miércoles, abril 10, 2019

“Algo alrededor de tu cuello”, de Chimamanda Ngozi Adichie





Creías que en Estados Unidos todo el mundo tenía un auto y una pistola; tus tíos y tus primos también lo creían. Justo después de que te tocara el visado a Estados Unidos en la lotería, te dijeron: «Dentro de un mes tendrás un gran auto. Luego una gran casa. Pero no te compres una pistola como esos americanos».

Entraron en tropel en la habitación de Lagos donde vivías con tus padres y tus tres hermanas, y se apoyaron contra las paredes despintadas, porque no había suficientes sillas para todos, para decirte adiós en voz alta y añadir muy bajito lo que querían que les mandaras. Al lado del auto y la gran casa (y posiblemente la pistola), lo que ellos querían eran tonterías: bolsos, zapatos, perfumes y ropa. Tú dijiste que no había problema.

Tu tío de América, que había inscrito a toda la familia en la lotería de visados, te ofreció que vivieras con él hasta que consiguieras arreglártelas por ti sola. Fue a recogerte al aeropuerto y te compró un enorme hot dog con mostaza que te causó náuseas. Tu admisión a Estados Unidos, dijo riéndose. Vivía en una pequeña ciudad de blancos en Maine, en una casa de treinta años junto a un lago. Te explicó que la compañía para la que trabajaba le había ofrecido unos cuantos miles de dólares más que el sueldo medio además de la opción de compra de acciones, solo porque estaban desesperados por dar una imagen de diversidad. En todos los folletos aparecía una foto suya, hasta en los que no tenían nada que ver con su departamento. Se rió y dijo que era un buen trabajo, que valía la pena vivir en una ciudad de blancos aunque su mujer tenía que conducir una hora para encontrar una peluquería que le arreglara el pelo. El secreto estaba en comprender lo que era Estados Unidos. Renunciabas a muchas cosas pero ganabas otras tantas.

Te enseñó a rellenar una solicitud de empleo para cajera en una estación de servicio de Main Street y te apuntó a un centro de educación terciaria, donde las chicas tenían los muslos gruesos, y llevaban las uñas pintadas de rojo brillante y auto— bronceador que las hacía parecer naranjas. Te preguntaban dónde habías aprendido inglés, si en Africa había casas de verdad y si antes de ir a Estados Unidos habías visto un auto. Se quedaban perplejas con tu pelo. ¿Se levanta o cae cuando te quitas las trenzas?, querían saber. ¿Se queda todo levantado? ¿Cómo? ¿Por qué? ¿Utilizas un peine? Tú sonreías agarrotada cuando te hacían esas preguntas. Tu tío te dijo que contaras con ello, una mezcla de ignorancia y arrogancia, lo llamó. Luego dijo que a los pocos meses de que ellos se mudaran a su barrio, los vecinos comentaban que las ardillas habían empezado a desaparecer. Habían oído decir que los africanos comían toda clase de animales salvajes.

Te reías con tu tío y te sentías a gusto en su casa; su mujer te llamaba nwanne, hermana, y sus dos hijos en edad escolar, tía. Hablaban igbo y comían garrí al mediodía, y era como estar en casa. Hasta que tu tío entró en el abarrotado sótano donde dormías entre cajas y cartones, y te atrajo hacia sí a la fuerza, apretándote las nalgas y gimiendo. No era tu tío en realidad; era un hermano del marido de la hermana de tu padre, no tenía ningún lazo consanguíneo. Cuando lo rechazaste, él se sentó en tu cama —era su casa, después de todo—, sonrió y dijo que a los veintidós años ya no eras una niña. Que si le dejabas continuar haría muchas cosas por ti. Las mujeres listas lo hacían continuamente. ¿Cómo creía que lo habían conseguido todas esas mujeres de Lagos con empleos bien remunerados? Hasta las mujeres de la ciudad de Nueva York.

