Fragmento
inicial
1. Viaje a pie por la
estepa
A menudo hay cosas y relaciones en la vida del hombre que no
nos quedan claras de inmediato, y cuyas razones no somos capaces de extraer con
prontitud. En ese caso influyen por lo general con un cierto aliciente bello y
suave de lo misterioso en nuestra alma. En la cara de un feo hay a menudo para
nosotros una belleza interior que no somos capaces de derivar en el acto de su
valor, mientras que a menudo nos resultan fríos y vacíos los rasgos de otro de
los que todos dicen que poseen la mayor belleza. Del mismo modo nos sentimos a
veces atraídos hacia uno que en realidad no conocemos en absoluto, nos gustan
sus movimientos, nos gusta su manera, nos afligimos cuando nos ha abandonado y
tenemos una cierta nostalgia y hasta un amor por él, cuando a menudo en años
posteriores de él nos acordamos: mientras que no sabemos a qué atenernos con
otro cuyo valor se nos presenta en muchos hechos, incluso cuando hemos tratado
con él durante años. Que en último término hay razones morales que barrunta el
corazón, es indudable, sólo que no siempre podemos destacarlas con la balanza
de la consciencia y el cálculo y contemplarlas. La psicología ha iluminado y
aclarado algo, mas mucho le ha quedado oscuro y a una gran distancia. Creemos
por lo tanto que no es excesivo si decimos que hay para nosotros un abismo
sereno e inconmensurable en que deambulan Dios y los espíritus. El alma lo
sobrevuela a menudo en momentos de embeleso, el arte poética lo airea en
ocasiones; pero la ciencia, con su escuadra y cartabón, queda frecuentemente
sólo al margen, y puede que aun en muchos casos ni siquiera se haya puesto a
ello.
A estas observaciones he sido inducido a cuenta de un suceso
que viví una vez en años juveniles, en la hacienda de un viejo comandante,
cuando aún tenía yo una gran pasión viajera que me impulsaba aquí y allá en el
mundo, porque esperaba aún vivir e investigar Dios sabe qué.
Había conocido al comandante en un viaje, y ya entonces me
invitó repetidamente a visitarlo alguna vez en su tierra. Sólo que lo tomé por
una pura fórmula de cortesía, como las que acostumbran a intercambiar tantos
viajeros, y probablemente no habría accedido al caso de no haber llegado en el
segundo año de nuestra separación una carta suya, en la que se informaba con
solicitud sobre mi estado y añadía al final una vez más el viejo ruego de que
fuese algún día a su casa y pasase con él un verano, un año, o cinco o diez
años, como me complaciese; pues finalmente se había propuesto permanecer
apegado a un único punto minúsculo de este globo terráqueo y a no dejar llegar
más a sus pies ninguna otra partícula de polvo que la de su tierra, en la que
desde ahora había hallado una meta que anteriormente buscara en vano por el
mundo entero.
Como justamente estábamos en primavera, como sentía curiosidad
por conocer su meta, como justamente no sabía adónde había de viajar, resolví
ceder a su ruego y acceder a su invitación.
Tenía su hacienda en la Hungría oriental —dos días anduve
peleándome con planes sobre cómo había de hacer el viaje más adecuadamente, al
tercer día estaba sentado en el coche de posta y rodaba hacia el este, mientras
me ocupaba ya, dado que nunca había visto el país, con imágenes de bosques y
brezales— y al octavo caminaba ya por una pusta tan espléndida y desierta como
sólo Hungría puede presentar.
Al principio mi alma entera estaba impresionada por la grandeza
de la imagen: cómo adulaba en torno a mí el aire infinito, cómo olía la estepa,
y un brillo de la soledad tejía en todas partes por doquier: —pero como mañana
eso era así otra vez, pasado mañana otra vez— siempre nada en absoluto más que
el fino anillo en el que se besaban cielo y tierra, el espíritu se acostumbraba
a ello, el ojo comenzaba a sucumbir y a hartarse tanto de la nada como si
hubiese cargado sobre sí masas enteras de materia —retornaba a sí mismo, y como
jugaban los rayos del sol, brillaban las hierbas, cruzaban diferentes
pensamientos solitarios por el alma, viejos recuerdos llegaban pululando por el
brezal, y entre ellos estaba también la imagen del hombre hacia el que me
encontraba justamente en viaje— volvía gustosamente a ella, y en el desierto
tuve tiempo suficiente para recabar en mi memoria todos los rasgos que había
averiguado de él y darles frescor nuevo.
