Chile
vive días de furia. La nación más competitiva de América Latina atraviesa una
crisis de desencanto. Hay revueltas en el paraíso.
En
los últimos días, miles de personas han salido a protestar con cacerolazos, los
más jóvenes con bailes y cantos, manifestantes extremos han usado la violencia
y el presidente ha recurrido a medidas inéditas desde que volvió la democracia
al país: decretó un estado de emergencia, toque de queda y dispuso a los
militares a reguardar el orden. Al día de hoy, han muerto quince personas en
las movilizaciones; cuatro a manos de militares, el resto en incendios y
saqueos.
La
fantasía de que Chile es un “oasis” en una región convulsionada se resquebrajó.
Ahora un malestar casi instintivo se ha descubierto. Todo comenzó con una serie
de protestas en el liceo público más prestigioso del país, el Instituto
Nacional: desde hace semanas, algunos estudiantes habían exigido —unos de
manera pacífica, otros con violencia— mayores recursos al colegio y reformas al
sistema educativo. Para el 6 de octubre, cuando el gobierno de Sebastián Piñera
—el político-empresario de centroderecha que regresó a la presidencia tras una
victoria electoral en 2017— puso en vigor una alza en las tarifas del metro
decidida por un panel de expertos, estalló una ola de manifestaciones. Este
brote de indignación social no se trata del precio del transporte, sino de algo
más profundo: ha revelado una herida que el crecimiento económico había logrado
restañar, la desigualdad.
Un
estudio reciente reveló que si bien la clase media se ha ensanchado, el 1 por
ciento de la población en Chile acumula el 25 por ciento de la riqueza generada
en el país. La desigualdad no es nueva, pero hasta ahora se había tolerado por
la promesa de estabilidad, la reducción de la pobreza y la expansión del
consumo. Pero Piñera —cuyo lema con el que ganó las elecciones fue “vienen
tiempos mejores”— se enfrentó con la realidad: el país vive una desaceleración
económica y el Banco Mundial ha bajado las expectativas de crecimiento para este
año y el próximo. La quimera del crecimiento permanente se ha rasgado y esa
ruptura atiza el fuego de la desilusión que se ha detonado con ferocidad en la
última semana.
Desde
los años noventa, cuando Augusto Pinochet dejó el poder después de casi dos
décadas, Chile experimentó una era optimista de democratización y modernización
que redujo la pobreza del 30 al 6,4 por ciento en diecisiete años. La
ciudadanía cambió: más que a una ideología —gobiernos de izquierda y de derecha
se han intercalado la presidencia—, las nuevas generaciones han conformado una
fuerza opositora al poder: demandan mayor igualdad, exigen un bienestar social
más amplio e inclusivo y reclaman reformas al sistema de pensiones —hasta ahora
atadas a la trayectoria laboral y la capacidad de ahorro individual—, al de
salud y al educativo.
La
generación de chilenos nacidos ya en democracia, y que han sido protagonistas
en este estallido social, son hijos de esa herida que la expansión del consumo
mantenía a raya; pero que ha ido creciendo. Las multitudes que protestan no
están guiadas por partidos ni por movimientos visibles, carecen de un conjunto
claro de reivindicaciones. Los une más una sensibilidad común que declara
aborrecer la desigualdad y con una agenda —más diversidad y una mayor
protección al medioambiente, por ejemplo— que choca directamente con la de sus
antecesores; que son, justamente, quienes conducen al país.
El 22
de octubre, Piñera anunció la imposición de una agenda social después de una
reunión con distintas fuerzas políticas (aunque no todos lo apoyaron, el
Partido Socialista —su mayor opositor— no asistió a la reunión). Esa noche, el
presidente apareció ante las cámaras y compartió una lista de cambios, entre
otros: una mejora inmediata de las pensiones; el subsidio a medicamentos; la
creación de un ingreso mínimo garantizado; la estabilización de las tarifas
eléctricas; el aumento de impuestos a los sectores de mayores ingresos; la creación
de una defensoría de las víctimas de la delincuencia; limitación de las
reelecciones parlamentarias; la creación de un seguro de salud; acceso
universal a las salas cuna; una reducción de las contribuciones a los adultos
mayores. ¿Permitirá esta extensa agenda resolver la crisis y apagar el fervor?
Es un
primer paso prometedor, pero a largo plazo es insuficiente. Chile vive un
malestar social; pero también una crisis cultural y política. El gobierno de
Piñera debe conectarse más con la generación de chilenos que hoy protestan y
que mañana dirigirán el futuro del país. Los cacerolazos, la protesta
carnavalesca y festiva, ha estado acompañada del pillaje y el saqueo violento,
y Piñera, sin sacrificar los procedimientos democráticos, debe promover un
mayor diálogo, pacífico y efectivo. Solo así logrará atender las nuevas
sensibilidades e ir resolviendo los problemas estructurales que han abierto la
brecha de la desigualdad.
Chile
no puede tolerar la tentación de la violencia, no después de una dictadura
represiva y sangrienta. El país, hasta hace unos días, era un ejemplo de
excepcionalidad latinoamericana de bienestar e institucionalidad. Y debe seguir
siéndolo. El Estado chileno debe seguir comprometido con los mecanismos
democráticos: negociar con las fuerzas políticas opositoras, poner oído a la
nueva cultura de los jóvenes, avanzar reformas sociales, defender libertades
civiles y asegurar el crecimiento económico. No es fácil hacer todo eso a la
vez; pero de otra forma la herida seguirá abierta.
en
The New York Times, 23 de octubre de
2019
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