Cuando se han visto caer ya en
Londres las flores de la primavera y cómo ha aparecido, madurado y decaído el
verano, con esa rapidez con la que transcurre en las ciudades, y, sin embargo,
se está en Londres todavía, entonces, en un momento imprevisto, el campo alza
su cabeza florida y nos llama con su voz clara, urgente e imperiosa. Cerros y
colinas parecen surgir como surgirían en el horizonte celestial las filas
angélicas de un coro dedicado a rescatar a las almas sumidas en el vicio,
arrancándolas de sus tugurios.
El trajín callejero no hace
suficiente ruido para ahogar su voz, y las mil asechanzas londinenses no
podrían distraernos de su llamada. Una vez que se le ha oído, nos es imposible
sujetar la fantasía, que se siente fascinada por el recuerdo de cualquier
arroyuelo rural, con sus guijarros de colores… Londres entero cae vencido por
aquél, como un goliat metropolitano atacado de improviso.
De muy lejos vienen esas voces, tanto
en leguas como en años, porque esos montes y colinas que nos solicitan son los
montes que «fueron»; esa voz es la voz de antaño, del tiempo en que el rey de
los duendecillos soplaba aún su cuerno.
Yo veo ahora aquellas colinas de mi
infancia —porque ellas son las que me llaman—, las veo con sus rostros vueltos
hacia un atardecer de púrpura, cuando las frágiles figurillas de las hadas,
asomándose entre los helechos, espían el caer de la tarde. Sobre las cumbres
pacíficas no existen aún ni apetecibles mansiones ni regaladas residencias, que
han echado hoy a las gentes del lugar y las han sustituido por efímeros
inquilinos.
Cuando las colinas me llamaban iba a
buscarlas pedaleando en una bicicleta, carretera adelante, porque en el tren
perdemos el efecto de verlas acercarse poco a poco y no nos da tiempo para
sentir que vamos despojándonos de Londres como de un viejo y pertinaz pecado.
Ni se pasa tampoco por las aldehuelas del camino, que guardan alguno de los
últimos rumores de la montaña; ni nos queda esa sensación de maravilla de
verlas siempre allí, siempre las mismas, conforme nos acercamos a sus faldas,
mientras a lo lejos, distantes, sus santos rostros nos miran, acogedores. En el
tren nos las encontramos de improviso, al doblar una curva; de repente, allá se
presentan todas, todas sentadas bajo el sol.
Creo yo que si uno escapase al
peligro de algún enorme bosque tropical, las bestias salvajes decrecerían en
número y en crueldad conforme nos alejásemos, las tinieblas se irían disipando
poco a poco y el horror del lugar terminaría por desaparecer. Pues bien,
conforme uno se aproxima a los límites de Londres y las crestas de las montañas
comienzan a dejar sentir su influencia sobre nosotros, nos parece que las casas
urbanas aumentan en fealdad y las calles en abyección, que la oscuridad es
mayor y que los errores de la civilización resultan más claramente expuestos al
desprecio de los campos.
Donde la fealdad alcanza su apogeo,
en el sitio más hórrido y miserable, nos parece oír gritar al arquitecto: «¡Ya
he alcanzado la cumbre de lo horrible! ¡Bendito sea Satanás!». En aquel
instante, un puentecillo de ladrillos amarillentos se nos presenta como puerta
de afiligranada plata, abierta sobre el país de la maravilla.
Entramos en el campo.
A derecha e izquierda, todo lo lejos
que la vista alcanza, se extiende la ciudad monstruosa. Pero ante nosotros, los
campos cantan su vieja y eterna canción.
Una pradera hay allá, llena de
margaritas. La atraviesa un arroyuelo que corre bajo un bosquecillo de juncos.
Tenía la costumbre de descansar junto a aquel arroyuelo antes de continuar mi
larga jornada por los campos, hasta acercarme a las laderas de las montañas.
Allí acostumbraba yo a olvidarme de
Londres, calle tras calle. Algunas veces cogía un ramo de margaritas y se lo
mostraba a las montañas.
Frecuentemente iba allí. En un
principio no noté nada en aquel campo, sino su belleza y la sensación de paz
que producía.
