lunes, noviembre 12, 2018

“La enfermedad”, de Marcelo Lillo





En 1970 yo tenía trece años y era el muchacho más suertudo del mundo. O el más desamparado, depende del punto de vista de cada cual.

Vivía en una hermosa casa con un gran jardín y un patio enorme donde al final había un pequeño bosque; era el amo de un perro obediente y a mi disposición tenía un taxi que todas las mañanas me llevaba al colegio y que a eso de las dos me trasladaba de regreso al hogar. El chofer me decía señor, con una leve reverencia, y en el colegio (que era pagado y donde asistían nada más que hijos e hijas de profesionales de buen nivel y una cultura pasable) las asignaturas eran dictadas en inglés, excepto castellano, que se impartía en el pedestre idioma en que nos desenvolvíamos más allá de las murallas del colegio. Manejaba una buena cantidad de plata en los bolsillos, disponía de una empleada que me servía la comida y lavaba la loza, y en mi pieza, con una excelente panorámica del barrio elegante, tenía todos los libros que debía leer por obligación y también los que disfrutaba por puro placer. Eran otros tiempos, diría alguien con cierto tinte nostálgico o un leve y anticuado tonito, cuando la televisión aún no invadía las ciudades y los muchachos nos acostábamos antes de las nueve, escuchábamos radio o abríamos un libro con el que nos quedábamos dormidos.

Lo malo era que no tenía madre ni hermanos, y mi padre pasaba veinticinco días del mes afuera y los otros cinco (después de que estacionaba su auto en el garaje, me entregaba un regalo con el que pretendía calmar mi orfandad y se cambiaba de ropa luego de darse una ducha larga) con sus amigos y una que otra mujer que de repente asomaba por la casa y que en más de una ocasión no conocí ni de vista, sino que solo me enteré de su presencia por su risa alcohólica y sus carreritas en la escalera en mitad de la noche.

A mamá tampoco la conocí (por lo que siempre me ha resultado extraño pronunciar aquella palabra), puesto que ella falleció pocos días después de que yo naciera, producto de las complicaciones del parto. Muchos podrían sentirse culpables de una situación así, en la que un ser más poderoso decide arbitrariamente que uno de los dos puede vivir. Pero no es mi caso. Nunca me sentí culpable de que algo así sucediera, debe ser porque mi padre jamás lo recalcó ni me lo refregó en la cara cuando llevaba unas copas de más en el cuerpo. Es más, papá rara vez hablaba de mi madre, y cuando lo hacía sus palabras y su mirada parecían revestidos de un color a punto de desaparecer, como si los hechos a los que hacía referencia fueran parte de un pasado lejanísimo que a lo mejor sucedió o eran producto de la imaginación o correspondían a la vida de otros.

En el colegio tampoco tuve problemas desde que papá me matriculó e informó de mi especial situación al director, salvo por uno que otro despistado que de vez en cuando hacía referencia a mi condición de huérfano, quizás para desquitarse de alguna jugarreta mía o para herirme. Pero se encontraba con la firme oposición del resto de los compañeros, para los que yo era el supremo ejemplo del tipo individualista y autosuficiente, a la vez que un ídolo al que se mira con un poco de admiración y mucha envidia.