En la Baja Italia, casi en un desierto tan solemne como era
aquél por el que caminaba hoy, lo había visto por primera vez. Entonces era
celebrado en toda sociedad, y aunque tenía ya casi cincuenta años, meta de más
de un par de bellos ojos; pues nunca se ha visto un hombre cuya complexión y
rostro pudieran ser llamados más hermosos, ni uno que supiera llevar este
exterior más noblemente. Querría decir que era una suave elevación la que fluía
en torno a cada uno de sus movimientos, tan sencilla y triunfante, que
trastornó más de una vez también a hombres. Mas en los corazones femeninos,
según la leyenda, debía haber obrado antaño verdaderas pérdidas de juicio. La
gente se ocupaba con historias de triunfos y conquistas que supuestamente había
hecho, y que eran suficientemente fabulosas. Pero un defecto, se decía, pesaba
sobre él que era el que de verdad le hacía peligroso; a saber, que a nadie, ni
siquiera a la mayor belleza que haya sobre esta tierra, le había sido posible
encadenarlo por más tiempo del que a él se le antojase. Con todo el encanto que
le ganaba cada corazón, y que llenaba a la elegida de delicia triunfadora, se
comportaba hasta el final, se despedía entonces, hacía un viaje, y no volvía. —Mas
este defecto, en lugar de desalentarlas, ganaba aun más a las mujeres para él,
y más de una pronta meridional podía arder por arrojar su corazón y su fortuna,
en cuanto fuera posible, sobre su pecho. También estimulaba mucho que no se
supiese de dónde era, ni qué puesto ocupaba entre los hombres. Aunque decían
que las Gracias jugaban en su boca, añadían con todo que en su frente moraba un
tipo de tristeza que era indicador de algún pasado significativo— pero esto era
al final lo más seductor, que nadie sabía este pasado. Que había estado
envuelto en asuntos de Estado, que se había desposado infelizmente, que había
matado a su hermano de un balazo; y que más cosas de estas había. Lo que sabían
todos era que ahora se ocupaba intensamente de ciencias.
Yo había oído ya mucho de él, y lo reconocí al instante al
verlo un día sobre el Vesubio derribando piedras y acudiendo entonces al nuevo
cráter y contemplando afablemente el enroscarse azul del humo que brotaba
escasamente aún de la abertura y de las grietas. Fui hacia él sobre las
protuberancias que brillaban amarillas y le hablé. Él contestó gustoso y una
palabra llevó a la otra. Realmente había entonces un desierto oscuro y
espantosamente hendido en torno nuestro, que se hacía tanto más abrupto en
cuanto que sobre él se alzaba el indeciblemente ameno y hondamente azul cielo
del Sur, hacia el que las pequeñas humaredas ascendían de lado con
familiaridad. Hablamos largamente entonces, pero nos marchamos del monte cada
uno solo.
Más adelante se presentó de nuevo la ocasión de encontrarnos,
nos visitamos entonces con mayor frecuencia y al final estuvimos, hasta el
momento de mi regreso, casi inseparablemente juntos. Encontré que era bastante
inocente de los efectos que al parecer causaba su apariencia. De su interior
brotaba a menudo algo originario y primigenio, igual que si, aunque iba ya para
los cincuenta años, su alma se hubiera conservado hasta ahora porque no había
podido hallar lo justo. A la vez me di cuenta, al ir tratando más con él, de
que este alma era lo más ardiente y poético que había visto yo hasta entonces,
de lo que podía provenir que tuviera eso de infantil, inconsciente, sencillo,
solitario, a menudo hasta simple. Él no era consciente de estos dones, y decía
con naturalidad las más bellas palabras que yo haya jamás oído de una boca, y
nunca en mi vida, ni siquiera más tarde, cuando tuve ocasión de tratar con
literatos y artistas, he encontrado un sentido para la belleza tan sensible,
que lo informe y la rudeza podían excitar hasta la impaciencia, como en él.
