En 1970 yo tenía trece años y era el
muchacho más suertudo del mundo. O el más desamparado, depende del punto de
vista de cada cual.
Vivía en una hermosa casa con un gran
jardín y un patio enorme donde al final había un pequeño bosque; era el amo de
un perro obediente y a mi disposición tenía un taxi que todas las mañanas me
llevaba al colegio y que a eso de las dos me trasladaba de regreso al hogar. El
chofer me decía señor, con una leve reverencia, y en el colegio (que era pagado
y donde asistían nada más que hijos e hijas de profesionales de buen nivel y una
cultura pasable) las asignaturas eran dictadas en inglés, excepto castellano,
que se impartía en el pedestre idioma en que nos desenvolvíamos más allá de las
murallas del colegio. Manejaba una buena cantidad de plata en los bolsillos,
disponía de una empleada que me servía la comida y lavaba la loza, y en mi
pieza, con una excelente panorámica del barrio elegante, tenía todos los libros
que debía leer por obligación y también los que disfrutaba por puro placer.
Eran otros tiempos, diría alguien con cierto tinte nostálgico o un leve y
anticuado tonito, cuando la televisión aún no invadía las ciudades y los
muchachos nos acostábamos antes de las nueve, escuchábamos radio o abríamos un
libro con el que nos quedábamos dormidos.
Lo malo era que no tenía madre ni
hermanos, y mi padre pasaba veinticinco días del mes afuera y los otros cinco
(después de que estacionaba su auto en el garaje, me entregaba un regalo con el
que pretendía calmar mi orfandad y se cambiaba de ropa luego de darse una ducha
larga) con sus amigos y una que otra mujer que de repente asomaba por la casa y
que en más de una ocasión no conocí ni de vista, sino que solo me enteré de su
presencia por su risa alcohólica y sus carreritas en la escalera en mitad de la
noche.
A mamá tampoco la conocí (por lo que
siempre me ha resultado extraño pronunciar aquella palabra), puesto que ella
falleció pocos días después de que yo naciera, producto de las complicaciones
del parto. Muchos podrían sentirse culpables de una situación así, en la que un
ser más poderoso decide arbitrariamente que uno de los dos puede vivir. Pero no
es mi caso. Nunca me sentí culpable de que algo así sucediera, debe ser porque
mi padre jamás lo recalcó ni me lo refregó en la cara cuando llevaba unas copas
de más en el cuerpo. Es más, papá rara vez hablaba de mi madre, y cuando lo
hacía sus palabras y su mirada parecían revestidos de un color a punto de
desaparecer, como si los hechos a los que hacía referencia fueran parte de un
pasado lejanísimo que a lo mejor sucedió o eran producto de la imaginación o
correspondían a la vida de otros.
En el colegio tampoco tuve problemas
desde que papá me matriculó e informó de mi especial situación al director,
salvo por uno que otro despistado que de vez en cuando hacía referencia a mi
condición de huérfano, quizás para desquitarse de alguna jugarreta mía o para
herirme. Pero se encontraba con la firme oposición del resto de los compañeros,
para los que yo era el supremo ejemplo del tipo individualista y
autosuficiente, a la vez que un ídolo al que se mira con un poco de admiración
y mucha envidia.
Solo en esa enorme casa (que a lo
mejor no era tan grande y yo la veía así porque no la compartía con nadie), mi
única entretención era leer. Leía el diario mientras almorzaba, y si en la
tarde no me correspondía clases o deportes me iba al fondo del patio con mi
perro para leer un libro. Si llovía lo hacía en mi pieza, con un brazo a manera
de almohada. Para los veranos, que comenzaban a mediados de diciembre apenas
finalizaba los estudios, me aprovisionaba de una buena cantidad de novelas
(eran lo primero que guardaba en las maletas) y me iba feliz a la playa en
compañía de una hermana de mi padre y su familia, con los que estaba hasta
principios de marzo. Volvía a la ciudad lleno de novedades, pero no del
veraneo, sino de las mil y una peripecias que vivían los personajes de los
libros. Eran mis copuchas de las vacaciones, a las que mis amigos ya estaban
acostumbrados, por lo que no dudaban en afirmar que en mi futuro había una
máquina de escribir esperándome sobre una mesa, junto a un ventanal que daba al
mar y a mi espalda varias repisas llenas de libros. Me imaginaban también con
una pipa en la boca, barba y lentes (el estereotipo del escritor), y así me
dibujaban cuando a nuestro curso le correspondía hacerse cargo de la revista
mensual del colegio (en inglés, of course),
donde, cómo no, me asignaban la sección literaria.