Solo en esa enorme casa (que a lo mejor no era tan grande y yo la veía así porque no la compartía con nadie), mi única entretención era leer. Leía el diario mientras almorzaba, y si en la tarde no me correspondía clases o deportes me iba al fondo del patio con mi perro para leer un libro. Si llovía lo hacía en mi pieza, con un brazo a manera de almohada. Para los veranos, que comenzaban a mediados de diciembre apenas finalizaba los estudios, me aprovisionaba de una buena cantidad de novelas (eran lo primero que guardaba en las maletas) y me iba feliz a la playa en compañía de una hermana de mi padre y su familia, con los que estaba hasta principios de marzo. Volvía a la ciudad lleno de novedades, pero no del veraneo, sino de las mil y una peripecias que vivían los personajes de los libros. Eran mis copuchas de las vacaciones, a las que mis amigos ya estaban acostumbrados, por lo que no dudaban en afirmar que en mi futuro había una máquina de escribir esperándome sobre una mesa, junto a un ventanal que daba al mar y a mi espalda varias repisas llenas de libros. Me imaginaban también con una pipa en la boca, barba y lentes (el estereotipo del escritor), y así me dibujaban cuando a nuestro curso le correspondía hacerse cargo de la revista mensual del colegio (en inglés, of course), donde, cómo no, me asignaban la sección literaria.
La verdad es que en esos años poco era lo que podía decir de mi futuro. Ni a mi padre (las escasas oportunidades en que hablábamos) ni al orientador ni al profesor jefe (con los que conversaba más a menudo) tenía mucho que contarles, menos aún cuando los tres hacían referencia a mi condición de gran lector y adolescente muy bien informado. Lo calificaban de un preciado don, una bendición venida del cielo que a muy pocos les tocaba en esta corta vida. Por lo tanto, papá quería que yo fuese abogado y una vez recibido me hiciera cargo de sus prósperos negocios. El orientador opinaba que mi destino estaba en el periodismo, ya fuera como crítico de arte o como columnista estable en la sección de política internacional. Y el profesor jefe, que cada vez que podía le sacaba lustre a su asignatura, veía en mí a un futuro historiador, un intelectual afincado en una prestigiosa universidad y que a los cincuenta años, con el necesario oficio en las venas, iba a entregarse al proyecto de su vida que le llevaría nada menos que dos décadas: escribir la verdadera y definitiva historia de nuestro país.

Cada vez que oía tales cosas, mirando de frente al que me las decía con extrema seriedad y entera convicción, mi respuesta era un encogimiento de hombros. Eso porque el menos preocupado de mi destino era yo, que no sabía qué hacer con mi existencia una vez que egresara del colegio, aunque si de algo estaba seguro era de que no me interesaba nada de lo que sugerían los mayores. No me veía ni en la facultad de derecho ni en la sala de redacción de un periódico ni menos en la silenciosa biblioteca de una universidad, casi ciego escribiendo sin parar la obra cumbre de mi vida. Para ser honesto, no me veía en ninguna parte, salvo en una playa, ojalá en invierno y con muchos y buenos libros a mi alcance.

—Tu norte está en la literatura —me decía el profesor de castellano cada vez que tenía la oportunidad, mirándome con unos ojos doloridos.
—No entiendo lo que quiere decir, mister.
—Claro que me entiendes, Dante Gómez, ¡si hasta te llamas igualito que un gran poeta!
—No me gusta la poesía, señor, prefiero las novelas.
—Poesía, narrativa, hasta teatro podrías escribir. —El mister quedaba mirándome—. Oye, ¿no has pensado unirte al grupo de teatro del colegio?
—Me da vergüenza subirme a un escenario.
—¡Qué vergüenza ni nada! —Otra mirada seguida de unas palabras dichas en voz baja, como si le hubiera pedido un consejo urgente acerca de mi vocación—. Un creador, eso es lo que tú estás destinado a ser, créeme. Tu padre tiene una excelente situación económica y perfectamente podría enviarte a estudiar al extranjero, ya que aquí los artistas no son muy bien mirados. ¿Entiendes?
—Yes, mister.
—¿Y qué me dices?
—Voy a pensarlo —respondía yo devolviéndole la mirada.

