarle el camino porque él se lo sabía de memoria, a no ser que hubieran
cambiado las paredes de lugar. Mientras avanzaba oía sus pisadas atrás, y se
acordó de que ella tenía puesta la bata de levantarse. Claro, a él era al único
al que se le ocurría ir a tocarle la puerta la mañana de Viernes Santo.
Entró a la cocina y se dejó caer en una silla.
Esperó que ella dijera o hiciera algo, y así fue: prendió la estufa a gas y se
ordenó el pelo detrás de las orejas. Cachorro se miró las manos entumidas y
estuvo moviendo los dedos hasta que preguntó: —¿Y los chicos?
—De paseo —respondió ella conteniendo un bostezo—.
Estarán de vuelta el domingo.
El omóplato derecho no lo dejaba estar cómodo, pero
igual sonrió. Ella le preguntó si quería un café y aceptó. Siguió los movimientos
de la mujer: abrir la llave, llenar la tetera, poner el agua a hervir. Se fijó
en que la cocina estaba casi igual; casi, porque unos muebles habían sido
renovados.
—¿Leche? —preguntó ella mientras él intentaba ver el
patio a través de la ventana.
—No.
—¿Café sin leche? ¿Desde cuándo?
—No me acuerdo. —Cambió de posición y vio cómo ella
dejaba junto al tostador varias rebanadas de pan—. ¿Cómo estás?
—No me puedo quejar. Supongo que lo mejor ha quedado
atrás y no hay que esperar mucho de lo que viene. Me mantengo viva, trato de
hacer cosas más o menos interesantes.
—Te sigues tiñendo el pelo.
Ella giró la cabeza y se miraron. Ahí estaba la
mujer con la que se había casado hacía más de treinta años, acurrucada en esa
mirada incrédula que no sabía disimular.
—Me estoy muriendo, Julia —confesó de pronto
Cachorro.
Ella no dijo nada, pero la tetera comenzó a silbar.
Cachorro se puso de pie.
—No puedo estar mucho tiempo sentado, me cuesta
encontrar una posición para dormir.
—¿A eso viniste?
—Quería ver a los chicos. Hablar, no sé si contigo…
—Se tapó los ojos porque se puso a llorar.
Sintió las lágrimas bajar por su cara y se avergonzó
igual que un niño. Se apretó contra la pared notando que el silbido se apagaba
de a poco. Olió el café y ese aroma a pan tostado. Se pasó la mano por la cara,
volvió a sentarse, le echó azúcar a la taza. No quería mirarla porque sabía que
Julia lo observaba, que tal vez estaba sintiendo lástima por él. Probó el café
sabiendo que si hubiera tenido el valor y las piernas duras se habría parado e
ido.
—Nunca lloraste antes —dijo ella, untando el pan con
mantequilla—. ¿Qué te está pasando?
—No voy a repetirlo.
—Es demasiado cruel.
—¿Cruel…?
Cachorro sabía que se iniciaba una conversación
banal porque ninguna palabrería suelta podía reemplazar a una frase tan
contundente como: «No me quedan ni seis meses, mujer, el cáncer me está
comiendo vivo». Pero dijo: —No debí haber venido.
Ella hizo un gesto y Cachorro sintió el calor de la
estufa traspasándole el pantalón.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó Julia.
—Ya no sé lo que hago. Hoy en la mañana me levanté y
salí sin pensar en nada. No sabía dónde iba, créeme.
—Hasta que de repente llegaste a mi casa. ¡Bravo!
—No estoy mintiendo.
Julia se preparó una segunda tostada y él volvió a
cambiar de posición. Miró los párpados de ella, sus manos largas y flacas con
esas pecas apareciendo en el dorso.
—¿Cuántos años hace? —preguntó Julia—. Desapareces
de la noche a la mañana y al poco tiempo estás viviendo con otra mujer y yo me
tengo que quedar con los chicos. —Levantó un brazo como si fuera a golpearlo—.
Diez, once años, ya me había olvidado de ti, hasta que de repente apareces para
decirme que te estás muriendo. ¿No es ridículo? Dame crédito. Eres famoso,
tienes muchos amigos, pero no se te ocurre nada mejor que venir a tocarme la
puerta. No le encuentro explicación, no sé si tú… —No terminó la frase, se tomó
la cabeza y susurró algo que él no entendió.
