Hay muchas maneras de perseguir; de todas, ella eligió la más severa, la más perturbadora, la de más agobio, una de total deslealtad. Porque no iba detrás de Traverso, como sería de esperar, para arrimarse y darle alcance cada vez que él se frenara, cada vez que su velocidad menguase. No era eso lo que hacía, y que es lo que por persecución se entiende, sino otra cosa infinitamente amañada: averiguaba cuáles eran los sitios adonde Traverso tenía que ir, los sitios en los que iba a estar, y se le adelantaba. Llegaba antes y se ponía a esperarlo. Cuando llegaba él, ella ya estaba; por lo que, si bien el truco resultaba evidente para ambos, el efecto que se producía sugería que quien perseguía era Traverso, y ella, Lena, la perseguida, ella, Lena, la alcanzada.
Las primeras veces sucedió en lugares más o menos abiertos: congresos o coloquios en tal o cual universidad, conferencias a impartir en tal o cual instituto. Traverso llegaba y Lena andaba por ahí, con un aire de perfecta distracción; jamás se quedó a escucharlo, tampoco (o mucho menos) mostró jamás ninguna intención de acercarse. Simplemente rondaba la puerta o el pasillo o una determinada escalera, y hasta se permitía demostrar cierta sorpresa, si es que no consternación, al ver aparecer a Traverso. Podía decirse, incluso, que al verlo se escapaba de él.
Más adelante el procedimiento varió, y se puso un tanto más grave. Traverso combinaba un almuerzo de trabajo en el centro, o arreglaba con algún amigo para cenar, o se encontraba para tratar asuntos ordinarios en un café, y al entrar al restaurante, o a la parrilla de barrio, o al bar que fuera, no tardaba en advertir, o notaba desde el primer instante, que Lena ya estaba ahí. Sola, quieta, abstraída, sin rastros de ninguna ansiedad, en una mesa simple pero imposible de omitir, estaba ella. Traverso fue pudiendo deducir, en cada caso, cómo era que se había enterado. Lo de los congresos o las conferencias era fácil, porque los anuncios eran públicos y Lena obviamente conocía a la perfección cuáles eran sus circuitos. Lo de los encuentros privados, con colegas o con amigos, suponía algo más intrincado, personas de por medio (amigos del amigo, la hermana del colega, la esposa de algún otro invitado) que pudiesen haber incurrido en el descuido de una infidencia si es que no, tanto más, en la complicidad de una delación.
Traverso llegó a pensar que Lena tenía acceso a sus correos electrónicos, y ante eso decidió cambiar su contraseña; pero las cosas no se modificaron por eso, o no en el grado suficiente. Cierta vez decidió abordarla: enfilar hacia su mesa y abordarla. Era de noche y era en un bar, y Traverso nunca supo qué fue lo que lo impulsó exactamente: si el hartazgo o la compasión, si el enojo o la angustia. Lo cierto es que la abordó, y ella, para su escándalo, comenzó a gemir y luego a chillar: que por favor la dejara en paz, que por favor la dejara en paz. Fue entonces que Traverso entendió, si es que no lo había entendido antes, la maniobra que Lena lograba: colocarlo a él en el papel del perseguidor, darse ella por perseguida.
Cuando Cora entró en la vida de Traverso, con esa promesa de felicidad sencilla que no dejaba de cumplirse día a día, él supuso, pero casi con certeza, que la serie de disgustos con Lena iba a poder acabarse por fin. Bastaría sin dudas con que uno o dos de esos encuentros, casuales en apariencia, se verificaran en presencia de Cora, o sea que Lena tuviese que ver a Traverso con Cora, asistir a la felicidad radiante de Traverso con Cora, esa clase de felicidad que con Lena, a Traverso con Lena, le había resultado desde siempre costosa, y en el último tiempo (en los últimos años) lisa y llanamente imposible, para que renunciara de una vez por todas a la perversión de sus persecuciones.
No fue eso, sin embargo, lo que pasó. Traverso fue a escuchar un concierto con Cora (es cierto: era su artista predilecto el que se presentaba) y ya en la fila, antes de entrar, alcanzó a divisar a Lena; Traverso fue a comer con Cora al restaurante japonés del barrio (es cierto: lo frecuentaba, y siempre los viernes, y reservando una mesa a su nombre), y al entrar se encontró con Lena ya sentada en una mesa contigua a la suya; Traverso fue con Cora a comprarle un libro a su padre para el cumpleaños (es cierto: era amigo de ese librero, y compraba el regalo un día antes del cumpleaños) y se encontró con Lena curioseando entre los estantes, hojeando con aparente interés el último libro de un colega de Traverso al que Traverso detestaba más que a nadie.