Puede también que fueran estos dones inconscientes los que hacían volar hacia
él todos los corazones del otro sexo, porque este jugar y brillar son muy raros
en hombres de edad avanzada. Justamente de ahí debía provenir también el que
tratase tan a gusto conmigo, una persona joven, igual que yo, por mi parte, en
aquellos tiempos no era aún realmente capaz de valorar estas cosas como es
debido, y las mismas sólo se me volvieron realmente evidentes cuando ya era más
viejo y me puse a componer el relato de su vida. Cuán lejos alcanzaba su
legendaria suerte con las mujeres, no he podido saberlo nunca, ya que jamás
habló de estas cosas, y tampoco se halló nunca ocasión para observaciones. De
aquella tristeza que ocupaba al parecer su frente no pude percibir tampoco
nada, igual que no supe entonces de sus destinos anteriores sino que antaño
había hecho viajes continuos, mas ahora estaba desde hacía años en Nápoles y
coleccionaba lava y antigüedades. Que tenía posesiones en Hungría me lo contó
él mismo, y me invitó, como dije más arriba, repetidamente a ellas.
Vivimos bastante tiempo juntos, y nos separamos finalmente
cuando yo partí, no sin sentirlo. Mas toda clase de figuras de países y
personas atravesaron después mi memoria, de modo que al final ni en sueños se
me hubiese alcanzado que un día iba a estar en un brezal húngaro de camino
hacia este hombre, como realmente era ahora el caso. Me pintaba cada vez más su
imagen mentalmente, y me abismaba de tal modo en ella, que a menudo me costaba
no creer que estaba en Italia; pues tan caluroso, tan callado era ahora todo en
la llanura por la que caminaba como allí, y la capa de vaho azul de la
distancia se volvía para mí espejismo de las ciénagas pontinas.
No partí sin embargo en línea recta a la hacienda del
comandante que se me señalaba en la carta, sino que hice varios cruces y rodeos
para examinar bien el país. Así como la imagen de este se me había mezclado
antes siempre, debido a mi amigo, con Italia, así ahora se tejía cada vez más y
más singular como algo entero e independiente. Había recorrido cien arroyos,
arroyuelos y ríos, había dormido a menudo junto a los pastores y sus peludos
perros, había bebido de esos solitarios pozos del brezal que con el ángulo de
la barra espantosamente alto miran hacia el cielo, y había comido bajo más de
un techo de caña de profunda caída —allí se apoyaba el gaitero, allí volaba el
veloz carretero sobre el brezal, allí brillaba el blanco chaquetón del pastor
de caballos— a menudo me preguntaba qué aspecto tendría mi amigo en este país;
pues le había visto tan sólo en sociedad, y en la agitación en que todas las
personas se parecen como los guijarros del arroyo. Allí él había sido en apariencia
el hombre liso y fino, mas aquí era todo diferente, y a menudo, cuando durante
días enteros no veía otra cosa que el lejano crepúsculo azul rojizo de la
estepa y los mil pequeños puntos blancos en ella, el ganado del país, cuando a
mis pies estaba la tierra profundamente negra, y tanto salvajismo, tanta
exuberancia, pese a la historia antiquísima tanto comienzo y originalidad,
pensaba entonces cómo habrá de comportarse aquí. Andaba de un lado a otro del
país, me aclimataba cada vez más a su estilo y forma y a sus singularidades y
me era como si escuchase retumbar el martillo con el que se forja el futuro de
este pueblo. Cada cosa en el país apunta a tiempos venideros, todo lo pasajero
está cansado, todo lo que en él nace es fervoroso, de ahí que viera yo con
verdadero gusto sus aldeas infinitas, veía elevarse sus colinas de viñedos,
veía sus pantanos y cañaverales, y allí fuera a lo lejos cruzaban sus montañas
suavemente azules.
