domingo, diciembre 08, 2019

“La Revolución”, de Reinaldo Arenas






La Revolución castrista comenzó después de 1959. Y, con ella, comenzaba el gran entusiasmo, el gran estruendo y un nuevo terror. Comenzaba una verdadera cacería contra los soldados de Batista, contra los supuestos delatores, contra los militares del régimen en desgracia y contra los «tigres» de Masferrer. Masferrer era un político cubano y a la vez un gánster; términos que no se excluyen. En los últimos años se había hecho de un ejército particular; casi todos sus soldados fueron ultimados en plena calle o en las casas o en la Loma de la Cruz, a donde subían desesperados tratando de abandonar el pueblo. Todo eso sucedía mientras Masferrer huía en una lancha hacia Estados Unidos. En los primeros días, muchas personas fueron asesinadas sin que se les celebrase juicio alguno. Después se crearon los llamados «tribunales revolucionarios» y se fusilaba a la gente rápidamente: bastaba con la delación de alguien ante algún juez improvisado por el nuevo régimen. Los juicios eran representaciones teatrales donde la gente se divertía viendo cómo condenaban al paredón a un pobre diablo, que tal vez sólo le había dado una bofetada a alguien que ahora aprovechaba para vengarse; morían inocentes y culpables. Ahora morían muchas más gentes que las que murieron en aquella guerra que nunca se celebró.

A pesar de la euforia, muchos no estaban de acuerdo con aquellos fusilamientos. Recuerdo particularmente esta imagen: un hombre era conducido al paredón por haber matado a un joven revolucionario; el hombre marchaba por la carretera escoltado por soldados rebeldes que impedían que la muchedumbre lo despedazase para que, al menos, llegase vivo al paredón. De pronto apareció en la calle una mujer vestida de negro que detuvo la manifestación. Comenzó a gritar que lo castigaran, pero que no lo mataran; era la madre del joven asesinado. No le hicieron caso a aquella mujer; su petición de clemencia no contaba, sólo el nuevo orden y la necesidad de venganza tanto tiempo reprimida; el hombre fue conducido fuera de la ciudad y allí se le fusiló. Esos fusilamientos eran cotidianos.

En Holguín los juicios se celebraban en el teatro de La Pantoja, que era una enorme escuela militar creada por Batista y que ahora estaba en manos de los rebeldes. Eran juicios orales, espectaculares y fulminantes. Muchas veces se transmitían por televisión. Han pasado más de treinta años y todavía Fidel Castro sigue celebrando esos juicios teatrales y, desde luego, de vez en cuando, también los televisa. Pero ahora Castro ya no fusila a los esbirros de Batista, fusila a sus propios soldados y a veces hasta a sus propios generales.

¿Por qué la inmensa mayoría del pueblo y los intelectuales no nos dimos cuenta de que comenzaba otra vez una nueva tiranía, aún más sangrienta que la anterior?

Quizá nos dimos cuenta, pero el entusiasmo de saber que se vivía ahora en una revolución, que se había derrocado una dictadura y que había llegado el momento de la venganza eran superiores a las injusticias y a los crímenes que se estaban cometiendo. Además, no solamente se cometían injusticias. Los fusilamientos se realizaban en nombre de la justicia y de la libertad y, sobre todo, en nombre del pueblo.

El año 1960 fue todavía un año de júbilo colectivo; se seguían fusilando a los llamados «esbirros», pero la inmensa mayoría de la población, en medio de aquella euforia -hay que confesarlo- apoyaba los fusilamientos. No es posible olvidar a aquellas multitudes enardecidas, de más de un millón de personas, desfilando ante la Plaza de la Revolución -que, por cierto, no había sido construida por la Revolución, sino por la tiranía derrocada- gritando la palabra «paredón».

En aquel momento yo estaba integrado a la Revolución; no tenía nada que perder, y entonces parecía que había mucho que ganar; podía estudiar, salir de mi casa en Holguín, comenzar otra vida...



en Antes que anochezca (autobiografía), 1992




 







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