Te encerraste en el cuarto de baño hasta que subió de nuevo y a la mañana siguiente te marchaste. Echaste a andar por la larga carretera serpenteante oliendo las crías de pescado del lago. Lo viste pasar en coche. Siempre te había dejado en Main Street, pero ese día no tocó la bocina. Te preguntaste cómo explicaría a su mujer que te habías ido. Luego recordaste lo que te había dicho, que Estados Unidos era un toma y daca.

Terminaste en Connecticut, otra ciudad pequeña, porque era la última parada del autobús Greyhound al que te subiste. Entraste en un restaurante con un toldo limpio y reluciente, y te ofreciste a trabajar por dos dólares menos que las demás camareras. El gerente, Juan, tenía el pelo negro azabache y sonrió dejando ver un diente de oro. Dijo que nunca había tenido una empleada nigeriana, pero que todos los inmigrantes trabajaban duro. Lo sabía, lo había visto. Te pagaría un dólar menos pero sin contrato; no le gustaban todos los impuestos que le hacían pagar.

No podías permitirte seguir estudiando porque tenías que pagar el arriendo de una diminuta habitación con la moqueta manchada. Además, en la pequeña ciudad de Connecticut no había ningún centro de educación terciaria y los créditos de la universidad estatal costaban demasiado. De modo que ibas a la biblioteca municipal, consultabas los programas de estudios en las websites y leías algunos de los libros que recomendaban. A veces te sentabas en el colchón con bultos de tu cama individual y pensabas en tu casa, en tus tías que vendían pescado seco con plátano, engatusando a los transeúntes para que les compraran y acto seguido insultándolos por no hacerlo; tus tíos que bebían la ginebra local y hacinaban a su familia y sus vidas en habitaciones individuales; tus amigos que habían ido a despedirse antes de que te fueras, para alegrarse de que hubieras ganado el visado y para confesarte su envidia; tus padres que a menudo se cogían de la mano al ir a la iglesia los domingos por la mañana mientras los vecinos de las habitaciones contiguas se reían y burlaban de ellos; tu padre que volvía del trabajo con los viejos periódicos del jefe y obligaba a tus hermanos a leerlos; tu madre cuyo sueldo apenas daba para pagar las matrículas de tus hermanos en la escuela secundaria donde los profesores daban un sobresaliente cuando alguien les entregaba un sobre marrón.

Tú nunca habías tenido que pagar por un sobresaliente, nunca habías dado un sobre marrón a un profesor de la escuela secundaria. Aun así, comprabas sobres alargados y marrones para enviar la mitad de tu sueldo a la dirección de la paraestatal donde limpiaba tu madre; siempre utilizabas los billetes de dólar que te daba Juan porque, a diferencia de los de las propinas, eran nuevos. Todos los meses. Envolvías el dinero en una hoja blanca pero no escribías nada. No había nada de que escribir.

Las semanas que siguieron, sin embargo, te entraron ganas de escribir porque tenías cosas que contar. Querías escribir sobre la asombrosa franqueza de los norteamericanos, lo deseosos que estaban de hablarte de la lucha de su madre contra el cáncer o del bebé prematuro de su cuñada, la clase de cosas que uno debía ocultar o revelar solo a los familiares bien intencionados. Quería escribir sobre la cantidad de comida que dejaban en el plato junto a unos billetes arrugados, como si fuera una ofrenda, una expiación por la comida desperdiciada. Querías escribir sobre la niña que empezó a berrear, a mesarse su pelo rubio y a tirar las cartas de los menús al suelo, y sobre sus padres que, en lugar de hacerla callar, le suplicaron, a una niña que no tenía ni cinco años, y luego todos se levantaron y se marcharon. Querías escribir sobre los ricos que vestían con ropa vieja y zapatillas de deporte tronadas, que tenían el aspecto de los vigilantes nocturnos que había frente a los grandes recintos de Lagos. Querías escribir que los norteamericanos ricos eran delgados mientras que los norteamericanos pobres eran gordos, y que muchos no tenían una gran casa y un coche; sin embargo, seguías sin estar muy segura de las pistolas, porque podían llevarlas en el bolsillo.

No era solo a tus padres a los que querías escribir, también a tus amigos, a tus primos y tíos. Pero no podías permitirte comprar suficientes perfumes, bolsos y zapatos para todos, y pagar el alquiler con lo que ganabas de camarera, de modo que no escribías a nadie.