Después de caminar de un lado a otro durante meses, creí por
fin un día que debía encontrarme ya muy cerca de la hacienda de mi amigo, y
cansado ya de ver mucho, decidí poner una meta a mi peregrinar y dirigirme
directamente hacia las posesiones de mi futuro hospedador. Había andado toda la
tarde a través de un pedregal caluroso; a la izquierda se elevaban contra el
cielo cumbres de azul lejano —las tomé por los Cárpatos— a la derecha había
tierra quebrada con esa coloración rojiza singular como la que a menudo da el
aliento de la estepa: mas no se unían ambas, y entre ambas continuaba la
infinita imagen de las llanuras. Por fin, justamente al ascender de una
hondonada en que corría el lecho de un arroyo seco, a la derecha saltaron hacia
mí un castañar y una casa blanca, una duna de arena me había ocultado ambos
hasta entonces. —Tres millas, tres millas— eso había escuchado casi toda la
tarde cuando preguntaba por Uwar, así se llamaba el castillo del comandante:
mas conociendo ya por experiencia las millas húngaras, había con seguridad
andado cinco de ellas, y deseaba así fervientemente que la casa se llamase
Uwar. A no mucha distancia ascendían campos contra un terraplén en el que vi personas.
Quería preguntarles y crucé con ese objeto un ala del castañar. Aquí vi lo que,
aleccionado ya por los muchos cambios de rostro del país, sospechara de
inmediato, a saber, que la casa no estaba junto al bosque, sino sólo detrás de
una llanura que se apartaba de los castaños, y que debía ser un edificio
sumamente grande. Pero sobre el llano vi galopar hacia mí una figura,
justamente en dirección a los campos en los que la gente trabajaba. También se
agruparon todos los trabajadores en torno a la figura cuando hubo llegado a ellos,
como en torno a un señor, pero a mi comandante no se parecía el ser aquel en
absoluto. Subí despacio en dirección a la pendiente, que también estaba más
alejada de lo que creyera, y llegué justamente cuando todo el ardor del
crepúsculo llameaba en torno a los oscuros campos ondulantes de maíz y los
grupos de mozos barbudos, y en torno al jinete. Mas éste no era sino una mujer,
de unos cuarenta años, que extrañamente tenía puestos los amplios pantalones
típicos del país, y también se sentaba al caballo como un hombre. Como los
mozos ya se dispersaban y ella estaba casi sola en el lugar, le dirigí mi ruego
a ella. Apoyando mi bastón de caminante bajo la mochila, mirándola hacia
arriba, y al mismo tiempo restregándome de la cara los rayos del crepúsculo que
llegaban oblicuamente, le dije en alemán: «Buenas tardes, madre».
«Buenas tardes», respondió ella en la misma lengua.
«Concededme el favor, y decid: ¿se llama ese edificio Uwar?».
«Ese edificio no se llama Uwar. ¿Habéis sido citado a Uwar?».
«En efecto. He de visitar allí a mi amigo, el comandante, que
me ha invitado».
«Andad entonces sólo un rato junto a mi caballo».
Con estas palabras puso a andar a su caballo y cabalgó
despacio, para que yo pudiera seguirla, entre las altas mazorcas verdes de
maíz, hacia arriba de la cuesta. Yo iba detrás de ella y tuve oportunidad de dirigir
mis miradas al entorno, y de hecho hallaba cada vez más razón para admirarme. A
medida que llegábamos más arriba se abría a ojos vista el valle tras nosotros,
toda una inmensa floresta corría desde el castillo hacia los montes que
empezaban tras él, avenidas se extendían hacia los campos, un lote de labranza
tras otro se tendía sin más y parecía en excelente condición. Nunca he visto
esa hoja larga, grasa, fresca del maíz, y no había un hierbajo entre sus
espigones. El viñedo a cuyo linde llegábamos en ese momento me recordaba a los
del Rin, sólo que en el Rin no he visto ese recio porfiar y rebosar de hojas y
vides, como aquí. La llanura entre los castaños y el castillo era una pradera,
tan pura y suave como si hubiese extendido terciopelo, estaba atravesada por
caminos vallados por los que andaba el ganado blanco de la tierra, mas ligero y
esbelto, como ciervos. El conjunto se erguía fabuloso desde el pedregal que
había recorrido hoy, y que ahora yacía allá fuera al aire de la tarde, y en los
rayos que hilaban rojizos miraba caluroso y seco hacia esta fresca y verde
lozanía.