Dichas conversaciones se efectuaban los días miércoles por la tarde, cuando asistía al colegio solo por dos horas y luego tenía libre el resto de la jornada. Como no quería irme a encerrar tan temprano a la casa, me iba al casino, pedía una bebida y abría un libro si no tenía nada que estudiar. Ahí me encontraba el profesor Macaya, que iba por una taza de café al que echaba cuatro cucharadas de azúcar. Esa inusual cantidad de azúcar fue lo primero que me llamó la atención de él cuando aún no era su alumno. Lo veía revolviendo la taza que yo suponía muy espesa, con una mano en la frente y los ojos posados en un libro que nunca fue nuevo, que parecía rescatado del fondo de un baúl que recorrió el mundo entero en las sucias bodegas de un barco. Macaya, al que llamábamos Onda Larga por su altura (era de lejos el profesor más alto del colegio), se hizo cargo de la asignatura de castellano cuando pasé a séptimo básico y de inmediato nos hizo olvidar a la antigua profesora, no porque sus clases fueran mágicas o nos deslumbrara con su erudición (que sí la tenía), sino porque era ver a un actor arriba del escenario. Su fascinación era la poesía, aunque se decía un comediante frustrado, y ambas cosas se conjugaban al momento de ingresar a una sala de clases y enfrentar a un grupo de adolescentes bulliciosos, inquietos y no muy interesados en el lenguaje ni menos en la literatura.

El maletín de Macaya estaba lleno de libros viejos pasados a humedad, él mismo era un sujeto que olía a percán, pero de esa especie de decadencia parecía rescatar lo más bello e inolvidable. Lo digo porque no hubo clase en que no nos leyera un poema (de preferencia inglés, habitualmente de algún romántico), aunque la palabra «leer» se queda corta. Lo que hacía era recitarlo, aunque su voz no era de las mejores, pero su entusiasmo era privilegiado. Declamaba paseándose por la sala, gesticulando, pero no por eso despreocupado de lo que sucedía a su alrededor, puesto que al ver a algún alumno dispuesto a arrojar un papel o burlarse de otro, Macaya estiraba su brazo y le tironeaba la oreja.

—¡Más respeto con la poesía, mister! —exclamaba—. Mire que no todos los días nos semblanteamos con un individuo llamado Keats, que más encima nos obsequia algo que por si acaso se llama arte. ¿Lo sabía usted?
—No, señor…

Acto seguido se enderezaba el mechón rebelde que le caía sobre la frente y continuaba leyéndonos. Nunca entendimos mucho las lecturas de Onda Larga (algunos no entendían nada), pero nos quedaba dando vueltas la enigmática belleza de una metáfora, más que suficiente para vivir tranquilos durante sesenta años corridos y más encima afirmar que se conoce a los románticos ingleses.

A pesar de las conversaciones que sosteníamos en el casino, nunca me di el tiempo para pensar realmente en lo que Macaya me decía. Siempre lo fui postergando, inventándole cualquier excusa, dilatando una decisión que si bien es cierto me comprometía nada más que a mí, yo era el primero en sacarle el cuerpo. O no tuve el valor para decirle que aunque yo admiraba el arte literario, no tenía la menor intención de ser un escritor. O tranquilizarlo con eso de que quizás el germen del novelista o cuentista ya estaba en mí, pero faltaba que yo lo descubriera. No lo sé. Tal vez la cruel verdad era que para ser artista debía desafiar a mi padre, una tarea superior para la que en ese tiempo yo no estaba preparado. Todo eso se transformó en indecisión, a pesar de que Macaya no se daba por vencido y cada miércoles, saboreando su taza de café almibarado, me preguntaba: —¿Y?

—Lo sigo pensando, señor.
—Si sigues pensando demasiado las cosas ni siquiera vas a llegar a casarte.
—No está en mis planes casarme —afirmaba yo, muy seguro—. Ninguna mujer puede igualarse a un buen libro.

Macaya sonreía, se subía el mechón de pelo y decía: —¿De dónde sacaste eso?

—De aquí —respondía con el dedo en la sien, orgulloso y soberbio a la vez.

