La Revolución castrista comenzó después de 1959. Y,
con ella, comenzaba el gran entusiasmo, el gran estruendo y un nuevo terror.
Comenzaba una verdadera cacería contra los soldados de Batista, contra los
supuestos delatores, contra los militares del régimen en desgracia y contra los
«tigres» de Masferrer. Masferrer era un político cubano y a la vez un gánster;
términos que no se excluyen. En los últimos años se había hecho de un ejército
particular; casi todos sus soldados fueron ultimados en plena calle o en las
casas o en la Loma de la Cruz, a donde subían desesperados tratando de
abandonar el pueblo. Todo eso sucedía mientras Masferrer huía en una lancha
hacia Estados Unidos. En los primeros días, muchas personas fueron asesinadas
sin que se les celebrase juicio alguno. Después se crearon los llamados
«tribunales revolucionarios» y se fusilaba a la gente rápidamente: bastaba con
la delación de alguien ante algún juez improvisado por el nuevo régimen. Los
juicios eran representaciones teatrales donde la gente se divertía viendo cómo
condenaban al paredón a un pobre diablo, que tal vez sólo le había dado una
bofetada a alguien que ahora aprovechaba para vengarse; morían inocentes y
culpables. Ahora morían muchas más gentes que las que murieron en aquella
guerra que nunca se celebró.
A pesar de la euforia, muchos no estaban de acuerdo
con aquellos fusilamientos. Recuerdo particularmente esta imagen: un hombre era
conducido al paredón por haber matado a un joven revolucionario; el hombre
marchaba por la carretera escoltado por soldados rebeldes que impedían que la
muchedumbre lo despedazase para que, al menos, llegase vivo al paredón. De
pronto apareció en la calle una mujer vestida de negro que detuvo la
manifestación. Comenzó a gritar que lo castigaran, pero que no lo mataran; era
la madre del joven asesinado. No le hicieron caso a aquella mujer; su petición
de clemencia no contaba, sólo el nuevo orden y la necesidad de venganza tanto
tiempo reprimida; el hombre fue conducido fuera de la ciudad y allí se le
fusiló. Esos fusilamientos eran cotidianos.
En Holguín los juicios se celebraban en el teatro de
La Pantoja, que era una enorme escuela militar creada por Batista y que ahora
estaba en manos de los rebeldes. Eran juicios orales, espectaculares y
fulminantes. Muchas veces se transmitían por televisión. Han pasado más de
treinta años y todavía Fidel Castro sigue celebrando esos juicios teatrales y,
desde luego, de vez en cuando, también los televisa. Pero ahora Castro ya no
fusila a los esbirros de Batista, fusila a sus propios soldados y a veces hasta
a sus propios generales.
¿Por qué la inmensa mayoría del pueblo y los
intelectuales no nos dimos cuenta de que comenzaba otra vez una nueva tiranía,
aún más sangrienta que la anterior?
Quizá nos dimos cuenta, pero el entusiasmo de saber
que se vivía ahora en una revolución, que se había derrocado una dictadura y
que había llegado el momento de la venganza eran superiores a las injusticias y
a los crímenes que se estaban cometiendo. Además, no solamente se cometían
injusticias. Los fusilamientos se realizaban en nombre de la justicia y de la
libertad y, sobre todo, en nombre del pueblo.
El año 1960 fue todavía un año de júbilo colectivo;
se seguían fusilando a los llamados «esbirros», pero la inmensa mayoría de la
población, en medio de aquella euforia -hay que confesarlo- apoyaba los
fusilamientos. No es posible olvidar a aquellas multitudes enardecidas, de más
de un millón de personas, desfilando ante la Plaza de la Revolución -que, por
cierto, no había sido construida por la Revolución, sino por la tiranía
derrocada- gritando la palabra «paredón».
En aquel momento yo estaba integrado a la
Revolución; no tenía nada que perder, y entonces parecía que había mucho que
ganar; podía estudiar, salir de mi casa en Holguín, comenzar otra vida...
en Antes que anochezca (autobiografía), 1992
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