jueves, febrero 13, 2020

“Albert Camus: la honestidad frente a las ideologías”, de Enrique García-Máiquez




En El hombre rebelde (1951) Camus rompe con el marxismo, 
que le había atraído desde joven, y pasa a defender al hombre concreto 
por encima de cualquier ideología totalitaria.


Las cada vez más numerosas posturas críticas frente a la posmodernidad, aunque muy heterogéneas, se aglutinan en torno a un común denominador: el retorno al realismo. Los llamamos «antiposmodernos» con un término creado a partir del libro Los antimodernos (Acantilado, 2007), de Antoine Compagnon (Bruselas, 1950). Los antiposmodernos serían, pues, quienes se oponen (en los campos más diversos, del arte a la zoología, pasando por la pedagogía) a pasar por alto la realidad. Frente al utópico sueño de lo mejor, enemigo de lo bueno, prefieren la vigilia esforzada de la vida real.

Comenzamos por El hombre rebelde (1951), el libro donde el escritor francés Albert Camus (1913-1960) expone su rebelión en defensa del hombre común, por la libertad y mediante la acción cotidiana frente a los grandes sistemas, las ideologías totalizantes como el marxismo y el nazismo, y contra las justificaciones políticas que pasan por encima de la realidad, de los derechos individuales y de la conciencia y la felicidad personal. Son indicios que permitirían incluir a Albert Camus entre los precursores de la antiposmodernidad.


Contra el nihilismo

Los más sistemáticos críticos de la posmodernidad denuncian que en su centro filosófico hay un vacío nihilista. Camus había alertado ya de ese riesgo. En El hombre rebelde, el nihilismo es su verdadera bestia negra. «Tras el asesinato del rey, y de Dios, el hombre está solo en el mundo. Nada tiene sentido». Aparece entonces «la tentación del nihilismo», con «el terrorismo estatal, en el fascismo -que es terror irracional-, o en el comunismo -terror racional-».

Estas ideologías o sistemas filosóficos y políticos abocan al nihilismo a fuerza de alejar al hombre de su circunstancia concreta y, en consecuencia, de la verdad. O explicado por Camus refiriéndose al marxismo hegeliano: «El racionalismo más absoluto que la historia haya conocido termina, como es lógico, identificándose con el nihilismo más absoluto». No extraña, por tanto, que Camus aplauda la «amenaza» que Kierkegaard blandió ante Hegel: enviarle a un joven que le pidiera consejos. Significaba plantar la vida real frente al sistema.

¿Por qué este enfrentamiento frontal? Porque Camus comprende las consecuencias personales, políticas y civilizatorias del marxismo y también del nihilismo. Es el callejón sin salida en el que se encuentra el protagonista de su obra Calígula: «No se puede destruir todo sin destruirse a sí mismo». Idea que desarrolla en su libro Crónicas (1948-1952): «Todos comprendimos entonces que cierto nihilismo, del cual éramos más o menos solidarios, nos dejaba sin defensas lógicas […] No hay un nihilismo bueno y otro malo, no hay sino una larga y feroz aventura de la cual todos somos solidarios. El valor consiste en decirlo con claridad y en reflexionar en este callejón para encontrarle una salida». Mientras tanto, habrá que hacerse fuerte en lo positivo que hay y no tratar de escurrir el bulto en un cinismo disolvente. En La peste (1947) lo subraya: «Decir simplemente algo que se aprende en medio de las plagas: que hay en los hombres más cosas dignas de admiración que de desprecio».

Su progresivo distanciamiento del marxismo se produce, además, de por estas razones intelectuales, por sus experiencias personales. En primer lugar, el desencanto del autor ante el Partido Comunista, al que se sintió atraído en su juventud -llegó a militar durante dos años en Argelia-. No entendía como el espíritu de partido podía evitar que todos repudiasen aquella ideología: el gulag o «el efecto concentracionario», como él lo llamaba, no dejó nunca de parecerle un escándalo insoslayable.

Igual que otros intelectuales franceses inicialmente seducidos por el marxismo, como André Gide cuando viajó a la URSS en los años treinta, Camus se sintió traicionado por la deriva totalitaria de regímenes como el soviético. Ese desencanto quedó reflejado en una fase célebre, a raíz de la muerte de Andreu Nin, dirigente del POUM (Partido Obrero de Unificación Marxista), marxista disidente de la URSS, asesinado y torturado por agentes soviéticos enviados a España, en 1937. «La muerte de Nin -señaló Camus- constituyó un viraje en la tragedia del siglo XX, que es el siglo de la revolución traicionada».