Nadie sabía dónde estabas, porque no se lo habías dicho a nadie. A veces te sentías invisible e intentabas cruzar la pared de tu habitación y salir al pasillo, y cuando chocabas con ella, te salían moretones en los brazos. Una vez Juan te preguntó si te pegaba algún hombre, porque se ocuparía de él, y tú te reiste de forma misteriosa. Por la noche algo se enroscaba alrededor de tu cuello. Algo que casi te asfixiaba antes de que te quedaras dormida.

Muchos clientes del restaurante te preguntaban cuándo habías llegado de Jamaica, porque se creían que todos los negros con acento extranjero eran jamaicanos. O los que adivinaban que eras africana, te decían que les encantaba los elefantes y que querían ir de safari.

De modo que cuando él te preguntó en la penumbra del restaurante, después de que le recitaras las especialidades del día, de qué país africano eras, respondiste Nigeria y esperaste que dijera que había hecho un donativo para luchar contra el sida en Botswana. Pero él te preguntó si eras yoruba o igbo, porque no tenías cara de fulani. Te sorprendiste; pensaste que debía de ser profesor de antropología en la universidad estatal, un poco joven a sus veinte años largos, pero nunca se sabía. Igbo, respondiste. El te preguntó cómo te llamabas y dijo que Akunna era un nombre bonito. Afortunadamente, no te preguntó qué significaba, porque estabas harta de que la gente dijera: ¿La riqueza de tu padre? ¿Quieres decir que tu padre te venderá a un marido?

Él te explicó que había estado en Ghana, Uganda y Tanzania, que le gustaba la poesía de Okot p’Bitek y las novelas de Amos Tutuola, que había leído mucho sobre los países africanos subsaharianos, su historia, sus complejidades. Querías sentir desdén y demostrarlo al llevarle lo que había pedido, porque son igualmente condescendientes los blancos que sienten demasiado entusiasmo por África que los que no sienten ninguno. Pero él no sacudió la cabeza con superioridad como ese profesor Cobbledick del centro de educación terciaria de Maine durante una discusión en clase sobre la descolonización de África. No puso la expresión del profesor Cobbledick, esa expresión de quien se cree mejor que la gente que conoce. Volvió al día siguiente y se sentó a la misma mesa, y cuando le preguntaste si estaba bueno el pollo, te preguntó a su vez si habías crecido en Lagos. Volvió un tercer día y antes de pedir empezó a hablarte de su viaje a Bombay, y que quería ir a Lagos para ver cómo vivía realmente la gente en los barrios de chabolas, porque él nunca hacía las estúpidas rutas turísticas cuando viajaba al extranjero. Habló sin parar y tuviste que decirle que iba en contra de las normas del restaurante. Él te rozó la mano cuando dejaste el vaso de agua en la mesa. El cuarto día, cuando lo viste llegar, dijiste a Juan que no querías atender más esa mesa. Esa noche después de tu turno él te esperaba fuera con unos auriculares puestos, y te propuso salir con él porque tu nombre rimaba con “hakuna matata” y El rey león era la única película sensiblera que le había gustado. Tú no sabías qué era El rey león. Lo miraste a la brillante luz y te fijaste en que tenía los ojos del color del aceite de oliva extra virgen, un dorado verdoso. Ese aceite era lo único que te gustaba, te gustaba de verdad, de Estados Unidos.

Él era estudiante de último curso en la universidad estatal. Te dijo cuántos años tenía y le preguntaste por qué no se había licenciado aún. Después de todo estaban en Estados Unidos, no era como en su país donde las universidades cerraban tan a menudo que las carreras se alargaban tres años más y los profesores se sumaban a huelga tras huelga y aun así no cobraban. Él respondió que se había tomado un par de años sabáticos para encontrarse a sí mismo y viajar por África y Asia sobre todo. Le preguntaste dónde acabó encontrándose y él se rió. Tú no te reíste. No sabías que la gente podía escoger sencillamente no estudiar, que la gente podía dictar el curso de su vida. Estabas acostumbrada a aceptar lo que la vida te daba, a escribir lo que la vida te dictaba.