Ante aquella ridícula e infantil demostración de machismo, Onda Larga sacudía la cabeza. Pero un día ni siquiera hizo aquello, sino que me tiró la siguiente pregunta: —¿Tienes algo que hacer después de las seis?

Todavía no eran las cinco, el sol primaveral caía sobre el patio donde unos alumnos jugaban al fútbol.

—No —contesté—. ¿Por qué?
—Quiero hacerte una invitación. Bueno, es más que una invitación, o algo distinto… Quiero que me acompañes a una parte.
—¿Adónde, mister?
—A una casa.
—¿La suya?
—Sí y no.

Miré a Macaya y al ver sus ojos doloridos dije que sí. El profesor me palmoteó el hombro y se bebió de un trago su café.

A las seis en punto dejamos el colegio, le dije al chofer del taxi que esa tarde no iba a necesitarlo y abordamos una micro. No era la primera vez que yo andaba en micro, lo había hecho muchas veces a pesar de mi privilegiada forma de vivir, pero esa vez fue diferente. Yo iba con un hombre que podía ser mi padre, y cualquier niño en mi situación diría que, cuando no hay un padre cerca, todo adulto que se relacione permanentemente contigo es capaz de serlo. Algo que tiene que ver con el cariño que necesitamos y no tenemos. Con Onda Larga a mi lado me sentía bien, deseoso de que los otros que viajaban en la micro creyesen que éramos padre e hijo, aunque era solo un sueño.

Luego de casi media hora de viaje nos bajamos y recorrimos a pie unas cinco o seis cuadras, hasta llegar a una casa de un piso igual al resto de las casas de un piso que se levantaban alrededor. Estábamos en una población de clase media y por primera vez en mucho tiempo sentí nervios. Y si más lo pensaba, más inquieto me ponía, me imaginaba que había cientos de ojos de muchachos pobres de liceo (groseros, hediondos y mal vestidos) posados en mí, esperando que el profesor me dejara solo para robarme.

—Toca —me pidió Macaya—. Tú tocas y yo me voy.
—¿Por qué? —pregunté aterrorizado, como si se tratara de una de esas pruebas para saltar de la adolescencia a la adultez. Un rito de paso en el que debía combatir con un fiero matón.
—Eso te lo voy a explicar después. —Se subió el mechón y masticó unas instrucciones—: Preguntas por Gema y le dices que vienes de mi parte. ¿Okey?
—Okey.

Golpeé y al instante Onda Larga desapareció. Pasados unos segundos la puerta se abrió y me llegó un olor a tomates maduros.

—¿Sí? —me dijo una mujer, mirándome de pies a cabeza con marcado recelo.
—¿Está Gema?
—¿Qué quieres?
—Vengo de parte del profesor Macaya —repetí lo que me dijo el mister.

La mujer (de unos cuarenta y cinco años y una profunda mirada de resignación) se humedeció los labios y haciéndose a un lado me pidió que entrara. Lo dijo con un matiz de súplica, como si delante tuviera al hombre más poderoso del planeta y a ella no le quedara más que rogarle para que pusiera un pie en su casa y la honrara. Entré y la seguí por un pasillo en penumbras hasta que desembocamos en una habitación al final.

—Ahí está Gema —dijo.

Describir la habitación es lo de menos, lo que importa es decir que en una cama allegada a la ventana había una niña que no debía pasar de los diez años. Estaba sentada y vestía una camisa de dormir de franela. La miré sin poder explicarme lo que sucedía. Su rostro era pálido, su pelo largo y oscuro y era dueña de una boca grande y un par de ojos brillantes, pero tristes. Es lo que más recuerdo de aquel día, los ojos de Gema quebrados por algo que yo ignoraba.