En esto habíamos llegado a una de aquellas cabañas blancas como
las que había percibido varias diseminadas en el verde del terreno de las
vides: y la mujer le dijo a un hombre joven, que a pesar de la calurosa tarde
de junio estaba envuelto en su peluda pelliza y se ocupaba de un montón de
cosas frente a la puerta de la cabaña: «Milosch, el señor quiere llegar hoy a
Uwar, si tomases acaso los dos bayos, le dieses uno, y le acompañases hasta el
patíbulo».
«Sí», replicó el muchacho, y se levantó.
«Ahora id con él, os conducirá debidamente», dijo la mujer, y
volvió su caballo para cabalgar de vuelta el camino por el que había venido
conmigo.
La tomé por algún tipo de administradora y quise darle una
moneda considerable por el servicio que acababa de prestarme. Pero ella rió tan
sólo y mostró al hacerlo una fila de dientes muy hermosos. Por el viñedo
cabalgó hacia abajo lentamente, pero poco después escuchamos el veloz ruido de
cascos de su caballo al volar ella sobre la llanura.
Me embolsé de nuevo mi dinero y me volví hacia Milosch. Éste se
había puesto entretanto, además de su pelliza, un sombrero ancho, y me condujo
un trecho por las plantaciones del viñedo, hasta que subimos a un recodo del
valle y dimos con un edificio de labranza del que extrajo dos de aquellos
caballos pequeños como los que encuentra uno en los brezales de este país. El
mío lo ensilló, el suyo lo montó tal como estaba, y nos adentramos de inmediato
en el crepúsculo de la tarde al encuentro del oscuro cielo del este. Puede
haber sido un espectáculo curioso: el caminante alemán sentado a caballo con
mochila, gorra y bastón de nudos, junto a él el esbelto húngaro con sombrero
redondo, bigote, pelliza peluda y pantalones blancos ondulantes, cabalgando ambos
en la noche y el desierto. Era de hecho un desierto a lo que fuimos a parar al
otro lado del viñedo, y la colonia era como una fábula allí. En realidad el
desierto era mi viejo pedregal de nuevo, y seguía tan parecido a sí mismo, que
hubiese creído que cabalgábamos de vuelta el mismo camino por el que había
venido, si el rojo sucio que aún ardía a mis espaldas en el cielo no me hubiese
hecho saber que realmente cabalgábamos hacia el levante.
«¿Cuánto falta hasta Uwar?» pregunté.
«Aún milla y media», respondió Milosch.
Me conformé con la respuesta y cabalgué tras él tan bien como
podía. Cabalgamos junto a las mismas incontables piedras grises como las que
había hoy contado a miles todo el día. Resbalaban con engañosa luz sobre el
oscuro suelo tras de mí, y puesto que en realidad cabalgábamos sobre un pantano
seco y muy firme, no oía el ruido de cascos de nuestros caballos, salvo cuando
chocaba el hierro por casualidad con una de las piedras que estos animales, por
lo demás, acostumbrados a tales caminos, saben evitar muy bien. El suelo era
siempre llano, sólo que otra vez habíamos subido y bajado dos o tres
hondonadas, en cada una de las cuales se extendía un torrente fijo de cantos
rodados.
«¿A quién pertenece la finca que hemos dejado?» pregunté a mi
acompañante.
«Maroshely», contestó.
No sabía, puesto que había pronunciado las palabras cabalgando
rápido ante mí, si era éste el nombre del propietario o si había entendido bien
en absoluto; pues el movimiento dificultaba el habla y la escucha.
Finalmente salió un pedazo de luna rojo de sangre, y a su débil
luz se erguía ya también en la pradera el esbelto armazón que tomé por la meta
de mi acompañamiento.
«Aquí está el patíbulo», dijo Milosch, «ahí abajo, donde
brilla, corre un arroyo, al lado hay un montón negro, dirigíos a él, es un
roble en el que antaño se colgaba a los malhechores. Ahora ya no puede ser así,
porque hay patíbulo. Desde el roble empieza un camino hecho, junto al que se
alzan árboles jóvenes a ambos lados. Continuad por el camino algo menos de una
hora, entonces tirad de la barra de la campana de la verja. Escuchad, aun
cuando no esté cerrado con llave, no paséis; es por los perros. Tirad sólo de
la barra de la campana. Así pues, desmontad ahora, y abrochaos mejor la chaqueta,
no sea que cojáis la fiebre».