El café de Cachorro se había enfriado, y por no
cambiar de posición durante el monólogo de ella el dolor acaparaba el lado
derecho de su espalda. Era como si le estuvieran incendiando la piel, pero de
adentro. Se desabrochó el abrigo y apoyó los brazos en las piernas.
—Me siento solo —dijo—. No tengo con quién hablar.
—¿Y tu mujer?
—Me dejó, se llevó las cosas. —Se tomó de un trago
el café frío—. Prefería la televisión, decía que los libros la aburrían.
—Ahora asoman todos los defectos.
—No quiero hablar más de eso. Estoy solo y enfermo.
—¿Ella sabe?
—No quiero verla. No quiero ver a la gente, no
quiero que nadie sepa de mi asunto. —Sonrió con tristeza—. Parezco un viejo
lleno de mañas, ni que tuviera ochenta años.
Julia se cruzó de brazos y dijo:
—¿Cómo anda tu escritura?
—No quiero escribir. Pensaba llevar una especie de
diario de mis últimos días, como hicieron algunos, pero lo dejé. Pura
necrofilia, no quiero que me recuerden por eso. Quemé lo poco que escribí. —La
miró—. Escribir no era mi vida, estaba equivocado. Mi vida es esto, este
sufrimiento, esta soledad que a ratos es peor que el cáncer.
Tomaron más café y ella le pidió que se sacara el
abrigo. Más tarde Cachorro fue al baño, volvió a subir la escalera empinada y
se reencontró con su vieja guarida donde escribió sus primeros cuentos. Estuvo
un rato parado en el pasillo hasta que se decidió y entró a las que adivinó
eran las piezas de sus hijos. Tocó los objetos, abrió los cajones y descubrió
que a su hijo le interesaba la música. Sin resistirse empujó la puerta del que
había sido su dormitorio. La cama era otra, Julia había empapelado las paredes
y encima de la cómoda había fotografías de los hijos que él veía por primera
vez. Era como mirarse al espejo y desconocerse. Fue hasta la repisa de libros
pero no vio ninguno de los suyos, ni siquiera su antología que ganó tantos
premios y se vendió tan bien. Se sentó en la cama. Pensó que a lo largo de su
carrera escribió de todo o de casi todo, eso que por el hecho de trasladarlo al
papel le pertenecía de algún modo. Menos de su familia, o su ex familia. ¿Era
eso por lo que no estaban sus libros en la casa? ¿Ese era su castigo por no
hacerlos merecedores ni de una sola línea? Recostó la cabeza en la almohada y
se quedó dormido.
Cuando despertó llovía, una lluvia mansa y sin
viento. Era la helada que se había subido. Estaba tapado con un chal y por la
ventana ingresaba una frágil luminosidad que aterrizaba a los pies de la cama.
Durante un rato estuvo escuchando llover; luego se levantó. El dolor seguía
atrás, algo atenuado por la larga siesta, pero de seguro lo empezaría a
molestar de nuevo ahora que era consciente de él. Miró la calle mojada, las
casas del otro lado, las lejanas montañas apenas esbozadas en el paisaje
otoñal.
Al bajar halló a Julia en la cocina.
—Perdón —dijo Cachorro—. ¿Qué hora es?
—Van a ser las seis. ¿Desde cuándo no usas reloj?
Julia se había puesto un suéter y un pantalón ancho
y gastado; tenía el pelo tomado atrás y él se dio cuenta de que los pliegues
que le bajaban por la cara no la envejecían tanto con el rostro despejado de
esa manera.
—¿Por qué tiene que llover en Viernes Santo?
—preguntó.
—No sé. Estoy cociendo algo por si quieres quedarte
a las once.
—Como en los viejos tiempos, ¿eh? Llueve y hay que
hacer algo rico.
—Tenía planes para salir, pero la lluvia se
interpuso.
—¿Te molesta que esté aquí?
—También es tu casa. —Julia se estaba poniendo
incómoda, él la conocía lo suficiente para darse cuenta a tiempo.
—No creo que me quede —dijo—. ¿Dónde dejaste mi
abrigo?
—¿Qué vas a hacer?
Intentó un movimiento, pero fracasó. El problema era
que no sabía qué hacer. Podía volver al departamento, pero no tenía intención
ni ganas. Podía ir a encerrarse a un cine, pero el dolor no lo dejaría ver
tranquilo la película. Y no sabía si era conveniente salir a caminar por esa
ciudad melancólica y lluviosa.