—Hola —le dije.
—¿Vienes a verme? —preguntó la niña, sin preámbulos.
—Vengo de parte del profesor Macaya.
—¡Ah!, entonces debes de ser Dante —dijo con cierta euforia.
—¿Cómo lo sabes?
—Mi papá me prometió que un día iba a venir el más inteligente de sus alumnos, y que sabía muchos cuentos. —Puso la mano extendida sobre la cama—. Ven, siéntate conmigo.
—¿Tu papá es Onda Larga? —dije yendo hacia ella.
—¿Quién?
—¡Perdón…! Quise decir si tu papá es mister Macaya.
Mister Macaya —repitió Gema, se rio y yo me senté—. Todos los días hablamos por teléfono, sin falta.
—¿Por teléfono? ¿Tu papá no vive contigo acaso?
—Mis papás están peleados y mi mamá no quiere que mi papá venga, por eso instalamos un teléfono.

Levantó unas ropas que cubrían el velador y asomó el aparato, negro y pesado, con un disco para marcar los números. En aquellos años el poseedor de un teléfono era considerado casi un millonario, pero no era el caso del profesor Macaya. Supuse que tuvo que hacer un gran sacrificio para instalarlo y otro tanto hacía para mantenerlo; quizás por eso echaba tanta azúcar al café, para calmar su angustia y llegar a fin de mes con algún dinero en los bolsillos.

—¿Es cierto que te sabes muchos cuentos? —dijo Gema mientras los últimos rayos de sol aterrizaban a los pies de la cama.
—Me sé algunos, no tantos como la gente piensa.

Gema me quedó mirando y preguntó:

—¿Por qué piensa eso la gente?
—Porque creen que voy a ser escritor o algo así. Poeta quizás o dramaturgo. Mi papá cree que seré abogado.
—¿Qué es dramaturgo?
—Es una persona que escribe obras de teatro. Shakespeare era un dramaturgo.
—No conozco a… —Gema volvió a reírse—. ¿Cómo fue que dijiste?
—¡¿No conoces a Shakespeare?! —exclamé horrorizado como si se tratara de un imperdonable error—. ¿No te lo enseñaron en el colegio?
—No voy a la escuela —respondió ella.
—¿Por qué no?
—Porque estoy enferma.

Algo frío y desagradable pasó por mi espalda, aunque de enfermedades solo conocía las que yo y mis compañeros de curso habíamos sufrido, cosas sin importancia que como mucho nos mantenían una semana en cama. Miré a Gema y no le quise preguntar de qué estaba enferma, una voz en mi cabeza me dijo que no lo hiciera, que la respuesta podía ser tan brutal que no la olvidaría en el resto de mi vida. El nombre de la enfermedad no lo supe jamás (solo era La Enfermedad), así y todo no me he olvidado de ella ni de su madre ni de su casa en estos casi cuarenta años que han transcurrido desde entonces. Tampoco he olvidado el tibio olor a transpiración que brotaba de la niña, un perfume avinagrado.

—¿Qué cuento quieres oír? —le pregunté.
—Uno que sea entretenido y bonito. —Hizo un puchero y agregó—: ¡Me aburro tanto aquí acostada!

A partir de ese día no pasó semana en que no fuera a la casa de Gema, a esa población tan distinta de mi colegio y mi barrio. Cada miércoles abordaba la micro y viajaba media hora pensando qué cuento contarle a la niña, buscando en mi memoria cuál era el más apropiado para una persona de su edad, aunque yo solo tenía tres años más, pero su fragilidad la hacía parecer menor. Andaba las cinco cuadras, golpeaba la puerta y me encontraba con la resignación de la madre, que con el correr de las semanas terminó por no decirme nada: solo abría y me dejaba pasar. Yo susurraba las gracias y caminaba hasta la habitación de Gema, que estaba esperándome con esa ridícula camisa de dormir. No sé cuántos relatos le desgrané en esos pocos meses, cuántos mezclé con mi propia imaginación ni cuántos le inventé porque de un rato para otro me quedé sin repertorio. Gema los escuchaba con la espalda apoyada en la pared, expectante a ratos, otras intrigada, con una que otra mueca que denotaba su interés por lo que salía de mi boca. Hasta yo me sorprendí muchas veces al oírme sin querer, cautivado sin proponérmelo por la trama de un relato que no sabía si lo había sacado de un libro o era pura invención mía o una mezcla de ambos. ¿Eso era ser un escritor?, me preguntaba en silencio. ¿En eso consistía aquel oficio tan misterioso y fascinante, en conjugar lo sabido con lo inventado? Si eso era verdad, entonces yo era un escritor hecho y derecho al que no le faltaba ni una pizca de imaginación, que no se achicaba ante los desafíos narrativos ni se conmovía por una tos que saliera de la boca de su única auditora. Mi misión era contar y nada iba a distraerme de mi objetivo.

