La palabra «humanidad»
es de lo más repugnante:
no expresa
nada definido y solo añade
-a la
confusión de todos los demás conceptos-
una especie de
abigarrado semidiós.
Alexander Herzen
Los
guerrilleros suicidas que atacaron Washington y Nueva York el 11 de septiembre
de 2001 hicieron algo más que matar a miles de civiles y demoler el World Trade
Center. Destruyeron el mito dominante de Occidente. Las sociedades occidentales
se rigen por la creencia de que la modernidad es una condición única, algo que
es en todas partes igual y siempre benigno. A medida que las sociedades se
hacen más modernas, también se vuelven más semejantes. Y al mismo tiempo se
hacen mejores. Ser moderno significa realizar nuestros valores: los valores de
la Ilustración, tal como nos gusta concebirlos.
No
hay estereotipo que resulte más pasmoso que el que describe a Al Qaeda como un
retroceso a los tiempos medievales. Es un subproducto de la globalización. Al igual
que los cárteles de la droga de dimensiones mundiales y las corporaciones
empresariales virtuales que se desarrollaron en los noventa, evolucionó en una
época en la que la desregulación financiera había creado vastos fondos de
riqueza en paraísos fiscales y el crimen organizado había adquirido carácter
global. Su rasgo más característico -el de proyectar por todo el mundo una
forma privada de violencia organizada- hubiera sido imposible en el pasado. De
igual modo, la creencia de que es posible precipitar el advenimiento de un
nuevo mundo mediante espectaculares actos de destrucción no se encuentra por
ninguna parte en tiempos medievales. Los más próximos precursores de Al Qaeda
son los anarquistas revolucionarios de la Europa de finales del siglo XIX.
Todo
aquel que dude de que el terror revolucionario sea una invención moderna se las
ha arreglado para olvidar la historia reciente. La Unión Soviética fue un intento
de encarnar el ideal ilustrado de un mundo sin poder ni conflicto. En la
procura de este ideal mató y esclavizó a decenas de millones de seres humanos.
La Alemania nazi perpetró el peor acto de genocidio de la historia. Lo hizo con
la intención de alumbrar un nuevo tipo de ser humano. Ninguna época anterior abrigó
tales proyectos. Las cámaras de gas y los gulags son modernos.
Existen
muchos modos de ser moderno, algunos de ellos monstruosos. Sin embargo, la
creencia de que solo existe uno y de que siempre es bueno, tiene profundas
raíces. Desde el siglo XVIII en adelante ha venido cuajando la creencia de que
el incremento del conocimiento científico y la emancipación de la humanidad
iban de la mano. Esta fe ilustrada -ya que pronto adquirió los atavíos de una
religión- quedó expresada de la manera más clara en un exótico, y a veces
grotesco, aunque amplia y prolongadamente influyente, movimiento intelectual de
principios del siglo XIX que se llamó a sí mismo «positivismo».
Los
positivistas creían que a medida que las sociedades fueran basándose cada vez
más en la ciencia estarían abocadas a volverse más semejantes. El conocimiento
científico engendraría una moralidad universal en la que el objetivo de la sociedad
sería la máxima producción posible. Mediante la utilización de la tecnología,
la humanidad ampliaría su poder sobre los recursos de la Tierra y vencería a
las peores formas de escasez natural. La pobreza y la guerra podrían ser
abolidas. Gracias al poder que le otorgaría la ciencia, la humanidad sería
capaz de crear un mundo nuevo.
Siempre
han existido desacuerdos respecto a la naturaleza de este mundo nuevo. Para
Marx y Lenin, sería una anarquía igualitaria sin clases; para Fukuyama y los
neoliberales, un mercado libre universal. Estas perspectivas de un futuro cimentado
en la ciencia son muy diferentes, pero esto no ha debilitado en modo alguno el
ascendiente de la fe que expresan.
A
través de su profunda influencia sobre Marx, las ideas positivistas inspiraron
el desastroso experimento soviético de una economía de planificación central.
Cuando el sistema soviético se derrumbó, esas ideas resurgieron en el culto al
libre mercado. Se llegó a la convicción de que únicamente el «capitalismo
democrático» al estilo estadounidense es auténticamente moderno, y de que está
destinado a difundirse por todas partes. De este modo, verá la luz una civilización
universal y la historia llegará a su término.
Esto
puede parecer un credo fantástico, y en efecto lo es. Lo que resulta más
fantástico es que aún se crea ampliamente en él. Este credo da forma a los
programas de los principales partidos políticos de todo el mundo. Guía las
políticas de organismos como el Fondo Monetario Internacional. Anima la «guerra
contra el terrorismo», una guerra en la que Al Qaeda es considerada como una
reliquia del pasado.
Este
punto de vista es simplemente erróneo. Al igual que el comunismo y el nazismo,
el islam radical es moderno. Pese a que pretende ser antioccidental, recibe su
forma tanto de la ideología occidental como de las tradiciones islámicas. Al
igual que los marxístas y los neoliberales, los islamistas radicales consideran
la historia como el preludio de un mundo nuevo. Todos están convencidos de que
pueden reorganizar la condición humana. Si existe un único mito moderno, es
éste.
En el
mundo nuevo, tal como lo concibe Al Qaeda, el poder y el conflicto han
desaparecido. Esto es un producto de la imaginación revolucionaria, no una receta
para una sociedad moderna viable. Pero en esto, el mundo nuevo que imagina Al
Qaeda no es diferente de las fantasías que proyectaban Marx y Bakunin, Lenin y
Mao, ni de las de los apóstoles neoliberales que en fecha tan reciente
anunciaron el fin de la historia. Al igual que estos modernos movimientos
occidentales, Al Qaeda quedará varada en las imperecederas necesidades humanas.
El
mito moderno afirma que la ciencia permite a la humanidad hacerse cargo de su
destino. Sin embargo, la «humanidad» es en sí misma un mito, un vago residuo de
fe religiosa. En realidad, solo hay seres humanos que utilizan el creciente
conocimiento que les brinda la ciencia para procurar alcanzar sus fines en conflicto.
en Al Qaeda y lo que
significa ser moderno, 2004
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