Debemos a Richard Wagner, en sus extensas memorias, uno de los retratos más amenos y lúcidos de Mihail Bakunin, con ocasión de la insurrección de Dresden de 1849, que los congregó a ambos, desde la tribuna y desde la barricada, en el frente de la lucha revolucionaria contra el despotismo monárquico. Las afinidades entre estas dos figuras controversiales, dignas del espíritu de absoluto de la teogonía decimonónica heredera de Hegel, no deja de asombrar. Hay, como dice el poema, una sola sabia y una sola raíz. No es difícil enhebrar los hilos de la odisea personal de estos hombres, marcada por persecuciones y exilios, cuando se advierte en ambos –como ya lo hizo el filósofo británico Brian McGee– un temperamento apasionando en el que fluyen y refluyen, como variaciones espontáneas de una melodía inconclusa, el apetito creativo con una pulsión demoledora de naturaleza casi teológica. El gigantesco cataclismo que cierra la tetralogía wagneriana El Anillo del Nibelungo, con la inmolación de Brunilda y el hundimiento de esos dioses envilecidos por la codicia, incapaces de renunciar al poder en nombre del amor, lleva el mismo signo herético del anarquismo insurreccional de Bakunin, la majestuosidad de una violencia al servicio de un mito cuyas resonancias, para nada efímeras, son capaces de movilizar porque apelan no a una exégesis neutra y racional hija de la ilustración, sino a fuerzas movilizadoras que asaltan la razón desde una narrativa más ambigua en la que hay que escarbar, como diría Bakunin, a la manera de un «viejo topo». El historiador ruso de la filosofía Vasily Zenkovsky cita una frase del pensador anarquista que es ilustrativa: «Os equivocáis si pensáis que no creo en Dios; pero he rehusado absolutamente a esperarlo con ayuda de la ciencia y de la teoría… Busco a Dios en los hombres, en su libertad; y ahora busco a Dios en la revolución». La indomabilidad de Bakunin es de estampa luminosa y hasta metafísica, como la de muchos nihilistas rusos de su tiempo; se siente más afín al linaje de Herzen o Schelling que al de Comte o Marx. Comparte con Wagner un profundo desdén hacia el racionalismo cientificista, al que considera prosaico, poco estético, por mezquinar lo real con catecismos asépticos, fundados en paradigmas empobrecedores que reducen lo humano a un paupérrimo silogismo que en nada se condice con la explosión de la voluntad y su arquitectura barroca de instintos que pugnan con el intelecto la supremacía de la vida. Se intuye en ambos, además, una aguda conciencia en la historia como un espectáculo teatral, cuya trama se desdobla tanto en el escenario como detrás del bastidor, aunque este último no sea visible para los espectadores. Y esa trama está ligada al poder y sus máscaras, al instinto rapaz que nivela a dioses y hombres, reclamando para sí la soberanía de la civilización al ser impotentes frente al señorío autónomo de la naturaleza. Wotan, en la tetralogía, sacrifica uno de sus ojos y se abisma en los oscuros meandros de intrigas y defraudaciones para saciar su sed de dominio; su estatus no es diverso al de los mandarines y zaratustras seculares, prestidigitadores de teologías y teóricas, cuyo olfato rapaz, desenmascarados por Bakunin en múltiples requisitorias, no escatimará recursos para pervertir lo sagrado imponiéndole dogmas y banderas. Pero aún hay más. Se intuye, tanto en Bakunin como en Wagner, la cepa más genuina del anarquismo –cuyo itinerario, creo, lo sentó Proudhon –que distancia a éste de liberales y socialistas: el expediente a la tierra y su ritmo como espejo de un orden natural no mecanizado, y a la comuna o aldea como emplazamiento a escala humana, remiso al anonimato enajenante y fragmentario de la gran urbe. Se adivina, además, un malestar común que los hace poner en tela de juicio el triunfo más visible de la modernidad, a saber, el surgimiento de la conciencia burguesa que racionaliza el orden institucional y económico bajo el auspicio del espíritu de lucro que reduce las dimensiones cualitativas de lo real a valor de cambio, a mercancía, a ganancia. La conciencia burguesa, además, marca la agonía de un temple heroico que supeditaba el interés del individuo a un sentido superior de cuerpo social. En Bakunin ese sentido superior se vislumbra, por ejemplo, en su defensa de la comuna rural rusa, santo y seña de eslavófilos, ungida como una verdadera instancia moral en la que el hombre exorna su dignidad desde la