Rehusaste salir con él los siguientes cuatro días, porque no te sentías cómoda con la intensidad de su expresión, esa forma de consumirte con la mirada que te impulsaba a despedirte y al mismo tiempo te hacía reacia a irte. Pero cuando la quinta noche no lo viste al salir de tu turno, te entró el pánico. Rezaste por primera vez en mucho tiempo, y cuando apareció detrás de ti y dijo «eh», dijiste que sí, que saldrías con él, aun antes de que él te lo pidiera. Temiste que no volviera a preguntártelo.

Al día siguiente te invitó a cenar al Chang’s y en tu galleta de la suerte encontraste dos papelitos. Los dos estaban en blanco.

Supiste que te sentías cómoda con él cuando le contaste que veías Jeopardy en el televisor del restaurante y que apoyabas a los participantes por el siguiente orden: mujeres negras, hombres negros, mujeres blancas y, por último, hombres blancos, lo que significaba que nunca apoyabas a los hombres blancos. El se rió y dijo que estaba acostumbrado a que nadie lo apoyara, que su madre era profesora de estudios de la mujer.

Y supiste que habías entrado en confianza cuando le dijiste que en realidad tu padre no era maestro de escuela en Lagos, sino chófer en una compañía de la construcción. Y le contaste de aquel día en que se vieron atrapados en un taco en Lagos en el destartalado Peugeot 504 que conducía tu padre; llovía y tu asiento estaba mojado porque había un agujero en el techo oxidado. Había mucho tráfico, siempre había mucho tráfico en Lagos, y cuando llovía era el caos. Las carreteras se convertían en charcos lodosos, los autos se quedaban atascados y algunos de tus primos se ganaban algo de dinero ofreciéndose a empujarlos. La lluvia, el barro resbaladizo, pensaste, hicieron que tu padre pisara demasiado tarde los frenos aquel día. Oíste la abolladura antes de notarla. El auto contra el que tu padre había chocado era grande, extranjero, de color verde oscuro con los faros dorados como los ojos de un leopardo. Tu padre se puso a llorar y a suplicar aun antes de bajar del coche, y se tumbó en la carretera provocando bocinazos. Lo siento, señor, lo siento, señor, repetía. Si nos vende a mí y a toda mi familia no le dará ni para comprar un neumático. Lo siento, señor.

El pez gordo sentado en el asiento trasero no se apeó pero lo hizo su chófer, que examinó los daños y miró con el rabillo del ojo la forma espatarrada de tu padre suplicando como si fuera pornografía, un espectáculo con el que le avergonzaba admitir que disfrutaba. Al final dejó marchar a tu padre. Lo despidió con un ademán. Se oyeron más bocinazos y los conductores blasfemaron. Cuando tu padre se sentó de nuevo al volante, te negaste a mirarlo, porque era como los cerdos que se revolcaban en los pantanos de detrás del mercado. Tu padre era así. Mierda.

Después de oírte, él apretó los labios y te cogió la mano, y dijo que entendía cómo te sentías. Tú le apartaste, repentinamente enfadada, porque se creía que el mundo estaba o tenía que estar lleno de gente como él. Le dijiste que no había nada que entender, que así eran las cosas.

Encontró la tienda africana en las páginas amarillas de Hartford y te llevó a ella. Al ver la familiaridad con que se movía por ella, inclinando la botella de vino de palma para ver cuánto sedimento había en el fondo, el dueño ghanés le preguntó si era africano como algunos keniatas o sudafricanos blancos, y él respondió que sí pero que llevaba mucho tiempo en Estados Unidos. Pareció satisfecho de que el dueño le creyera. Esa noche tú cocinaste con lo que habías comprado, y después de comer garry y sopa de onugbu, él vomitó en tu fregadero. Pero no te importó, porque ahora podrías cocinar sopa de onugbu con carne.

