La diosa Palas Atenea combinaba la
pudicia de sus costumbres con una lengua filosa y mordaz. De ella se cuentan
episodios en los que su ingenio cáustico causó estragos.
Pasando, bajo la figura de una joven,
delante de un grupo de soldados, uno de éstos se mofó de su actitud recatada.
—Miren a esa tonta, cómo tiembla al
ver tantos hombres juntos.
Sin detenerse, la diosa le replicó:
—Te equivocas. Tiemblo al verte a ti
entre tantos hombres.
Impelidos por una fuerza irresistible
que emanaba de aquella joven, los demás soldados le infligieron a su camarada
el trato que por lo general los hombres dispensan a las mujeres en el lecho.
Otra vez un anciano decrépito, que no
la reconoció, le propuso un negocio:
—Si te regalo esta fíbula de oro ¿te
acostarías conmigo?
Palas Atenea le arrebató la fíbula:
—Lo que harías en la cama ya lo
hiciste. Y no volverás a hacerlo.
El anciano enmudeció para siempre.
Y otra vez un pirata tirreno, que
supo quién era esa mujer de ojos de búho, le murmuró en el oído esta
indecencia:
—Te apuesto a que mi falo puede
llegar hasta tu boca sin necesidad de que tú dobles la espalda y te inclines.
Si gano, ¿con qué me pagarás?
La diosa respondió:
—Te concederé la gracia de que, en lo
sucesivo, sólo puedas beber tu propio néctar.
El pirata huyó a la carrera.
en El jardín
de las delicias, 1992
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