El problema de fondo radica en la pérdida progresiva de sentido a la que aboca la obcecación en lo abstracto. «Si nada tiene sentido, todo está permitido», advierte en Calígula (1945). Y en las Crónicas (1944-1948): «La verdadera desesperación no nace frente a una terca adversidad, ni en el agotamiento de una lucha desigual. Provienen de que ya no conocemos las razones para luchar».


La realidad ante las ideologías

Para huir del nihilismo, hay que regresar a lo que existe, al realismo o, mejor dicho, a la realidad. En uno de sus últimos cuadernos el autor se propone: «Despolitizar por completo el espíritu para humanizar. […] Permanecer cerca de la realidad de los seres y cosas. Volver lo más a menudo posible a la felicidad personal. No negarse a reconocer lo que es verdad, aun cuando lo verdadero parezca contrariar lo deseable». Es un planteamiento ontológicamente contrario a la posmodernidad, para la que nada deja de ser construido, social o político, metalingüístico, disuelto, líquido, vaporoso...

Como un lema de la casa, escribe: «La abstracción es el mal». Y tampoco se permite la abstracción de hablar de la abstracción en abstracto, sino que la identifica con las teorías filosóficas y políticas que han perdido contacto con lo concreto: «Cuando se quiere unificar el mundo entero en nombre de una teoría, no queda otro camino sino lograr que ese mundo sea tan descarnado, ciego y sordo como la teoría misma. No les queda otro camino que cortar las raíces que unen al hombre con la vida y la naturaleza».

Ello porta un germen de violencia, en principio, ideológica, aunque, en última instancia, policial. En la novela La caída (1956), el dictado actual de lo políticamente correcto resultó predicho con amarga ironía: «Nuestra vieja Europa filosofa por fin como es debido. Ya no decimos, como en épocas ingenuas: “Yo pienso así, ¿cuáles son sus objeciones?”. Ahora hemos adquirido lucidez; reemplazamos el diálogo por el comunicado. “Nosotros decimos que esta es la verdad. Vosotros siempre podréis discutirla. Eso no nos interesa”. Pero, dentro de algunos años, la policía les mostrará que yo tengo razón».

Camus no necesitó conocer el ambiente intelectual de hoy para escribir en sus Crónicas: «El largo diálogo de los hombres acaba de cortarse. Y, por supuesto, un hombre a quien no se puede persuadir es un hombre que da miedo. Así, al lado de los que no hablaban porque lo juzgaban inútil, se extendían y se extiende aún una inmensa conspiración del silencio […] El miedo es una técnica. […] Vivimos en el terror porque ya no es posible la persuasión, porque el hombre […] no puede volverse hacia esa parte de sí mismo […] que reencuentra ante la belleza del mundo y de los rostros; porque vivimos en el mundo de la abstracción, el mundo de las oficinas y de las máquinas, de las ideas absolutas y del mesianismo sin matices. Nos asfixia esa gente que cree tener la razón absoluta, ya sea con sus máquinas o con sus ideas».

El escritor se hace fuerte en un activo antiintelectualismo estético, en perfecta consonancia con la tradición antimoderna. Se podría considerar que Camus fue precursor en esto: «¿Por qué soy un artista y no un filósofo? Porque pienso según las palabras y no según las ideas». Ni la literatura ni las otras artes han perdido el contacto con lo real. Junto con el amor, son para Camus el lugar donde la realidad se manifiesta. «La obra de arte, por el mero hecho de existir, niega las conquistas de la ideología», constata. Y si no lo hiciese, no sería auténtico arte, como puede pasarle a sus manifestaciones más metalingüísticas, líquidas y nihilistas: «Pero a fuerza de rechazarlo todo, incluso la tradición de su arte, el artista contemporáneo llega a hacerse la ilusión de crear sus propias reglas y acaba creyéndose Dios. Cree poder crear por sí mismo su realidad».

Y Camus pone un ejemplo: «Wilde quiso poner el arte por encima de todo. Pero la grandeza del arte no reside en planear por encima de todo. Consiste, por el contrario, en que todo está mezclado. Wilde acabó entendiéndolo gracias al dolor. Pero es culpa de esta época el que siempre sea preciso el dolor y la servidumbre para vislumbrar una verdad que también se encuentra en la felicidad cuando el corazón es digno de ella».


La revolución no es el valor más alto

La revolución «puede ser juzgada, pues no es el valor más alto. Si acaba humillando lo que en el hombre está por encima de ella, debe ser condenada». Propugna la necesidad urgente de un socialismo distinto que «no plantea la cuestión fútil del progreso […] ni cree en las doctrinas absolutas e infalibles, sino en la mejora obstinada, caótica aunque incansable de la condición humana».