La verdad es que en esos años poco
era lo que podía decir de mi futuro. Ni a mi padre (las escasas oportunidades
en que hablábamos) ni al orientador ni al profesor jefe (con los que conversaba
más a menudo) tenía mucho que contarles, menos aún cuando los tres hacían
referencia a mi condición de gran lector y adolescente muy bien informado. Lo
calificaban de un preciado don, una bendición venida del cielo que a muy pocos
les tocaba en esta corta vida. Por lo tanto, papá quería que yo fuese abogado y
una vez recibido me hiciera cargo de sus prósperos negocios. El orientador
opinaba que mi destino estaba en el periodismo, ya fuera como crítico de arte o
como columnista estable en la sección de política internacional. Y el profesor
jefe, que cada vez que podía le sacaba lustre a su asignatura, veía en mí a un
futuro historiador, un intelectual afincado en una prestigiosa universidad y
que a los cincuenta años, con el necesario oficio en las venas, iba a
entregarse al proyecto de su vida que le llevaría nada menos que dos décadas:
escribir la verdadera y definitiva historia de nuestro país.
Cada vez que oía tales cosas, mirando
de frente al que me las decía con extrema seriedad y entera convicción, mi
respuesta era un encogimiento de hombros. Eso porque el menos preocupado de mi
destino era yo, que no sabía qué hacer con mi existencia una vez que egresara
del colegio, aunque si de algo estaba seguro era de que no me interesaba nada
de lo que sugerían los mayores. No me veía ni en la facultad de derecho ni en
la sala de redacción de un periódico ni menos en la silenciosa biblioteca de
una universidad, casi ciego escribiendo sin parar la obra cumbre de mi vida.
Para ser honesto, no me veía en ninguna parte, salvo en una playa, ojalá en
invierno y con muchos y buenos libros a mi alcance.
—Tu norte está en la literatura —me
decía el profesor de castellano cada vez que tenía la oportunidad, mirándome con
unos ojos doloridos.
—No entiendo lo que quiere decir, mister.
—Claro que me entiendes, Dante Gómez,
¡si hasta te llamas igualito que un gran poeta!
—No me gusta la poesía, señor,
prefiero las novelas.
—Poesía, narrativa, hasta teatro
podrías escribir. —El mister quedaba
mirándome—. Oye, ¿no has pensado unirte al grupo de teatro del colegio?
—Me da vergüenza subirme a un
escenario.
—¡Qué vergüenza ni nada! —Otra mirada
seguida de unas palabras dichas en voz baja, como si le hubiera pedido un
consejo urgente acerca de mi vocación—. Un creador, eso es lo que tú estás
destinado a ser, créeme. Tu padre tiene una excelente situación económica y
perfectamente podría enviarte a estudiar al extranjero, ya que aquí los
artistas no son muy bien mirados. ¿Entiendes?
—Yes, mister.
—¿Y qué me dices?
—Voy a pensarlo —respondía yo
devolviéndole la mirada.