Él no comía carne porque no aprobaba cómo mataban los animales; dijo que el miedo de los animales liberaba toxinas y que las toxinas del miedo volvían paranoica a la gente. Los trozos de carne que comías en tu país, cuando había carne, eran del tamaño de tu dedo índice. Pero no se lo dijiste. Tampoco le dijiste que los cubos de dawadawa con los que tu madre cocinaba todo, porque el curry y el tomillo eran demasiado caros, tenían glutamato monosódico, eran glutamato monosódico. Él decía que el glutamato monosódico provocaba cáncer, que era la razón por la que le gustaba el restaurante Chang’s; Chang no cocinaba con glutamato monosódico.

Una vez dijo al camarero del Chang’s que había estado recientemente en Shanghai y que hablaba algo de mandarín. El camarero, entusiasmado, le dijo cuál era la mejor sopa, luego preguntó: «¿tiene novia en Shanghai?». Y él sonrió y no dijo nada.

Tú perdiste el apetito, en lo más profundo del pecho sentiste un nudo. Esa noche no gemiste cuando estuvo dentro de ti, te mordiste los labios y fingiste que no te habías corrido porque sabías que él se preocuparía. Más tarde le explicaste la razón de tu enfado, que a pesar de que habían ido juntos al Chang’s tan a menudo y se habían besado antes de que llegaran los platos, el chino había asumido que tú no podías ser su novia, y él había sonreído y no había dicho nada. Antes de disculparse, te miró sin comprender y supiste que no lo entendía.

Te hacía regalos y cuando tú protestabas por el precio, él decía que su abuelo de Boston había sido rico, pero se apresuraba a añadir que había repartido su fortuna entre muchos y que el fondo fideicomiso que le había dejado a él no eran tan grande. Sus regalos te dejaban confundida. Una bola de cristal del tamaño de un puño dentro de la cual había una pequeña muñeca bien proporcionada y vestida de rosa que daba vueltas si la sacudías. Una piedra brillante cuya superficie adquiría el color de lo que tocabas. Un pañuelo caro pintado a mano en México. Por fin le dijiste, con la voz cargada de ironía, que en el mundo del que venías los regalos siempre eran útiles. La piedra, por ejemplo, tendría utilidad si se pudiera moler algo con ella. El se rió mucho y muy fuerte, pero tú no te reíste con él. Te diste cuenta de que en su mundo él podía comprar regalos que eran solo eso y nada más, no tenían ninguna utilidad. Cuando él empezó a comprarte zapatos, ropa y libros, le pediste que no lo hiciera, que no querías regalos. Él te los compraba de todos modos y tú los guardabas para tus primos y tus tíos, para cuando fueras a verlos algún día, aunque no sabías cómo ibas a permitirte comprar un billete y pagar al mismo tiempo el arriendo. Él dijo que quería conocer Nigeria y que pagaría los billetes de los dos. Tú no querías que él pagara tu billete. No querías que fuera a Nigeria y que añadiera tu país a la lista de países donde iba a mirar embobado cómo vivían los pobres que nunca podrían mirar embobados su vida. Se lo dijiste un día soleado que te llevó a ver el estrecho de Long Island y discutieron, alzaron la voz mientras caminaban a lo largo de las aguas tranquilas. Él dijo que te equivocabas al decir que tenía una actitud de superioridad moral. Tú le dijiste que se equivocaba al creer que solo los pobres de Bombay eran indios de verdad. ¿Acaso él no era un norteamericano de verdad porque no vivía como los pobres obesos que habían visto en Hartford? Él se adelantó, con el torso desnudo y pálido, levantando arena con las chalas, pero luego retrocedió y te tendió una mano. Se reconciliaron e hicieron el amor, y se acariciaron el pelo, el suyo suave y rubio como las oscilantes espigas del maíz al crecer, el tuyo oscuro y saltarín como el relleno de una almohada. A él le había dado demasiado el sol y tenía la piel del color de una sandía madura y tú le besaste la espalda antes de extenderle una loción. Ese algo que se te enroscaba en el cuello, lo que casi te asfixiaba antes de quedarte dormida, empezó a aflojarse hasta desprenderse.