Ante los reproches públicos porque sus libros «no ponían de relieve el aspecto político», replica en sus Carnets: «Quieren que ponga en escena a los partidos. Pero yo solo pongo en escena a individuos opuestos a la máquina del Estado, porque sé lo que digo».

Sabía lo que decía. Como explica Jaime Antúnez en Crónica de las ideas (2001): «El pensamiento débil no es más que esa huida hacia delante del vacío existencial que recorre la cultura que ha olvidado el sentido, el para qué, y que ha fragmentado la realidad para convertirla en cosas que ocupen espacios y deseos, pero que no colman el anhelo más profundo del hombre». Albert Camus, aunque parte de una misma angustia ante el absurdo, corre en sentido contrario, en busca del sentido que colme al hombre.

No veía solo la amenaza que implicaban las grandes ideologías, sino que también detectaba la debilidad interior del hombre contemporáneo. La novela La caída levanta un testimonio sin ambages: «A veces pienso en lo que dirán de nosotros los historiadores futuros. Les bastará una frase para caracterizar al hombre moderno: fornicaban y leían periódicos».

En Crónicas (1944-1948) ofrece remedios: «Si tuviera tiempo, también diría que esos hombres deberían tratar de preservar en su vida personal la porción de alegría que no pertenece a la historia. Quieren hacernos creer que el mundo actual necesita hombres identificados totalmente con su doctrina y que persigan fines definitivos mediante la sumisión total a sus convicciones. Creo que ese tipo de hombres, en la situación en que está el mundo, es más dañino que benéfico. Pero admitiendo, lo que yo no creo, que acaben por conseguir el triunfo del bien al final de los tiempos, sí creo que es preciso que exista otro tipo de hombres, atentos a preservar el matiz delicado, el estilo de vida, la posibilidad de ser felices, el amor y, por último, el difícil equilibrio que los hijos de esos mismos hombres necesitarán al cabo, incluso si se realiza la sociedad perfecta».

Comparte, en consecuencia, la posición de Tolstói, que advertía contra los revolucionarios ignorantes y orgullosos «que tratan de transformar el mundo sin saber dónde se encuentra la verdadera felicidad». Desengañado frente a las ideologías, Camus afirma: «No queda sino intentar una cosa, que es la vía intermedia y sencilla de una honradez desprovista de ilusiones, prudente lealtad y obstinación en reforzar solamente la dignidad humana».


Una resistencia interior

El hombre concreto que más cerca tiene Camus es él y no escatima exigencias personales, consciente de que incluso el eco de su obra depende de ello: «Para que un pensamiento cambie al mundo, primero tiene que cambiar la vida de quien lo concibe». Y apostilla: «Prefiero hombres comprometidos a literaturas comprometidas». Lo que no obsta para que reconozca sus incumplimientos o incoherencias. A la vista de los cuales, se pone unos mínimos morales, reconocidos solemnemente en el discurso de recepción del premio Nobel: «Cualesquiera que sean nuestras debilidades personales, la nobleza de nuestro oficio arraigará siempre en dos compromisos difíciles de mantener: la negativa a mentir sobre lo que se sabe y la resistencia a la opresión».

No ignoraba el precio de su postura: «Para que un valor, o una virtud, arraigue en una sociedad, hay que defenderlos de verdad, es decir, pagar por ellos siempre que se pueda». Con frecuencia, el precio será la soledad: «El único artista comprometido es el que, sin rechazar el combate, se niega al menos a sumarse a los ejércitos regulares, me refiero al francotirador», afirma, apuntando con bala a la intelligentsia francesa. Otras veces, el precio será más alto: como los ataques y críticas acerbas que recibió.

Resulta tan difícil mantenerse en esa postura de exigencia personal que, en la conferencia que siguió al premio Nobel, deducía: «Se explica que tengamos más periodistas que escritores, más boy-scouts de la pintura que cézannes y que, en fin, la biblioteca rosa o la novela negra hayan ocupado el lugar de Guerra y paz o de La cartuja de Parma». En sus papeles privados, confiesa momentos de desaliento: «Desagrado profundo de toda sociedad. Tentación de huir y de aceptar la decadencia de la época. La soledad me hace feliz. Pero también la impresión de que la decadencia empieza a partir del momento en que se la acepta. Y uno permanece, para que el hombre permanezca a la altura que le corresponde. Exactamente para impedir que descienda de ella».