Dichas conversaciones se efectuaban
los días miércoles por la tarde, cuando asistía al colegio solo por dos horas y
luego tenía libre el resto de la jornada. Como no quería irme a encerrar tan
temprano a la casa, me iba al casino, pedía una bebida y abría un libro si no
tenía nada que estudiar. Ahí me encontraba el profesor Macaya, que iba por una
taza de café al que echaba cuatro cucharadas de azúcar. Esa inusual cantidad de
azúcar fue lo primero que me llamó la atención de él cuando aún no era su
alumno. Lo veía revolviendo la taza que yo suponía muy espesa, con una mano en
la frente y los ojos posados en un libro que nunca fue nuevo, que parecía
rescatado del fondo de un baúl que recorrió el mundo entero en las sucias
bodegas de un barco. Macaya, al que llamábamos Onda Larga por su altura (era de
lejos el profesor más alto del colegio), se hizo cargo de la asignatura de
castellano cuando pasé a séptimo básico y de inmediato nos hizo olvidar a la
antigua profesora, no porque sus clases fueran mágicas o nos deslumbrara con su
erudición (que sí la tenía), sino porque era ver a un actor arriba del
escenario. Su fascinación era la poesía, aunque se decía un comediante frustrado,
y ambas cosas se conjugaban al momento de ingresar a una sala de clases y
enfrentar a un grupo de adolescentes bulliciosos, inquietos y no muy
interesados en el lenguaje ni menos en la literatura.
El maletín de Macaya estaba lleno de
libros viejos pasados a humedad, él mismo era un sujeto que olía a percán, pero
de esa especie de decadencia parecía rescatar lo más bello e inolvidable. Lo
digo porque no hubo clase en que no nos leyera un poema (de preferencia inglés,
habitualmente de algún romántico), aunque la palabra «leer» se queda corta. Lo
que hacía era recitarlo, aunque su voz no era de las mejores, pero su
entusiasmo era privilegiado. Declamaba paseándose por la sala, gesticulando,
pero no por eso despreocupado de lo que sucedía a su alrededor, puesto que al
ver a algún alumno dispuesto a arrojar un papel o burlarse de otro, Macaya
estiraba su brazo y le tironeaba la oreja.
—¡Más respeto con la poesía, mister! —exclamaba—. Mire que no todos
los días nos semblanteamos con un individuo llamado Keats, que más encima nos
obsequia algo que por si acaso se llama arte. ¿Lo sabía usted?
—No, señor…
Acto seguido se enderezaba el mechón
rebelde que le caía sobre la frente y continuaba leyéndonos. Nunca entendimos
mucho las lecturas de Onda Larga (algunos no entendían nada), pero nos quedaba
dando vueltas la enigmática belleza de una metáfora, más que suficiente para
vivir tranquilos durante sesenta años corridos y más encima afirmar que se
conoce a los románticos ingleses.
A pesar de las conversaciones que
sosteníamos en el casino, nunca me di el tiempo para pensar realmente en lo que
Macaya me decía. Siempre lo fui postergando, inventándole cualquier excusa,
dilatando una decisión que si bien es cierto me comprometía nada más que a mí,
yo era el primero en sacarle el cuerpo. O no tuve el valor para decirle que
aunque yo admiraba el arte literario, no tenía la menor intención de ser un
escritor. O tranquilizarlo con eso de que quizás el germen del novelista o
cuentista ya estaba en mí, pero faltaba que yo lo descubriera. No lo sé. Tal
vez la cruel verdad era que para ser artista debía desafiar a mi padre, una
tarea superior para la que en ese tiempo yo no estaba preparado. Todo eso se
transformó en indecisión, a pesar de que Macaya no se daba por vencido y cada miércoles,
saboreando su taza de café almibarado, me preguntaba: —¿Y?
—Lo sigo pensando, señor.
—Si sigues pensando demasiado las
cosas ni siquiera vas a llegar a casarte.
—No está en mis planes casarme
—afirmaba yo, muy seguro—. Ninguna mujer puede igualarse a un buen libro.
Macaya sonreía, se
subía el mechón de pelo y decía: —¿De dónde sacaste eso?
—De aquí —respondía con el dedo en la
sien, orgulloso y soberbio a la vez.
Ante aquella ridícula e infantil
demostración de machismo, Onda Larga sacudía la cabeza. Pero un día ni siquiera
hizo aquello, sino que me tiró la siguiente pregunta: —¿Tienes algo que hacer
después de las seis?
