Como Borges escribió casi siempre textos cortos,
existe la errada creencia de que su obra es muy breve. En realidad, es enorme;
se comprueba ahora con las recopilaciones póstumas, que cada año, cada mes,
llueven abrumadoramente sobre sus crecientes y justificados admiradores. Buen
número de esos libros son forzados e interesados, pues constan de artículos o
notas que se editan en contra de la voluntad de su autor, quien no los
consideró dignos de esa relativa perennidad que significa el libro. Pero
algunos de ellos deben ser bienvenidos, pues rescatan textos interesantes que
nos enriquecen el mundo de Borges.
Es el caso de Borges
en Sur (Emecé, Buenos Aires, 1999), en el que Sara Luisa del Carril y
Mercedes Rubio de Socchi han reunido todos los textos de Borges publicados en
Sur “que permanecían fuera del alcance del público”. El volumen, aunque
compuesto de notas, reseñas de libros y películas, cartas, discursos,
cuestionarios y otros textos de compromiso, se lee con el placer que deparan
los ensayos o incluso los relatos que el propio Borges reunió en libros. Porque
casi todos ellos están escritos en el maravilloso estilo que creó, prodigio de
precisión e inteligencia, de ironía (que podía ser mortal en las polémicas,
como en su respuesta a Ezequiel Martínez Estrada, que lo había llamado
“turiferario a sueldo” de la dictadura militar), humor y de una inmensa cultura
literaria. Gide cuenta en su Diario
que él y sus compañeros de redacción se empeñaron en que la parte más creativa
y rigurosa de la Nouvelle Revue Française fuera la habitualmente menos
considerada, es decir, la de las notas y reseñas, por lo general, meras cuñas o
rellenos, y que a este material debió la publicación su prestigio, tanto como a
las colaboraciones importantes.
Algo parecido podría decirse de Sur, donde, en casi
todos los números, Borges se encargaba de escribir pequeños textos de
circunstancias. Leyendo esta compilación comprobamos que ellos fueron el alma
de la gran revista argentina que fundó y dirigió Victoria Ocampo. La fundó y
dirigió, sí, prestando con ello un impagable servicio a su país, a América
Latina y a la lengua española, pero quien le imprimió una personalidad y un
carácter, una orientación -unas manías y unas fobias-, un rigor intelectual y
ciertas coordenadas morales, fue Borges. Estos textos delatan ese magisterio,
en cada página, en cada frase: la curiosidad universal que abarca todas las
lenguas, todas las culturas (pero, de preferencia, la inglesa), el rechazo
frontal del costumbrismo y el regionalismo literarios, de la literatura al
servicio de la religión o de la ideología, del nacionalismo y el patrioterismo
como coartadas culturales, y un exigente buen gusto.
Los textos sirven también para hacerse una idea
bastante clara de las ideas y actitudes políticas de Borges, tema sobre el que
todavía existe mucha confusión, y más estereotipos y caricaturas que
conocimientos. Es verdad que Borges tenía un desinterés desdeñoso por la
política (“es una de las formas del tedio”, me dijo la primera vez que lo
entrevisté, en 1964, en París), pero eso no da credenciales de apolítico:
despreciar la política es una toma de posición tan política como adorarla. En
verdad, ese desdén era consecuencia de su escepticismo, de su incapacidad para
abrazar cualquier fe, religiosa o ideológica. ¿Cómo hubiera podido hacer suyo
un entusiasmo político, no se diga una militancia, ese agnóstico que llegó a
tomarse bastante en serio el idealismo del obispo Berkeley, quien postuló que
la realidad no existía, que solo existía ese espejismo, o ficción cósmica,
nuestras ideas o fantasías de la realidad? Jugaba con ese tema, desde luego,
pero el juego de proclamar la esencial inexistencia del mundo material, de la
historia y de lo objetivo, y del sueño y la ficción como la sola realidad, se
convirtió en una creencia seria y no solo dio a su obra un tema recurrente y
original; también, llegó a transubstanciarse en su concepción de la realidad.
