En El hombre rebelde (1951) Camus rompe con el
marxismo,
que le había atraído desde joven, y pasa a defender al hombre
concreto
por encima de cualquier ideología totalitaria.
Las cada vez
más numerosas posturas críticas frente a la posmodernidad, aunque muy
heterogéneas, se aglutinan en torno a un común denominador: el retorno al
realismo. Los llamamos «antiposmodernos» con un término creado a partir del
libro Los antimodernos (Acantilado,
2007), de Antoine Compagnon (Bruselas, 1950). Los antiposmodernos serían, pues,
quienes se oponen (en los campos más diversos, del arte a la zoología, pasando
por la pedagogía) a pasar por alto la realidad. Frente al utópico sueño de lo
mejor, enemigo de lo bueno, prefieren la vigilia esforzada de la vida real.
Comenzamos por El hombre rebelde (1951), el libro
donde el escritor francés Albert Camus (1913-1960) expone su rebelión en
defensa del hombre común, por la libertad y mediante la acción cotidiana frente
a los grandes sistemas, las ideologías totalizantes como el marxismo y el
nazismo, y contra las justificaciones políticas que pasan por encima de la
realidad, de los derechos individuales y de la conciencia y la felicidad
personal. Son indicios que permitirían incluir a Albert Camus entre los
precursores de la antiposmodernidad.
Contra el nihilismo
Los más
sistemáticos críticos de la posmodernidad denuncian que en su centro filosófico
hay un vacío nihilista. Camus había alertado ya de ese riesgo. En El hombre rebelde, el nihilismo es su
verdadera bestia negra. «Tras el asesinato del rey, y de Dios, el hombre está
solo en el mundo. Nada tiene sentido». Aparece entonces «la tentación del
nihilismo», con «el terrorismo estatal, en el fascismo -que es terror
irracional-, o en el comunismo -terror racional-».
Estas
ideologías o sistemas filosóficos y políticos abocan al nihilismo a fuerza de
alejar al hombre de su circunstancia concreta y, en consecuencia, de la verdad.
O explicado por Camus refiriéndose al marxismo hegeliano: «El racionalismo más
absoluto que la historia haya conocido termina, como es lógico, identificándose
con el nihilismo más absoluto». No extraña, por tanto, que Camus aplauda la
«amenaza» que Kierkegaard blandió ante Hegel: enviarle a un joven que le
pidiera consejos. Significaba plantar la vida real frente al sistema.
¿Por qué
este enfrentamiento frontal? Porque Camus comprende las consecuencias
personales, políticas y civilizatorias del marxismo y también del nihilismo. Es
el callejón sin salida en el que se encuentra el protagonista de su obra Calígula: «No se puede destruir todo sin
destruirse a sí mismo». Idea que desarrolla en su libro Crónicas (1948-1952): «Todos
comprendimos entonces que cierto nihilismo, del cual éramos más o menos
solidarios, nos dejaba sin defensas lógicas […] No hay un nihilismo bueno
y otro malo, no hay sino una larga y feroz aventura de la cual todos somos
solidarios. El valor consiste en decirlo con claridad y en reflexionar en este
callejón para encontrarle una salida». Mientras tanto, habrá que hacerse fuerte
en lo positivo que hay y no tratar de escurrir el bulto en un cinismo
disolvente. En La peste (1947)
lo subraya: «Decir simplemente algo que se aprende en medio de las plagas: que
hay en los hombres más cosas dignas de admiración que de desprecio».
Su
progresivo distanciamiento del marxismo se produce, además, de por estas
razones intelectuales, por sus experiencias personales. En primer lugar, el
desencanto del autor ante el Partido Comunista, al que se sintió atraído en su
juventud -llegó a militar durante dos años en Argelia-. No entendía como el
espíritu de partido podía evitar que todos repudiasen aquella ideología: el gulag o «el efecto concentracionario»,
como él lo llamaba, no dejó nunca de parecerle un escándalo insoslayable.
Igual que
otros intelectuales franceses inicialmente seducidos por el marxismo, como
André Gide cuando viajó a la URSS en los años treinta, Camus se
sintió traicionado por la deriva totalitaria de regímenes como el soviético. Ese
desencanto quedó reflejado en una fase célebre, a raíz de la muerte de Andreu
Nin, dirigente del POUM (Partido Obrero de Unificación Marxista), marxista disidente de la URSS, asesinado y
torturado por agentes soviéticos enviados a España, en 1937. «La muerte de Nin
-señaló Camus- constituyó un viraje en la tragedia del siglo XX, que es el
siglo de la revolución traicionada».