Presintió que empezaba a trastornarse, es decir, a enloquecer, cuando llegó a preguntarse si Cora, la hermosa Cora, Cora la mayor dicha de su vida, no estaría en componendas con Lena; si no sería su agente, su inaudita aliada. Ante eso tomó una decisión que resultó un completo acierto: le contó lo que estaba pasando. La puso al tanto de todo. Y Cora, la hermosa Cora, la dicha mayor de su vida, hizo con eso lo mismo que hacía con todo: le quitó gravedad y pena, lo transformó en un asunto ligero.
Ligero, sí, y hasta feliz. Porque empezaron a divertirse, los dos, con el torvo acecho de Lena, con los siniestros anticipos de Lena, con la obcecada insistencia de Lena, es decir, en resumen, con Lena. Casi podía decirse que esperaban su presencia, o poco menos, en una salida al teatro o en el regreso al restaurante japonés. Si estaba, la dejaban estar, y a veces ni siquiera hablaban de ella: un guiño, un cabeceo, el más rápido entendimiento, y eso era todo. Lograban perfectamente olvidarse, a lo largo de la obra o a lo largo de la cena, de que Lena estaba ahí.
No obstante, los sorprendió, tal vez porque no imaginaron que pudiese arriesgarse a tanto, cuando llegó el verano y con el verano las vacaciones y ellos viajaron a una playa de Brasil, y vieron a Lena en el hotel, ya instalada y sin expresión en el rostro, casi dueña del lugar mientras ellos apenas descargaban sus valijas y empezaban a acostumbrar los oídos al otro idioma. Lena: anteojos de sol, capelina clara, un pareo vaporoso que Traverso conocía bien. ¿Hablaría todavía con su madre, la de Traverso, con quien tan bien se había llevado? ¿Le llegaría a su nueva casa una copia del resumen de la tarjeta de crédito, de la que alguna vez se extendió la suya propia, con los pagos por adelantado de pasajes o alojamientos que tan solo se utilizarían después?
Cora logró calmar a Traverso: en el fondo, no importaba. El mar suave esperaba por ellos, la arena célebre, los atardeceres. ¿Qué podía, ante eso, Lena?; ¿qué podía contra eso Lena: la infeliz, la nocturna, la insignificante, la despechada Lena? Traverso asintió. Estaban ya en la habitación del hotel, las valijas todavía sin abrir. Traverso se quedó mirando a Cora a los ojos, después la abrazó y después la besó. Pero después cometió su gran equivocación, la más inmensa de todas. Por deber a la verdad, o por no resultar vanidoso, creyó que tenía que aclararle a Cora que en el final del amor de ellos dos, del amor de Lena y Traverso, Lena no había sido la dejada, sino al revés: era la que lo dejó. Así habían pasado las cosas. Era Lena la que lo había abandonado.
Entonces el rostro de Cora cambió. O brotó en ella uno que Traverso nunca había notado, ni entrevisto, ni siquiera sospechado. De pronto Cora lucía desencajada: temblorosa, fuera de sí. Por primera vez en tantos meses de copiosa felicidad se daba el caso de que fuese él quien tenía que serenarla a ella, y lo cierto es que no encontraba la forma de hacerlo. ¿Cora lloraba? Peor que eso: estaba a punto de llorar, y no lloraba. Se puso a hablar, en una especie de trance. ¿Qué clase de cosa terrible, qué cosa monstruosa y lúgubre, había sido capaz de hacer Traverso, qué cualidad ominosa y brutal existía incrustada en Traverso, para que Lena, la inconcebible Lena, aun después de haberlo dejado, aun después de haberlo soltado y perdido, aun después de haberse resuelto y salido, se dedicara tan largamente a esto?
Traverso contestó que nada, repitió que nada, juró y volvió a jurar que nada. No sabía qué había pasado con Lena, por qué hacía las cosas que hacía. Hubo un largo silencio en el cuarto: tanto que se oyeron pasos y voces afuera, que hasta entonces no se habían oído. Al final de todo ese silencio, Cora lo miró y dijo: bueno. Dijo bueno, y nada más.
Siguieron las vacaciones, y las disfrutaron. Se olvidaron de Lena y fueron felices. Era el primer viaje que hacían juntos, eran los comienzos del amor que se tenían. Era eso: los comienzos, el principio. Y sin embargo, algunos años después, cuando Cora, la hermosa Cora, incrédula de Traverso, espantada de Traverso, repugnada de Traverso, lo abandonó sin apelación posible, fue evidente para él, y acaso lo fue para ella, que en aquella habitación de aquel hotel de Brasil, cuando él se equivocó y aclaró qué era lo que había pasado con Lena, el amor entre ellos dos, el amor entre Cora y Traverso, que empezaba como para siempre, empezaba también a acabarse, empezaba a encontrar su final.
en Cuerpo a tierra, Eterna Cadencia, 2015
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