Sin embargo, este escéptico y agnóstico, incapaz de
creer en Dios y alérgico a todo entusiasmo partidista en materia política,
manifestó en muchas ocasiones, como se advierte en estos textos, preferencias y
rechazos políticos perfectamente claros. Se declaró alguna vez un “anarquista
espenceriano”, algo que no quiere decir gran cosa. En verdad, fue un
individualista recalcitrante, constitutivamente alérgico a ceder un ápice de su
independencia y a disolverla en lo gregario, lo que, de hecho, lo convertía en
un enemigo declarado de toda doctrina y formación política colectivista, como
el fascismo, el nazismo o el comunismo, de los que fue adversario sistemático y
pugnaz toda su vida.
Para serlo, en la Argentina de los años treinta y
cuarenta, hacía falta convicción y coraje. La viscosa que es el peronismo se ha
encargado de que no se recuerde ahora que en aquellos años Perón y su régimen
eran pronazis, simpatizantes del Eje durante la guerra, al que prestaron
innumerables servicios (algunos descubiertos y muchos encubiertos) y que tanto
en el campo intelectual como en el político, la dictadura peronista estuvo más
cerca de Hitler y Mussolini que de los aliados, a los que terminó por plegarse
de manera oportunista solo cuando la victoria era inminente. Aunque con típica
coquetería, declaraba carecer “de toda vocación de heroísmo, de toda facultad
política”, Borges no cesó en esos años de denunciar en sus textos la “pedagogía
del odio” y el racismo de los nazis, de defender a los judíos y manifestar su
solidaridad con la causa de los aliados en la guerra contra Alemania. (“Mentalmente,
el nazismo no es otra cosa que la exacerbación de un prejuicio del que adolecen
todos los hombres: la certidumbre de la superioridad de su patria, de su
idioma, de su religión, de su sangre”.) Por “ser partidario de los aliados”,
fue penalizado por el gobierno de Perón, que lo “degradó”, removiéndolo del
modesto cargo que ocupaba -auxiliar tercero en una biblioteca municipal del
barrio Sur- a “inspector de aves de corral” (es decir, de gallineros).
Con lucidez, Borges vio en el nazismo la excrecencia
de un mal mayor y más extendido: el nacionalismo. Lo denunció siempre, en la
cultura y en la política, de una manera explícita y con esas cáusticas
sentencias de su invención que, a la vez que sintetizaban en pocas frases un
complejo argumento, demolían de antemano toda posible refutación. A menudo se
burlaba de esos “turbios sentimientos patrióticos” que servían para justificar
la mediocridad artística: “Idolatrar un adefesio porque es autóctono, dormir
por la patria, agradecer el tedio cuando es de elaboración nacional, me parece
un absurdo”. Nada le provocaba tanta indignación como que lo acusaran a él, a
Victoria Ocampo, o a Sur de “falta de argentinidad”. Esa acusación, escribió
luminosamente, “la hacen quienes se llaman nacionalistas, es decir, quienes por
un lado ponderan lo nacional, lo argentino y al mismo tiempo tienen tan pobre
idea de lo argentino, que creen que los argentinos estamos condenados a lo
meramente vernáculo y somos indignos de tratar de considerar el universo”.
Por eso, el Borges que declaraba “yo abomino del
nacionalismo que es un mal de época”, defendió con consecuencia lógica la
opción contraria -“sentir todo el mundo como nuestra patria”-, una opción tan
írrita a la izquierda como a la derecha, adversarios en muchas cosas pero con
frecuencia atizadores del “sentimiento nacional” y a menudo del patrioterismo
demagógico. En un homenaje póstumo a Victoria Ocampo, Borges fue muy explícito
en su vocación de ciudadano del mundo: “Ser cosmopolita no significa ser
indiferente a un país, y ser sensible a otros, no. Significa la generosa
ambición de querer ser sensible a todos los países y a todas las épocas, el
deseo de eternidad…”.