libertad solidaria de los otros; Wagner, por su parte, diseña su tetralogía a partir de una lectura admonitoria de los mandamientos del dinero cuya alienación termina por socavar el deseo y el amor desembocando en la tragedia. La vida de Bakunin, entre exilios, fugas, confesiones forzadas, luchas intestinas o condenas a muerte pospuestas, tiene el sabor de la saga wagneriana; hasta uno se lo imagina en la tetralogía rebelándose contra los dioses venales del Walhalla y azuzando el oído libertario de Sigfrido; desde la otra orilla, el tremendismo apocalíptico de la escena final de «El crepúsculo de los dioses», cuando el universo se hunde bajo el azote de la tierra, el fuego y el agua, no sólo nos recuerda al Ragnarok de la vieja cultura escandinava en la que Wagner volcó su devoción, sino que además ofrece reminiscencias inequívocas a la «pasión por la destrucción creadora» de Bakunin desde que la orquesta, en medio de la calamidad final, sobre un fondo sombrío, hace emerger el motivo del amor, uno de los más líricos y bellos de la literatura wagneriana. Es interesante notar, además, tanto en Bakunin como en Wagner, un apetito figurativo que entiende la la historia social y artística como un diagrama de flujo inacabado, cuyo itinerario abierto dibuja y desdibuja un paisaje de conjunto donde el sello es la provisionalidad, los quiebres, las yuxtaposiciones, procesos con niveles y desniveles, entendidos como placas tectónicas en constante roce y tensión sin una resolución definitiva. Es lo que hace a Wagner, con un profuso cromatismo, anunciar en Tristán e Isolda la emancipación de las leyes de la tonalidad occidental que gobernaron la música por siglos y cuya estocada definitiva la dará la segunda escuela vienesa de Schoenberg, Berg y Webern; es también el impulso que lleva a Bakunin, desde otro plano, a distanciarse del materialismo histórico de Marx por considerar lo económico sólo como una de las tantas variables –con un alcance, a su juicio, limitado– que inciden en la formación de la cultura de los pueblos, donde entran a tallar consideraciones de índole muy diversa, tanto racionales como irracionales (verbigracia la temperatura del instinto casi puramente animal a la rebelión) difíciles de ser encorsetadas bajo la camisa de fuerza de un determinismo teórico predictivo. Lo social, como lo musical, es un fenómeno mancomunado, contrapuntístico; el individuo aislado es tan solo una nota suelta que aspira al firmamento de la melodía, que es por así decirlo la entrada en sociedad de las notas, con su posibilidad de desplegarse en un tejido sonoro donde el tiembre y la altura se articulan por su pertenencia a una trama que las toma, desenvuelve y resuelve. Se podría imaginar el programa de Bakunin como un ajustado libreto a esa gran ópera de la historia –no se sabe si trágica o cómica–, prefigurada probablemente en Hegel, y cuya providencia madura en pulso y peso desde la inalienable libertad del hombre; traducida a lenguaje musical por Wagner, alcanzará en éste la fisonomía intensa e inquietante de quien reclama la revisión genealógica de una cultura europea envenenada por una racionalidad que ya se mostraba exhausta. Modernos y antimodernos, apóstoles devotos del evangelio de la sospecha, Wagner y Bakunin espectacularizan la irrupción de un anarquismo de signo luminoso, en la estela de esa urgencia por destejer los hilos de un orden social imposible de pensarse desde la aséptica compostura de una conciencia desalojada de la disonancia y la opacidad, que anestesia o anula artificialmente las grietas del instinto bajo el expediente de un orden mecánico, claro y distinto, al alcance de una supuesta razón que tasa y pondera vacunada contra la superstición de la ideología, la religión o el mito, pero que termina por generar nuevas formas de idolatría. El abigarrado laberinto de pulsiones que lucha por tomar forma en cada hombre aconseja ensayar otras ópticas, menos reduccionistas y más honestas. La viveza de lo humano no es una mera cuestión de método ni menos de esquematismos traducidos a indicadores cuantificables; eso sería condenarla a un molde de yeso, inerte, tentativa tan espuria –para ponerlo en términos musicales– como la de quienes buscan reducir el pulso fluctuante y evolutivo de la melodía, con sus encuentros y desencuentros, sus tensiones, hallazgos y encrucijadas, a un monótono metrónomo.
Inédito
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