La lucha por los valores

Camus encontró una herramienta imprescindible de búsqueda y de supervivencia: los valores. Esto podría entenderse como un rasgo de la antiposmodernidad: «El primer deber de nuestra vida pública estriba, pues, en servir a la esperanza de los valores […] y con la decisión de defenderlos, la voluntad al menos de definirlos».

Su vocación como artista y creador es «servir desde mi puesto a unos cuantos valores sin los cuales un mundo, incluso transformado, no vale la pena de ser vivido, sin los cuales un hombre, incluso nuevo, no merecería ser respetado», tal y como escribe en Crónicas (1948-1953). Y añade: «Eso es lo que quiero decirle antes de despedirme: no puede usted prescindir de esos valores, y los volverá a encontrar creyendo recrearlos. No vivimos solo de lucha y de odio. No morimos siempre con las armas en la mano. Está la historia y están otras cosas, la simple felicidad, la pasión de los seres, la belleza natural. También ellas son raíces que la historia ignora, y Europa, por haberlas perdido, es hoy un desierto».

Camus se adelanta así a la cuestión que planteará la posmodernidad y propone una contestación hecha de honestidad intelectual, aceptación de la realidad, amor a la belleza y esperanza en los valores. Incluso hay un instante en que parece que dirige la mirada, a través del tiempo, directamente a los más célebres posmodernos, y les pregunta, desde el Cuaderno V de sus Carnets: «¿No creen ustedes que todos somos responsables de la falta de valores? Y que si todos nosotros, que procedemos del nietzscheísmo, del nihilismo o del realismo histórico, confesáramos públicamente que nos hemos equivocado, que existen valores morales y que en lo sucesivo haremos lo que sea necesario para fundarlos e ilustrarlos, ¿esto podría ser el comienzo de una esperanza?».

Él sí confesó públicamente sus equivocaciones. Y en la solemne ocasión de su discurso del Nobel, asume dos responsabilidades concretas que le obligaban: «El servicio de la verdad y el de la libertad». La sola mención de la verdad suena a provocación y disuelve el relativismo como un azucarillo. Camus la proclama con vigor en Crónicas (1944-1948): «Toda idea falsa termina en sangre, pero se trata siempre de la sangre de los otros. Eso explica que algunos de nuestros filósofos se sientan a sus anchas diciendo lo primero que se les pasa por la cabeza».

No sorprende, por tanto, que, a raíz de la publicación de El hombre rebelde, Camus sostuviese una polémica en la revista Les tempes modernes, con Jean-Paul Sartre. Camus aseguraba frente a Sartre -cercano al comunismo- que el marxismo deriva en la muerte de la libertad, y se remitía -de nuevo- a los crímenes del régimen estalinista.

En paralelo y en sentido contrario, late su pasión por la libertad. No en vano lamenta que «la pasión más fuerte del siglo XX ha sido la servidumbre». Desafiando a los marxistas, escoge la libertad frente a la justicia, porque sin libertad no hay justicia: «Aunque la justicia no se cumpla, la libertad preserva el poder de protestar contra la injusticia y salva la comunicación. La justicia en un mundo silencioso, la justicia de los mudos destruye la complicidad, niega la rebelión y restituye el consentimiento, pero esta vez en su forma más baja. Aquí se ve la primacía que adquiere poco a poco el valor de la libertad».

Ni por el precio de una sociedad ideal renunciaría a la libertad: «Incluso aunque la sociedad resultara transformada de súbito y se volviera decente y confortable para todos, si en ella no reinara la libertad seguiría siendo una barbarie. […] Si alguien les retira el pan, suprime al mismo tiempo vuestra libertad. Pero si alguien les arrebata vuestra libertad, tengan la seguridad de que vuestro pan está amenazado, pues ya no depende de ustedes y de vuestra lucha, sino de la buena voluntad de un asno». Estas palabras nos colocan ante el clásico discurso antiutopía de los que en este artículo estamos llamando antimodernos y antiposmodernos.

No es solo el futuro. Proclama Camus: «Sin la libertad, no realizaremos nada y perderemos a la vez la justicia futura y la belleza antigua». Sin libertad, no hay presente, ni futuro, ni pasado. Pero a estas alturas ya sabemos que Albert Camus no se conforma con grandes y bonitas declaraciones de principios y advierte, con la honestidad del que no quiere engañarnos ni con la belleza de su discurso: «La libertad no está hecha en primer lugar de privilegios, está hecha sobre todo de deberes».



en Nueva Revista, España, 6 de noviembre de 2019











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