A propósito de tos, un día le pregunté a Gema: —¿Por qué toses? —Fue después de finalizar mi relato, luego de esa pausa en que ella y yo terminábamos de digerir el cuento de turno.

—El doctor dice que es por mi enfermedad. A medida que vayan pasando los meses la tos va a aumentar.
—¿Eso significa que te vas a mejorar?
—No sé.

Tenía razón el médico, al tercer mes la tos no paró más. Gema tosía cada treinta segundos (en ocasiones era una catarata la que brotaba de su cuerpo y yo debía callarme hasta que se le pasara), se llevaba una mano al pecho y me quedaba mirando con los ojos quebradizos. Había también jornadas en que se decaía mucho, tanto que cuando entraba en el dormitorio la hallaba acostada, respirando con dificultad.

—No estás bien, ¿cierto, Gema?
—Si hablo voy a volver a toser —respondía ella, y de inmediato se iniciaba la catarata.
—Si quieres, hoy no te cuento nada.
—Si no me cuentas nada entonces no eres mi amigo.
—¡Okey! —Y yo principiaba el cuento, el que venía recordando o inventando en la micro, observando aquellos barrios que mientras más lejanos del centro más pobres eran.

Cuando faltaba menos de un mes para las vacaciones (y para irme a la playa con mis tíos, primos y mis novelas), una tarde en que me retiraba en silencio después de dejar a Gema durmiendo, su mamá me dijo: —Quiero hablar contigo.

—Dígame, señora.
—No tengo idea cómo te llamas ni dónde vives ni por qué haces esto, aunque sé que eres un niño rico. Pero quería darte las gracias.
—¿Por venir a contarle cuentos?

La mujer se miró las manos y replicó:

—Por hacerle todo más fácil.

La semana siguiente, el martes al finalizar la clase de castellano, Macaya me llamó antes de salir a recreo.

—Ya no vas a tener que ir más —me dijo con una mirada sombría.
—¿Cómo que no, mister? Mañana es miércoles y todos los…
—Ya no, Dante, la sepultamos el domingo.
—¡No puede ser! —grité sin dejar de mirar a Onda Larga—. ¡Es imposible!
—Lo siento, hijo.

Macaya me abrazó y dejó que llorara junto a ese cuerpo suyo pasado a humedad, como olían todos los cuerpos que estaban bajo la línea social a la que yo tenía prohibido descender, porque era como bajar a los infiernos. Lloré en silencio, luego salí de la sala y fui a encerrarme en el baño. Desde allí miré a los alumnos que jugaban en el patio, con sus chalecos de lana y la insignia del colegio bordada junto al corazón (con su lema en latín bajo un animal que era un puma). Pensé en Gema sentada en su cama y me di cuenta de que nunca la había visto de otra manera. Nunca la vi de pie ni menos caminando ni con otra ropa que no fuera esa horrible camisa de dormir. Me acordé de sus ojos trizados por la enfermedad y el permanente olor a tomates maduros que había en esa casa de población. Todo pasó como un tren a gran velocidad por mi cabeza, y cuando se perdió me fui a jugar con mis compañeros.



en De vez en cuando, como todo el mundo, 2018

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