El problema
de fondo radica en la pérdida progresiva de sentido a la que aboca la obcecación
en lo abstracto. «Si nada tiene sentido, todo está permitido», advierte
en Calígula (1945). Y en
las Crónicas (1944-1948):
«La verdadera desesperación no nace frente a una terca adversidad, ni en el
agotamiento de una lucha desigual. Provienen de que ya no conocemos las razones
para luchar».
La realidad ante las ideologías
Para huir
del nihilismo, hay que regresar a lo que existe, al realismo o, mejor dicho, a
la realidad. En uno de sus últimos cuadernos el autor se propone: «Despolitizar
por completo el espíritu para humanizar. […] Permanecer cerca de la realidad de
los seres y cosas. Volver lo más a menudo posible a la felicidad personal. No
negarse a reconocer lo que es verdad, aun cuando lo verdadero parezca
contrariar lo deseable». Es un planteamiento ontológicamente contrario a la
posmodernidad, para la que nada deja de ser construido, social o político,
metalingüístico, disuelto, líquido, vaporoso...
Como un lema
de la casa, escribe: «La abstracción es el mal». Y tampoco se permite la
abstracción de hablar de la abstracción en abstracto, sino que la identifica
con las teorías filosóficas y políticas que han perdido contacto con lo
concreto: «Cuando se quiere unificar el mundo entero en nombre de una teoría,
no queda otro camino sino lograr que ese mundo sea tan descarnado, ciego y
sordo como la teoría misma. No les queda otro camino que cortar las raíces que
unen al hombre con la vida y la naturaleza».
Ello porta
un germen de violencia, en principio, ideológica, aunque, en última instancia,
policial. En la novela La
caída (1956), el dictado actual de lo políticamente correcto resultó
predicho con amarga ironía: «Nuestra vieja Europa filosofa por fin como es
debido. Ya no decimos, como en épocas ingenuas: “Yo pienso así, ¿cuáles son sus
objeciones?”. Ahora hemos adquirido lucidez; reemplazamos el diálogo por el
comunicado. “Nosotros decimos que esta es la verdad. Vosotros siempre podréis
discutirla. Eso no nos interesa”. Pero, dentro de algunos años, la policía les
mostrará que yo tengo razón».
Camus no
necesitó conocer el ambiente intelectual de hoy para escribir en sus Crónicas: «El largo diálogo de los
hombres acaba de cortarse. Y, por supuesto, un hombre a quien no se puede
persuadir es un hombre que da miedo. Así, al lado de los que no hablaban porque
lo juzgaban inútil, se extendían y se extiende aún una inmensa conspiración del
silencio […] El miedo es una técnica. […] Vivimos en el terror porque ya no es
posible la persuasión, porque el hombre […] no puede volverse hacia esa parte
de sí mismo […] que reencuentra ante la belleza del mundo y de los rostros;
porque vivimos en el mundo de la abstracción, el mundo de las oficinas y de las
máquinas, de las ideas absolutas y del mesianismo sin matices. Nos asfixia esa
gente que cree tener la razón absoluta, ya sea con sus máquinas o con sus
ideas».
El escritor
se hace fuerte en un activo antiintelectualismo estético, en perfecta
consonancia con la tradición antimoderna. Se podría considerar que Camus fue
precursor en esto: «¿Por qué soy un artista y no un filósofo? Porque pienso
según las palabras y no según las ideas». Ni la literatura ni las otras artes
han perdido el contacto con lo real. Junto con el amor, son para Camus el lugar
donde la realidad se manifiesta. «La obra de arte, por el mero hecho de
existir, niega las conquistas de la ideología», constata. Y si no lo hiciese,
no sería auténtico arte, como puede pasarle a sus manifestaciones más
metalingüísticas, líquidas y nihilistas: «Pero a fuerza de rechazarlo todo,
incluso la tradición de su arte, el artista contemporáneo llega a hacerse la
ilusión de crear sus propias reglas y acaba creyéndose Dios. Cree poder crear
por sí mismo su realidad».
Y Camus pone
un ejemplo: «Wilde quiso poner el arte por encima de todo. Pero la grandeza del
arte no reside en planear por encima de todo. Consiste, por el contrario, en
que todo está mezclado. Wilde acabó entendiéndolo gracias al dolor. Pero es
culpa de esta época el que siempre sea preciso el dolor y la servidumbre para
vislumbrar una verdad que también se encuentra en la felicidad cuando el
corazón es digno de ella».
La revolución no es el valor más alto
La
revolución «puede ser juzgada, pues no es el valor más alto. Si acaba
humillando lo que en el hombre está por encima de ella, debe ser condenada».
Propugna la necesidad urgente de un socialismo distinto que «no plantea la
cuestión fútil del progreso […] ni cree en las doctrinas absolutas e
infalibles, sino en la mejora obstinada, caótica aunque incansable de la
condición humana».