Todavía no eran las cinco, el sol
primaveral caía sobre el patio donde unos alumnos jugaban al fútbol.
—No —contesté—. ¿Por qué?
—Quiero hacerte una invitación.
Bueno, es más que una invitación, o algo distinto… Quiero que me acompañes a
una parte.
—¿Adónde, mister?
—A una casa.
—¿La suya?
—Sí y no.
Miré a Macaya y al ver sus ojos
doloridos dije que sí. El profesor me palmoteó el hombro y se bebió de un trago
su café.
A las seis en punto dejamos el
colegio, le dije al chofer del taxi que esa tarde no iba a necesitarlo y
abordamos una micro. No era la primera vez que yo andaba en micro, lo había
hecho muchas veces a pesar de mi privilegiada forma de vivir, pero esa vez fue
diferente. Yo iba con un hombre que podía ser mi padre, y cualquier niño en mi
situación diría que, cuando no hay un padre cerca, todo adulto que se relacione
permanentemente contigo es capaz de serlo. Algo que tiene que ver con el cariño
que necesitamos y no tenemos. Con Onda Larga a mi lado me sentía bien, deseoso
de que los otros que viajaban en la micro creyesen que éramos padre e hijo,
aunque era solo un sueño.
Luego de casi media hora de viaje nos
bajamos y recorrimos a pie unas cinco o seis cuadras, hasta llegar a una casa
de un piso igual al resto de las casas de un piso que se levantaban alrededor.
Estábamos en una población de clase media y por primera vez en mucho tiempo
sentí nervios. Y si más lo pensaba, más inquieto me ponía, me imaginaba que
había cientos de ojos de muchachos pobres de liceo (groseros, hediondos y mal
vestidos) posados en mí, esperando que el profesor me dejara solo para robarme.
—Toca —me pidió Macaya—. Tú tocas y
yo me voy.
—¿Por qué? —pregunté aterrorizado,
como si se tratara de una de esas pruebas para saltar de la adolescencia a la
adultez. Un rito de paso en el que debía combatir con un fiero matón.
—Eso te lo voy a explicar después.
—Se subió el mechón y masticó unas instrucciones—: Preguntas por Gema y le
dices que vienes de mi parte. ¿Okey?
—Okey.
Golpeé y al instante Onda Larga
desapareció. Pasados unos segundos la puerta se abrió y me llegó un olor a
tomates maduros.
—¿Sí? —me dijo una mujer, mirándome
de pies a cabeza con marcado recelo.
—¿Está Gema?
—¿Qué quieres?
—Vengo de parte del profesor Macaya
—repetí lo que me dijo el mister.
La mujer (de unos cuarenta y cinco
años y una profunda mirada de resignación) se humedeció los labios y haciéndose
a un lado me pidió que entrara. Lo dijo con un matiz de súplica, como si
delante tuviera al hombre más poderoso del planeta y a ella no le quedara más
que rogarle para que pusiera un pie en su casa y la honrara. Entré y la seguí
por un pasillo en penumbras hasta que desembocamos en una habitación al final.
—Ahí está Gema —dijo.
Describir la habitación es lo de
menos, lo que importa es decir que en una cama allegada a la ventana había una
niña que no debía pasar de los diez años. Estaba sentada y vestía una camisa de
dormir de franela. La miré sin poder explicarme lo que sucedía. Su rostro era
pálido, su pelo largo y oscuro y era dueña de una boca grande y un par de ojos
brillantes, pero tristes. Es lo que más recuerdo de aquel día, los ojos de Gema
quebrados por algo que yo ignoraba.
—Hola —le dije.
—¿Vienes a verme? —preguntó la niña,
sin preámbulos.
—Vengo de parte del profesor Macaya.
—¡Ah!, entonces debes de ser Dante
—dijo con cierta euforia.
—¿Cómo lo sabes?