No eran aspavientos retóricos. Mostró la seriedad
de sus convicciones antinacionalistas, durante la guerra de las Malvinas -“la
pelea de dos calvos por un peine”, se burló-, a la que se opuso, escribiendo un
poema. Lo había hecho también en contra de un conflicto con Chile, firmando un
manifiesto de protesta contra la acción del gobierno militar en el que lo acompañaron
apenas un puñadito de intelectuales argentinos. Su horror al nacionalismo
explica, en parte, su hostilidad a la dictadura de Perón, consistente y sin
fallas los doce años que duró (“años de oprobio y soberbia”, los llamó). El
“dictador encarnó el mal”, dijo, y muchas veces recordó luego “la felicidad que
sentí, una mañana de septiembre, cuando triunfó la revolución” que depuso a
Perón.
En todo esto hay una coherencia que, sin embargo,
se rompe con brusquedad con el apoyo franco que Borges prestó a dos de las
dictaduras militares argentinas, la que derrocó a Perón (la de Aramburu y
Rojas) y la que puso fin al gobierno de Isabelita Perón (la de Videla). Es un
apoyo que no congenia para nada con su identificación con la causa aliada
contra los nazis en la Segunda Guerra Mundial, y con su descripción tan exacta,
en un discurso de agosto de 1946, del fenómeno autoritario: “Las dictaduras
fomentan la opresión, las dictaduras fomentan el servilismo, las dictaduras
fomentan la crueldad; más abominable es el hecho de que fomentan la idiotez”.
¿Cómo explicar esta contradicción? Por razones
circunstanciales, ante todo. El levantamiento militar de Aramburu acabó con la
ominosa tiranía populista y nacionalista de Perón, que, además de cancelar la
democracia argentina, se las había arreglado para volver subdesarrollado y
pobre a un país que tres décadas antes era uno de los países más modernos y
prósperos del mundo. La ilusión de que el final del peronismo trajera consigo
la democracia pudo explicar el inicial entusiasmo de Borges con el régimen
militar. ¿Pero, y después, cuando fue evidente que no era la democracia sino
otra dictadura, y no menos oprobiosa que la peronista, aunque de distinto signo
ideológico, la que reprimía, censuraba, encarcelaba y mataba? Ya no resulta
fácil explicar como un mero espejismo la simpatía de Borges por el régimen
militar, del que, además, aceptó nombramientos y distinciones sin la menor
reticencia.
Todavía más difícil de comprender es su entusiasmo
inicial con la dictadura del general Videla, que acabó con el relativamente
corto renacimiento de la democracia en Argentina, cuando esta, es verdad, había
tocado fondo en lo que se refiere a caos y violencia con los desafueros de
Isabelita y su siniestro consejero López Rega. Pero esa dictadura militar fue
una de las más desalmadas y sanguinarias que haya padecido América Latina, una
dictadura que torturó, asesinó, censuró y reprimió con más ferocidad y falta de
escrúpulos que todas las que le habían precedido. Es verdad que, cuando Borges
llamó “caballeros” a los miembros de la junta militar, y fue a tomar el té con
ellos a la Casa Rosada, era todavía en los comienzos, antes de que la represión
alcanzara las dimensiones vertiginosas que luego tendría. Más tarde, sobre todo
a partir de la diferencia de Argentina con Chile sobre el Beagle, tomó
distancia con el régimen militar y lo censuró acremente. Declaró que los
militares deberían retirarse del gobierno “porque pasarse la vida en los
cuarteles y en los desfiles, no capacita a nadie para gobernar”. En 1981
provocó un escándalo, que atrajo sobre él una lluvia de diatribas de la prensa
oficial, por afirmar que “los militares argentinos no habían oído silbar una
bala”. Entre las recriminaciones, mereció una belicosa carta pública de un general.