Sabías que no eran normales por la reacción de la gente, el modo en que las personas desagradables se mostraban demasiado desagradables y las agradables demasiado agradables. Los hombres y mujeres blancos de edad avanzada que murmuraban y lo fulminaban a él con la mirada, los hombres negros que sacudían la cabeza al verte, las mujeres negras cuyos ojos compasivos lamentaban tu falta de autoestima, tu odio hacia ti misma, o te dedicaban breves sonrisas de solidaridad; los hombres negros que se esforzaban por perdonarte, saludándolo a él con un hola demasiado estridente; los hombres y mujeres blancos que decían «Qué buena pareja hacen» demasiado alegremente, demasiado fuerte, como para demostrarse a sí mismos lo abiertos de miras que eran.

Pero los padres de él eran diferentes; casi te hicieron creer que todo era normal. Su madre te dijo que él nunca había traído a casa a una amiga, excepto para el baile de fin de curso del instituto, y él sonrió brevemente y te cogió la mano. El mantel ocultaba vuestras manos entrelazadas. Él te apretó la tuya y tú le apretaste la suya, y te preguntaste por qué estaba tan rígido, por qué sus ojos color aceite de oliva extra virgen se ensombrecían cuando hablaba con sus padres. Su madre se quedó encantada cuando te preguntó si habías leído a Nawal el Saadawi y tú respondiste que sí. Su padre te preguntó si la comida india se parecía a la nigeriana, y te tomaron el pelo con pagar cuando llegó la cuenta. Los miraste y agradeciste que no te contemplaran como un trofeo exótico, un colmillo de marfil.

Luego él te habló de sus problemas con sus padres, cómo racionaban su amor como si fuera un pastel de cumpleaños, cómo le daban solo un trozo grande si accedía a estudiar Derecho. Tú trataste de solidarizarte con él. Pero solo conseguiste enojarte.

Te enojaste aun más cuando él te dijo que se había negado a ir con ellos un par de semanas a Canadá, a su casa de veraneo de Quebec. Hasta le habían pedido que te llevara. Él le había enseñado fotos de la casa y te preguntaste por qué lo llamaba casa cuando los edificios de ese tamaño en tu país eran bancos o iglesias. Se te cayó un vaso y se hizo añicos contra el suelo de madera de su apartamento, y él te preguntó qué pasaba y tú le dijiste nada, aunque pensaste que pasaban muchas cosas. Más tarde, en la ducha, te echaste a llorar. Observaste cómo el agua diluía las lágrimas sin saber por qué llorabas.

Por fin escribiste a casa. Una carta breve a tus padres entre los crujientes billetes de dólar junto con tu dirección. Recibiste una respuesta por courier unos días después. Era tu madre quien escribía; lo supiste por la letra de patas de araña, por las faltas de ortografía.

Tu padre había muerto; se había desplomado sobre el volante del coche de la compañía. Hacía cinco meses, escribía. Habían utilizado el dinero que habías enviado para darle un buen funeral. Habían matado una cabra para los invitados y lo habían enterrado en un buen ataúd. Te acurrucaste en la cama, con las rodillas contra el pecho, y trataste de recordar qué habías estado haciendo mientras tu padre moría, qué habías estado haciendo en los meses que llevaba muerto. Tal vez había muerto el día que habías amanecido con el cuerpo lleno de granos duros como el arroz crudo que no habías sabido explicar, de los que Juan se había burlado diciendo que te iba a llevar al chef para que el calor de la cocina te calentara. Tal vez había muerto uno de esos días que ibas en coche a Mystic o veías un partido del Manchester o cenabas en el Changs.

Él te abrazó mientras llorabas, te acarició el pelo, se ofreció a pagarte un billete, a acompañarte a ver a tu familia. Le dijiste que no, que necesitabas ir tú sola. Él te preguntó si volverías, te recordó que tenías una tarjeta de residencia y que la perderías si no regresabas en un año. Te dijo que ya sabías qué quería decir, que si volverías, ¿volverías?

Tú te diste la vuelta sin decir nada, y cuando te llevó en auto al aeropuerto, lo abrazaste muy fuerte durante largo rato y luego lo soltaste.



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