—Mi papá me prometió que un día iba a
venir el más inteligente de sus alumnos, y que sabía muchos cuentos. —Puso la
mano extendida sobre la cama—. Ven, siéntate conmigo.
—¿Tu papá es Onda Larga? —dije yendo
hacia ella.
—¿Quién?
—¡Perdón…! Quise decir si tu papá es mister Macaya.
—Mister
Macaya —repitió Gema, se rio y yo me senté—. Todos los días hablamos por
teléfono, sin falta.
—¿Por teléfono? ¿Tu papá no vive
contigo acaso?
—Mis papás están peleados y mi mamá
no quiere que mi papá venga, por eso instalamos un teléfono.
Levantó unas ropas que cubrían el
velador y asomó el aparato, negro y pesado, con un disco para marcar los
números. En aquellos años el poseedor de un teléfono era considerado casi un
millonario, pero no era el caso del profesor Macaya. Supuse que tuvo que hacer
un gran sacrificio para instalarlo y otro tanto hacía para mantenerlo; quizás
por eso echaba tanta azúcar al café, para calmar su angustia y llegar a fin de
mes con algún dinero en los bolsillos.
—¿Es cierto que te sabes muchos
cuentos? —dijo Gema mientras los últimos rayos de sol aterrizaban a los pies de
la cama.
—Me sé algunos, no tantos como la
gente piensa.
Gema me quedó mirando y preguntó:
—¿Por qué piensa eso la gente?
—Porque creen que voy a ser escritor
o algo así. Poeta quizás o dramaturgo. Mi papá cree que seré abogado.
—¿Qué es dramaturgo?
—Es una persona que escribe obras de
teatro. Shakespeare era un dramaturgo.
—No conozco a… —Gema volvió a
reírse—. ¿Cómo fue que dijiste?
—¡¿No conoces a Shakespeare?!
—exclamé horrorizado como si se tratara de un imperdonable error—. ¿No te lo
enseñaron en el colegio?
—No voy a la escuela —respondió ella.
—¿Por qué no?
—Porque estoy enferma.
Algo frío y desagradable pasó por mi
espalda, aunque de enfermedades solo conocía las que yo y mis compañeros de
curso habíamos sufrido, cosas sin importancia que como mucho nos mantenían una
semana en cama. Miré a Gema y no le quise preguntar de qué estaba enferma, una
voz en mi cabeza me dijo que no lo hiciera, que la respuesta podía ser tan
brutal que no la olvidaría en el resto de mi vida. El nombre de la enfermedad
no lo supe jamás (solo era La Enfermedad), así y todo no me he olvidado de ella
ni de su madre ni de su casa en estos casi cuarenta años que han transcurrido
desde entonces. Tampoco he olvidado el tibio olor a transpiración que brotaba
de la niña, un perfume avinagrado.
—¿Qué cuento quieres oír? —le
pregunté.
—Uno que sea entretenido y bonito.
—Hizo un puchero y agregó—: ¡Me aburro tanto aquí acostada!
A partir de ese día no pasó semana en
que no fuera a la casa de Gema, a esa población tan distinta de mi colegio y mi
barrio. Cada miércoles abordaba la micro y viajaba media hora pensando qué
cuento contarle a la niña, buscando en mi memoria cuál era el más apropiado
para una persona de su edad, aunque yo solo tenía tres años más, pero su
fragilidad la hacía parecer menor. Andaba las cinco cuadras, golpeaba la puerta
y me encontraba con la resignación de la madre, que con el correr de las
semanas terminó por no decirme nada: solo abría y me dejaba pasar. Yo susurraba
las gracias y caminaba hasta la habitación de Gema, que estaba esperándome con
esa ridícula camisa de dormir. No sé cuántos relatos le desgrané en esos pocos
meses, cuántos mezclé con mi propia imaginación ni cuántos le inventé porque de
un rato para otro me quedé sin repertorio. Gema los escuchaba con la espalda
apoyada en la pared, expectante a ratos, otras intrigada, con una que otra
mueca que denotaba su interés por lo que salía de mi boca. Hasta yo me
sorprendí muchas veces al oírme sin querer, cautivado sin proponérmelo por la
trama de un relato que no sabía si lo había sacado de un libro o era pura
invención mía o una mezcla de ambos. ¿Eso era ser un escritor?, me preguntaba
en silencio. ¿En eso consistía aquel oficio tan misterioso y fascinante, en
conjugar lo sabido con lo inventado? Si eso era verdad, entonces yo era un
escritor hecho y derecho al que no le faltaba ni una pizca de imaginación, que
no se achicaba ante los desafíos narrativos ni se conmovía por una tos que
saliera de la boca de su única auditora. Mi misión era contar y nada iba a
distraerme de mi objetivo.