Pero la segunda vez que fui pensé que
algo ominoso se ocultaba en aquellas praderas.
Allá abajo, entre las margaritas,
junto al somero arroyuelo, sentí que algo terrible podía acontecer. Allí
precisamente, en aquel mismo sitio.
No me detuve mucho en ese lugar.
Quizás, pensé, tanto tiempo sin salir de Londres me habrá despertado estas
mórbidas fantasías. Y me fui a las colinas tan deprisa como pude.
Estuve varios días respirando aquel
aire campesino, y al volver, fui de nuevo a aquel campo a gozar del pacífico
lugar antes de entrar en Londres. Pero algo siniestro se ocultaba todavía entre
los juncos.
Un año entero pasó antes de que yo
volviera por allí. Salía de la sombra de Londres al claro sol, la verde hierba
relucía y las margaritas resplandecían en la claridad; el arroyuelo cantaba una
cancioncilla alegre. Mas en el momento en que avancé en el campo, mi antigua
inquietud renació, y esta vez peor que en las anteriores. Me parecía notar como
si entre la sombra se cobijase algo terrible, algún espantoso acontecimiento
futuro, que el transcurso de un año habría acercado.
Quise tranquilizarme haciéndome el
razonamiento de que tal vez el ejercicio de la bicicleta era malo y que en el
momento en que se toma un descanso se despierta ese sentimiento de inquietud.
Poco después volví a pasar ya de
noche por aquella pradera. La canción del arroyo en medio del silencio me
atrajo hacia él. Y entonces me vino a la fantasía el pensar en lo terriblemente
frío que sería aquel lugar para quedarse allí, bajo la luz de las estrellas, si
por cualquier razón uno se viese herido, sin posibilidad de escapar.
Conocía a un hombre que estaba
informado al detalle de la historia de la localidad. Fui a preguntarle si había
ocurrido algo histórico alguna vez en aquel lugar. Cuando me acosaba a
preguntas para que le explicase la razón de las mías, le contesté que aquella
pradera me había parecido un buen sitio para celebrar una fiesta. Pero me dijo
que nada de interés había ocurrido allí, nada absolutamente.
Así, pues, era del futuro de donde
procedía la inquietud.
Durante tres años hice visitas más o
menos frecuentes a esa campiña, que cada vez con más claridad presagiaba cosas
nefastas, y mi desasosiego se agudizaba cada vez que me entraba el deseo de
descansar entre su fresca hierba, junto a los hermosos juncos.
Una vez, para distraer mis
pensamientos, intenté calcular la rapidez con que corría el arroyuelo, pero me
asaltó, la conjetura de si correría tan deprisa como la sangre. Y comprendí que
sería un lugar terrible, algo como para volverse loco, si de improviso se
empezasen a oír voces.
Por fin fui allá con un poeta a quien
yo conocía. Le desperté de sus quimeras y le expuse el caso concreto. El poeta
no había salido de Londres durante todo aquel año. Era necesario que fuese
conmigo a ver aquella pradera y que me dijera qué era lo que estaba próximo a
acontecer en ella. Era a fines de julio. El pavimento, el aire, las casas y el
polvo estaban tostados por el verano; se oía a lo lejos, monótonamente, el
trajín londinense, arrastrándose siempre, siempre, siempre. El sueño, abriendo
sus alas, se remontaba en el aire y, huyendo de Londres, se iba a pasear
tranquilamente por los lugares campestres.
Cuando el poeta vio aquel prado se
quedó como en éxtasis: las flores brotaban en abundancia a lo largo del arroyo;
después se acercó al bosquecillo cercano. A la orilla del arroyo se detuvo y
pareció entristecerse mucho. Una o dos veces miró arriba y abajo con
melancolía; se inclinó y miró las margaritas, una primero, luego otra, muy
detenidamente, negando con la cabeza.
Durante un largo rato estuvo silencioso,
y, entre tanto, todas mis antiguas inquietudes volvieron con mis presagios para
lo futuro.
Entonces le dije: «¿Qué clase de
campo es éste?».
Y él movió la cabeza con pesadumbre. «Es un campo de batalla»,
dijo.
en Carcasona y
otros cuentos, 2003
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