Ante los
reproches públicos porque sus libros «no ponían de relieve el aspecto
político», replica en sus Carnets: «Quieren
que ponga en escena a los partidos. Pero yo solo pongo en escena a individuos
opuestos a la máquina del Estado, porque sé lo que digo».
Sabía lo que
decía. Como explica Jaime Antúnez en Crónica
de las ideas (2001): «El pensamiento débil no es más que esa huida
hacia delante del vacío existencial que recorre la cultura que ha olvidado el
sentido, el para qué, y que ha fragmentado la realidad para convertirla en
cosas que ocupen espacios y deseos, pero que no colman el anhelo más profundo
del hombre». Albert Camus, aunque parte de una misma angustia ante el absurdo,
corre en sentido contrario, en busca del sentido que colme al hombre.
No veía solo
la amenaza que implicaban las grandes ideologías, sino que también detectaba la
debilidad interior del hombre contemporáneo. La novela La caída levanta un testimonio sin
ambages: «A veces pienso en lo que dirán de nosotros los historiadores futuros.
Les bastará una frase para caracterizar al hombre moderno: fornicaban y leían
periódicos».
En Crónicas (1944-1948) ofrece
remedios: «Si tuviera tiempo, también diría que esos hombres deberían tratar de
preservar en su vida personal la porción de alegría que no pertenece a la
historia. Quieren hacernos creer que el mundo actual necesita hombres
identificados totalmente con su doctrina y que persigan fines definitivos
mediante la sumisión total a sus convicciones. Creo que ese tipo de hombres, en
la situación en que está el mundo, es más dañino que benéfico. Pero admitiendo,
lo que yo no creo, que acaben por conseguir el triunfo del bien al final de los
tiempos, sí creo que es preciso que exista otro tipo de hombres, atentos a
preservar el matiz delicado, el estilo de vida, la posibilidad de ser felices,
el amor y, por último, el difícil equilibrio que los hijos de esos mismos
hombres necesitarán al cabo, incluso si se realiza la sociedad perfecta».
Comparte, en
consecuencia, la posición de Tolstói, que advertía contra los revolucionarios
ignorantes y orgullosos «que tratan de transformar el mundo sin saber dónde se
encuentra la verdadera felicidad». Desengañado frente a las ideologías, Camus
afirma: «No queda sino intentar una cosa, que es la vía intermedia y sencilla
de una honradez desprovista de ilusiones, prudente lealtad y obstinación en
reforzar solamente la dignidad humana».
Una resistencia interior
El hombre
concreto que más cerca tiene Camus es él y no escatima exigencias personales,
consciente de que incluso el eco de su obra depende de ello: «Para que un
pensamiento cambie al mundo, primero tiene que cambiar la vida de quien lo
concibe». Y apostilla: «Prefiero hombres comprometidos a literaturas
comprometidas». Lo que no obsta para que reconozca sus incumplimientos o
incoherencias. A la vista de los cuales, se pone unos mínimos morales,
reconocidos solemnemente en el discurso de recepción del premio Nobel:
«Cualesquiera que sean nuestras debilidades personales, la nobleza de nuestro
oficio arraigará siempre en dos compromisos difíciles de mantener: la negativa
a mentir sobre lo que se sabe y la resistencia a la opresión».
No ignoraba
el precio de su postura: «Para que un valor, o una virtud, arraigue en una
sociedad, hay que defenderlos de verdad, es decir, pagar por ellos siempre que
se pueda». Con frecuencia, el precio será la soledad: «El único artista comprometido
es el que, sin rechazar el combate, se niega al menos a sumarse a los ejércitos
regulares, me refiero al francotirador», afirma, apuntando con bala a la intelligentsia francesa. Otras veces, el
precio será más alto: como los ataques y críticas acerbas que recibió.
Resulta tan
difícil mantenerse en esa postura de exigencia personal que, en la conferencia
que siguió al premio Nobel, deducía: «Se explica que tengamos más periodistas
que escritores, más boy-scouts de
la pintura que cézannes y
que, en fin, la biblioteca rosa o la novela negra hayan ocupado el lugar
de Guerra y paz o de La cartuja de Parma». En sus papeles
privados, confiesa momentos de desaliento: «Desagrado profundo de toda
sociedad. Tentación de huir y de aceptar la decadencia de la época. La soledad
me hace feliz. Pero también la impresión de que la decadencia empieza a partir
del momento en que se la acepta. Y uno permanece, para que el hombre permanezca
a la altura que le corresponde. Exactamente para impedir que descienda de ella».