A propósito de tos, un día le
pregunté a Gema: —¿Por qué toses? —Fue después de finalizar mi relato, luego de
esa pausa en que ella y yo terminábamos de digerir el cuento de turno.
—El doctor dice que es por mi
enfermedad. A medida que vayan pasando los meses la tos va a aumentar.
—¿Eso significa que te vas a mejorar?
—No sé.
Tenía razón el médico, al tercer mes
la tos no paró más. Gema tosía cada treinta segundos (en ocasiones era una
catarata la que brotaba de su cuerpo y yo debía callarme hasta que se le
pasara), se llevaba una mano al pecho y me quedaba mirando con los ojos
quebradizos. Había también jornadas en que se decaía mucho, tanto que cuando
entraba en el dormitorio la hallaba acostada, respirando con dificultad.
—No estás bien, ¿cierto, Gema?
—Si hablo voy a volver a toser
—respondía ella, y de inmediato se iniciaba la catarata.
—Si quieres, hoy no te cuento nada.
—Si no me cuentas nada entonces no
eres mi amigo.
—¡Okey! —Y yo principiaba el cuento,
el que venía recordando o inventando en la micro, observando aquellos barrios
que mientras más lejanos del centro más pobres eran.
Cuando faltaba menos de un mes para
las vacaciones (y para irme a la playa con mis tíos, primos y mis novelas), una
tarde en que me retiraba en silencio después de dejar a Gema durmiendo, su mamá
me dijo: —Quiero hablar contigo.
—Dígame, señora.
—No tengo idea cómo te llamas ni
dónde vives ni por qué haces esto, aunque sé que eres un niño rico. Pero quería
darte las gracias.
—¿Por venir a contarle cuentos?
La mujer se miró las manos y replicó:
—Por hacerle todo más fácil.
La semana siguiente, el martes al
finalizar la clase de castellano, Macaya me llamó antes de salir a recreo.
—Ya no vas a tener que ir más —me
dijo con una mirada sombría.
—¿Cómo que no, mister? Mañana es miércoles y todos los…
—Ya no, Dante, la sepultamos el
domingo.
—¡No puede ser! —grité sin dejar de
mirar a Onda Larga—. ¡Es imposible!
—Lo siento, hijo.
Macaya me abrazó y dejó que llorara
junto a ese cuerpo suyo pasado a humedad, como olían todos los cuerpos que
estaban bajo la línea social a la que yo tenía prohibido descender, porque era
como bajar a los infiernos. Lloré en silencio, luego salí de la sala y fui a
encerrarme en el baño. Desde allí miré a los alumnos que jugaban en el patio,
con sus chalecos de lana y la insignia del colegio bordada junto al corazón
(con su lema en latín bajo un animal que era un puma). Pensé en Gema sentada en
su cama y me di cuenta de que nunca la había visto de otra manera. Nunca la vi
de pie ni menos caminando ni con otra ropa que no fuera esa horrible camisa de
dormir. Me acordé de sus ojos trizados por la enfermedad y el permanente olor a
tomates maduros que había en esa casa de población. Todo pasó como un tren a
gran velocidad por mi cabeza, y cuando se perdió me fui a jugar con mis
compañeros.
en De vez en
cuando, como todo el mundo, 2018
Cuentos reunidos
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