Pero esta toma de distancia con la dictadura militar fue tardía, y no lo
bastante diáfana como para borrar la desazón tremenda que causaron, no solo en
sus enemigos, sino también en sus más entusiastas admiradores (como el que esto
escribe), sus largos años de adhesión pública a regímenes autoritarios y
manchados de sangre. ¿Cómo se explica esta ceguera política y ética en quien,
respecto al peronismo, al nazismo, al marxismo, al nacionalismo, se había
mostrado tan sensato?
Tal vez porque su adhesión a la democracia fue no
solo cauta sino lastrada por el escepticismo que le merecían su país y América
Latina. Bromeaba solo a medias cuando dijo que la democracia era un abuso de
las estadísticas, o cuando se preguntaba si alguna vez los argentinos, los latinoamericanos,
“merecerían” el sistema democrático. En su secreta intimidad es obvio que se
respondía que no, que la democracia era un don de aquellos países antiguos y
lejanos, que él amaba tanto, como Inglaterra y Suiza, pero difícilmente
aclimatable en esos países a medio hacer como el que descubrió -el suyo- al
volver a América Latina hacia 1921: “Un territorio insípido, que no era, ya, la
pintoresca barbarie y que aún no era la cultura”. Esta cita es de 1952.
Leyendo la colección de textos reunidos en este
libro, se tiene la certeza de que, hasta el fin de sus días (que, de manera
simbólica, fue a terminar a Suiza, donde había pasado su niñez y juventud)
siguió creyendo lo mismo: su país y América Latina habían dejado atrás, tal
vez, el puro salvajismo, pero les faltaba mucho para alcanzar la civilización
(el territorio de la democracia y la cultura). Esa pobre consideración del
continente explica, tal vez, que este exigente fantaseador, que jamás hubiera
aceptado dar la mano a Franco, Stalin o a Hitler, aceptara ser recibido y
condecorado por el general Pinochet.
Una de las ausencias literarias más notorias en
este libro es, precisamente, América Latina. A excepción de su admirado Alfonso
Reyes, la literatura latinoamericana solo aparece encarnada en una antología de
poetas traducidos al inglés, para ser zaherida sin piedad: “La culpa de los
Huidobro, de los Peralta, de los Carrera Andrade, no es el abuso de metáforas
deslumbrantes; es la circunstancia banal de que infatigablemente las buscan y
de que infatigablemente no las encuentran”. Ese desprecio era parte de otro,
más amplio, por la “indigencia tradicional de las literaturas cuyo instrumento
es el español”. Cuando Borges, en uno de esos espléndidos relatos de Historia
universal de la infamia, describió el prontuario de Bill Harrigan, o Billy the
Kid, como el de alguien que “debía a la justicia de los hombres veintiuna
muertes -sin contar mejicanos” no solo hacía una de sus espléndidas boutades;
escondida en ella iba una sospecha que, me temo, lo acompañaría hasta el último
de sus días: América Latina no existía. Mejor dicho, existía solo a medias y
donde no importaba tanto, fuera de la civilización, es decir, de la literatura.
No es verdad que la obra de un escritor pueda
abstraerse por completo de sus ideas políticas, de sus creencias, de sus fobias
y filias éticas y sociales. Por el contrario, todo esto forma parte del barro
con que su fantasía y su palabra modelan sus ficciones. Borges es acaso el más
grande escritor que ha dado la lengua española después de los clásicos, de un
Cervantes o un Quevedo, pero eso no impide que su genio, como en el caso de
este último a quien él tanto admiraba, adolezca, pese o acaso debido a su
impoluta perfección, de una cierta inhumanidad, de ese fuego vital que, en
cambio, humaniza tanto la de un Cervantes. Esa limitación no estaba en la
impecable factura de su prosa o en la exquisita originalidad de su invención;
estaba en su manera de ver y entender la vida de los otros, la vida suya
enredada con la de los demás, en esa cosa tan despreciada por él y, a menudo,
tan justamente despreciable: la política.
Washington,
d.c., octubre de 1999
en Obras completas,
2006
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