martes, diciembre 25, 2018

"La memoria verdadera", de Francisco Martínez Farfán

Dos poemas






Así podría asumir lo que persevera
Y no muere de tanto en sí, pero luego
He cerrado la puerta. De cara a la pared ciega
Escucho cómo escapa la delgadez del tulipán
Su raíz opuesta:
En ese tiempo era un niño
Y temblaba. Alguna vez estuve solo y en el patio
Sembré un hueco, respiraba sin consideración
Y mire la joroba de mi sombra en la tierra.



     ·     ·     ·



Contra una caligrafía de largos paraguas, una tarde, en viaje,
Con la fiebre en el fuego, vi una niña bajo el perfil de un castillo
Quemado, recortaba viejos tambores de verdugo, rellenaba
lagartos con paja, si mantenía con su pelo sobre la cara, lloraba
sin pulir el cielo. Ablandado, con olor a pirámide oculta, reconocí
el origen de una isla del miedo en el humo de su sangre,
            su cuerpo era como
una partitura de miel entre dos océanos y, por supuesto, soñaba
entre un abrir y un cerrar de ojos. Yo cruzaba nenúfares y peces
sacudiendo un árbol y creía, en secreto, rehusarlo todo, caía con largueza
hasta desangrarme, hablaba hasta reventar el aguijón del duelo
que venía de lejanas puntas, de pálidas postales donde las niñas
            cumplían seis años
y no sabían morir ni bajo el plato, ni siquiera bajo la torcedura del pastel.
En cambio, ya sudaban anemias, pistilos y destinos embadurnados
con lubricante extático y no podían amarse ni a los gritos. Yo me había
echado a cuestas las puertas de una ciudad que todo me debía:
            una moneda,
Una cuerda, sobre todo una máquina que pesara plumas con un
relámpago. Desconocía a la muerte con suma facilidad en los cines porno,
evitando billetes falsos, ternuras al vapor, animales insomnes de doradas
patas. Estaba harto y respiraba hacia fuera pellejos de larguísimas
piernas, mantenía ese raro andar de ñu que va en busca de un témpano,
me hacía preguntas que todos querían responder por mí y yo huía como un
erizo suburbial, como un ciego congelado, cocinado en su aura,
en su propia pleura. Ante ella, yo eché mi puerta de hebillas hacia abajo,
lamí sin decoro anhelos imaginarios, regresé sin pudor a la nostalgia
de los muertos de cine mudo, a los dioses de puerto y cantina
que se pasan un peine por el pelo bajo el sulfuro de la tormenta, encontré
una casa natural –casi una catedral– bajo la guía de un durazno gótico,
compré una cafetera, cincuenta pesos de mota, una gallina gorda, y levanté
una cerca armada de lenguas y botellas, y fundé sin miedo la sombra, el
trabajo temprano, el pavor de la sopa: el trapo.




2009







Portada: ilustración de Andrés Vásquez Gloria


















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