—No sé qué hacer —dijo Cachorro dándose por
vencido—. Es un poco terrible, ¿o no?
Julia abrió el horno, él sintió el olor y se acordó
de los que eran los mejores momentos de su vida, cuando se quedaba en la casa
haciendo nada. Conocía de memoria aquella vivencia, pero la dejó irse de la
forma menos diplomática posible.
—¿Qué quieres? —le preguntó—. Dímelo con franqueza.
Ella lo miró y dijo:
—No te entiendo.
—No mientas, Julia, los años de separación no me han
hecho olvidar lo más predecible de ti.
Julia bajó la cabeza y se miró los pies; se encogió
de hombros y cuando volvió a levantar la mirada tenía los ojos húmedos.
—Hay gente que disfruta hablando de la muerte
—dijo—. Yo no soy así, esas cosas me dan terror, tú lo sabes…
—Cuando supiste que tu padre agonizaba no quisiste
ir a verlo. Igual que cuando murió nuestro primer perro, no fuiste a mirar
dónde lo enterré.
Una lágrima corrió por la mejilla de la mujer, una
sola, como si saliera de un gotario.
—Abrázame —dijo a continuación—. Por favor…
Cachorro se acercó a ella y la rodeó con sus brazos.
La oyó gemir como un perrito y sintió sus manos en su espalda adolorida.
—¿Por qué? —susurró Julia—. ¿Por qué?
—Porque supongo que me lo merezco.
—Podrías haber sido otra cosa y estaríamos todos
contentos.
—Ya no, querida, ya no.
La noche los sorprendió de pronto, mientras ella
abría una botella de vino y él ponía su bolso sobre la mesa y sacaba diez
libros.
—Es mi selección personal de la literatura —dijo—.
Están subrayados, hay anotaciones, han sido leídos y releídos, pero son tuyos.
Son lo que más quiero, no es novedad para ti, por eso nadie más debe tenerlos.
¿Está bien? Los chicos no entienden muy bien estas cosas.
—Como quieras.
Levantaron las copas y bebieron sin brindar. Julia
se abrazó a sí misma y Cachorro estiró las piernas. Estuvieron ahí sin hablar,
solo bebiendo. Ella ya no tenía los ojos húmedos, se le habían secado muy
rápido porque tampoco brillaban; él sentía de vez en cuando las punzadas atrás
como crueles recordatorios. Era la escena de una película sobre una pareja
madura, Bergman quizás, algo que debieron escenificar muchos años antes, cuando
él no tuvo el coraje de enfrentar esa mirada que entonces sí resplandecía.
Hasta que Julia puso su mano sobre la de él.
—Pensaba qué va a pasar con tu obra —dijo.
—¿Y?
—¿Crees en la inmortalidad? —Se rio—. Es como estar
preguntando por los números de la suerte, pero quiero saber tu opinión.
—Los objetivos monumentales no bastan para ciertos
propósitos —dijo Cachorro—. He pensado demasiado en eso a lo largo de mi carrera,
porque en estos tiempos además de escribir uno está pendiente de la
trascendencia. —Bebió con los ojos cerrados—. Tal vez la muerte es mi premio
por venir a rescatarme de esa preocupación por escribir para mañana.
—¿No te vas a hacer nada? —Julia preguntó por fin lo
que estuvo guardando a lo largo del día—. ¿Es definitivo?
—Es mi último cuento. Y no pienses que no tengo
miedo.
Quiso agregar: «Toda mi vida he sido un cobarde»,
pero era una frase demasiado barata. Tampoco intentó uno de esos sumarios donde
un hombre y una mujer que se han odiado por largo tiempo terminan riéndose al
final de un reencuentro en torno al alcohol y los años que han ganado entre
ambos. Con su muerte a dos trancos era suficiente.
—Dejó de llover —dijo ella mirando el techo.
Era cierto. Cachorro López se levantó sin decir
nada, se puso el abrigo y salió sin despedirse. Sintió el olor a tierra mojada,
vio la calle brillante por el agua, algunas pozas. Caminó hasta que oyó unos
pasos atrás, dio vuelta la cabeza y vio una sombra arropada. Se acercó a él,
pero no llegó a tocarlo.
en El fumador y otros relatos, 2008
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