Desmonté, y aunque con mi gratificación de la administradora no
había tenido suerte, con todo le ofrecí de nuevo a Milosch una. La aceptó y la
guardó en la pelliza. Luego atrapó las riendas de mi caballo, se volvió, y salió
volando a toda prisa, antes de que pudiera decirle sólo que por favor
transmitiese mi agradecimiento al dueño del caballo, ya que tan
incondicionalmente había podido cabalgar sobre uno por la noche. Por lo visto
estaba anhelando marcharse del lugar. Miré hacia él. Se alzaban dos columnas, y
sobre ellas había un travesaño. Así sobresalía a la luz amarilla de la luna.
Arriba había algo, como una cabeza. En realidad podía ser cualquier elevación.
Seguí adelante, igual que si la hierba del brezal susurrase tras de mí y algo
se removiese al pie del patíbulo. De Milosch no podía percibirse ya la
menor huella, como si nunca hubiese estado allí. Llegué en seguida al roble de
la muerte. El arroyo irisaba y brillaba y se enroscaba entre juncos, como una
serpiente muerta. Al lado estaba la negra estructura del árbol. Lo rodeé y al
otro lado había un camino blanco recto, alumbrado por la luna. El camino estaba
apisonado y tenía zanjas y una avenida de álamos jóvenes. Me sentó bien el
escuchar sonar de nuevo mis pisadas, como ocurre allí en casa en los caminos de
nuestro país.
Avancé lentamente. La luna se elevó más y más y quedó por fin
clara en el cálido cielo de verano. El brezal se escapaba bajo ella como una
pálida rodaja. Por fin, cuando podía haber pasado ya una buena hora, se
elevaron ante mí compactas masas negras, como un bosque o jardín, y en breve
plazo dio el camino con una verja que se erguía en un muro que corría por fuera
del bosque y tenía tras de sí cimas gigantescas que se alzaban con mortal silencio
en la plata del aire de la noche. En la verja había un asidero de campana,
tiré, y sonó desde dentro. Al instante resonó no un ladrido, sino dos sacudidas
de ese resuello profundo, decidido y curioso de los perros nobles —un brinco
sordo— y el más grande y hermoso perro que en mi vida había visto se apoyaba
por dentro en la verja. Se puso sobre las patas traseras, cogió con las
delanteras las barras de hierro, y me miró asomándose sin producir el más
mínimo ruido, como es costumbre en la manera seria de esta clase de animales.
Pronto llegaron, persiguiéndose en gruñidos, aún otros dos bulldogs pelados del
mismo género, más pequeños y jóvenes, y todos me miraron fijamente. Después de
un rato escuché también pasos humanos acercándose, y un hombre con pelliza
peluda llegó y preguntó por mi deseo. Repliqué si acaso estaba en Uwar, y di mi
nombre. Debía tener instrucciones; pues inmediatamente apaciguó a los perros
con palabras húngaras, y abrió después la verja.
«El señor tiene cartas de vos y os espera desde hace tiempo»,
dijo el hombre mientras andábamos.
«Ya le había escrito que quería ver vuestro país», respondí.
«Y lo habéis visto largo tiempo», dijo él.
«Desde luego», respondí. «¿Está despierto aún el comandante?».
«No está en casa, sino en la junta, mañana temprano cabalgará
hacia aquí. Para vos ha mandado disponer tres habitaciones y dejado dicho que
debíamos conduciros a ellas si llegarais en su ausencia».
«Conducidme pues a ellas».
«Bien».
Estas palabras fueron las únicas que intercambiamos en el largo
camino que, en mi opinión, hicimos más bien a través de un bosque virgen que de
un jardín. Abetos gigantescos se extendían hacia el cielo, y ramas de roble del
grosor de un hombre acechaban en torno. El perro grande iba tranquilo a nuestro
lado, los otros olisqueaban en mis ropas y se perseguían luego a veces.