La lucha por los valores
Camus
encontró una herramienta imprescindible de búsqueda y de supervivencia: los
valores. Esto podría entenderse como un rasgo de la antiposmodernidad: «El
primer deber de nuestra vida pública estriba, pues, en servir a la esperanza de
los valores […] y con la decisión de defenderlos, la voluntad al menos de
definirlos».
Su vocación
como artista y creador es «servir desde mi puesto a unos cuantos valores sin
los cuales un mundo, incluso transformado, no vale la pena de ser vivido, sin
los cuales un hombre, incluso nuevo, no merecería ser respetado», tal y como
escribe en Crónicas (1948-1953).
Y añade: «Eso es lo que quiero decirle antes de despedirme: no puede usted
prescindir de esos valores, y los volverá a encontrar creyendo recrearlos. No
vivimos solo de lucha y de odio. No morimos siempre con las armas en la mano.
Está la historia y están otras cosas, la simple felicidad, la pasión de los
seres, la belleza natural. También ellas son raíces que la historia ignora, y
Europa, por haberlas perdido, es hoy un desierto».
Camus se
adelanta así a la cuestión que planteará la posmodernidad y propone una
contestación hecha de honestidad intelectual, aceptación de la realidad, amor a
la belleza y esperanza en los valores. Incluso hay un instante en que parece
que dirige la mirada, a través del tiempo, directamente a los más célebres
posmodernos, y les pregunta, desde el Cuaderno
V de sus Carnets: «¿No
creen ustedes que todos somos responsables de la falta de valores? Y que si
todos nosotros, que procedemos del nietzscheísmo, del nihilismo o del realismo
histórico, confesáramos públicamente que nos hemos equivocado, que existen
valores morales y que en lo sucesivo haremos lo que sea necesario para
fundarlos e ilustrarlos, ¿esto podría ser el comienzo de una esperanza?».
Él sí
confesó públicamente sus equivocaciones. Y en la solemne ocasión de su discurso
del Nobel, asume dos responsabilidades concretas que le obligaban: «El servicio
de la verdad y el de la libertad». La sola mención de la verdad suena a
provocación y disuelve el relativismo como un azucarillo. Camus la proclama con
vigor en Crónicas (1944-1948):
«Toda idea falsa termina en sangre, pero se trata siempre de la sangre de los
otros. Eso explica que algunos de nuestros filósofos se sientan a sus anchas
diciendo lo primero que se les pasa por la cabeza».
No
sorprende, por tanto, que, a raíz de la publicación de El hombre rebelde, Camus sostuviese una
polémica en la revista Les tempes
modernes, con Jean-Paul Sartre. Camus aseguraba frente a Sartre
-cercano al comunismo- que el marxismo deriva en la muerte de la libertad, y se
remitía -de nuevo- a los crímenes del régimen estalinista.
En paralelo
y en sentido contrario, late su pasión por la libertad. No en vano lamenta que
«la pasión más fuerte del siglo XX ha sido la servidumbre».
Desafiando a los marxistas, escoge la libertad frente a la justicia, porque sin
libertad no hay justicia: «Aunque la justicia no se cumpla, la libertad
preserva el poder de protestar contra la injusticia y salva la comunicación. La
justicia en un mundo silencioso, la justicia de los mudos destruye la
complicidad, niega la rebelión y restituye el consentimiento, pero esta vez en
su forma más baja. Aquí se ve la primacía que adquiere poco a poco el valor de
la libertad».
Ni por el
precio de una sociedad ideal renunciaría a la libertad: «Incluso aunque la
sociedad resultara transformada de súbito y se volviera decente y confortable
para todos, si en ella no reinara la libertad seguiría siendo una barbarie. […]
Si alguien les retira el pan, suprime al mismo tiempo vuestra libertad. Pero si
alguien les arrebata vuestra libertad, tengan la seguridad de que vuestro pan
está amenazado, pues ya no depende de ustedes y de vuestra lucha, sino de la
buena voluntad de un asno». Estas palabras nos colocan ante el clásico discurso
antiutopía de los que en este artículo estamos llamando antimodernos y
antiposmodernos.
No es solo
el futuro. Proclama Camus: «Sin la libertad, no realizaremos nada y perderemos
a la vez la justicia futura y la belleza antigua». Sin libertad, no hay
presente, ni futuro, ni pasado. Pero a estas alturas ya sabemos que Albert
Camus no se conforma con grandes y bonitas declaraciones de principios y
advierte, con la honestidad del que no quiere engañarnos ni con la belleza de
su discurso: «La libertad no está hecha en primer lugar de
privilegios, está hecha sobre todo de deberes».
en Nueva Revista, España, 6 de
noviembre de 2019
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