Habiendo recorrido así este bosquecillo, llegamos a una elevación sin árboles
en la que se erguía el castillo, en la medida en que podía ahora reconocerlo,
un gran edificio cuadrado. Pero esta elevación hacía subir una ancha escalera
de piedra sobre la que cuajaba la más bella luz de la luna. Detrás de la
escalera había un espacio algo más llano, y luego una gran verja que servía en
lugar del portal de la casa. Una vez que hubimos llegado a la verja, mi
acompañante dijo algunas palabras a los perros, a lo que estos volvieron
disparados al jardín. Abrió entonces la verja y me condujo dentro del edificio.
En la escalera ardía luz aún y daba brillo a altas y extrañas
estatuas de piedra con amplias botas y ropajes arrastrados. Puede que fueran
reyes húngaros. Luego nos recibió en el primer piso un largo pasillo cubierto
de esteras de caña. Caminamos a lo largo de él y subimos luego una escalera.
Aquí había de nuevo un pasillo similar, y abriendo uno de los batientes de la
puerta que en el mismo había, dijo mi acompañante que aquí estaban mis
habitaciones. Entramos en ellas. Después de haber encendido en cada una varias
velas, me deseó buenas noches y se fue. Tras un rato fueron traídos pan, vino y
asado frío, luego de lo cual me fueron dadas por él, como por su antecesor, las
buenas noches. Me di cuenta por ello y por el mobiliario completo de las
habitaciones de que ahora permanecería solo, y fui por tanto a las puertas y me
encerré.
A esto comí, e inspeccioné entretanto mi vivienda. La primera
habitación, en la que fuera colocada la comida en una mesa grande, era muy
espaciosa. Las velas irradiaban claridad e iluminaban todo. Los enseres eran
distintos a lo que se estila entre nosotros. En medio había una larga mesa, a
uno de cuyos extremos comía yo. En torno a la mesa había colocados bancos de
madera de roble que realmente no parecían confortables, sino como destinados a
juntas. Por lo demás tan sólo aquí y allá podía verse alguna silla. De las
paredes colgaban armas de distintas épocas históricas. Puede que antaño
pertenecieran a los húngaros. Había aún muchos arcos y flechas entre ellas.
Además de las armas colgaban también allí ropas húngaras que se habían
conservado de épocas anteriores, y luego esas de seda, holgadas, que podían
haber pertenecido o bien a turcos o hasta a tártaros.
Cuando hube terminado con mi cena, fui a las dos habitaciones
contiguas que seguían a esta sala. Eran más pequeñas, y tal y como había ya
notado en un primer vistazo al ser introducido, amuebladas más confortablemente
que la sala. Había allí sillas, mesas, armarios, enseres de aseo, útiles de
escribir y todo lo que un caminante solitario puede desear en su vivienda.
Incluso había libros sobre la mesa de noche, y estaban todos en lengua alemana.
En cada una de las dos habitaciones se alzaba una cama, pero en lugar de colcha
había extendida sobre cada una esa ancha prenda popular que llaman bunda.
Habitualmente es un abrigo de piel en el que el lado áspero está vuelto hacia
adentro y el blanco liso hacia afuera. Este último tiene con frecuencia toda
clase de cordones, y está adornado con dibujos de colores cosidos en cuero.
Antes de echarme a dormir fui, como tengo siempre por costumbre
en lugares extraños, a la ventana a mirar qué aspecto tenía fuera. No había
mucho que ver. Pero sí reconocí a la luz de la luna que el paisaje no era
alemán. Como otra bunda, sólo que gigantesca, se extendía abajo la mancha
oscura del bosque o jardín sobre la estepa —fuera irisaba el gris del brezal—
luego había toda clase de estrías, no supe si eran objetos de este mundo o
capas de nubes.
Después de haber dejado que mis ojos recorrieran por un rato
todas estas cosas, me aparté de nuevo, cerré las ventanas, me desvestí, fui a
la primera cama y me acosté. Al estirar las pieles blancas de la bunda sobre
mis cansados miembros, y al cerrar ya casi los ojos, pensé: «Así que estoy
ansioso, qué de amable o feo he de vivir en esta casa». Luego me adormecí, y
todo estaba muerto, lo que en mi vida había sido ya, y lo que fervorosamente
deseaba que pudiera darse en la misma.
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