domingo, octubre 07, 2018

“Carta desde Casablanca”, de Antonio Tabucchi

Fragmento / Traducción de Carmen Artal




“Por favor por favor, que no estamos en casa del turco». También el tío Alfredo utilizaba siempre esta curiosa expresión, era gracioso oírsela decir entre sus frases españolas, recuerdo, estábamos en la mesa, a él le gustaban muchísimo los callos a la parmesana, encontraba que los argentinos eran unos estúpidos porque lo único que apreciaban de las vacas eran los bistecs, y sirviéndose generosamente de la gran sopera humeante me decía «anda a comer, niño, que no estamos en casa del turco». Era una frase de su infancia, del tío Alfredo y de papá, quién sabe a qué época se remontaba, yo entendía la idea, quería decir que se trataba de una casa en la que reinaba la abundancia y cuyo dueño era generoso, quién sabe por qué lo contrario era atribuido a los turcos, tal vez fuese una expresión que venía de las invasiones sarracenas. Y el tío Alfredo en efecto fue generoso conmigo, me hizo crecer como si fuese un hijo, por otra parte él no tenías hijos: generoso y paciente, exactamente como un padre, y probablemente conmigo hiciese falta bastante paciencia, era un muchacho melancólico y distraído, originaba un montón de problemas debido a mi carácter, la única vez que le vi perder la paciencia fue terrible, pero no fue por mi culpa, estábamos comiendo, yo había armado una buena con un tractor, tenía que hacer una maniobra difícil para meterlo en el taller, quizás estaba distraído, y además en aquel momento por la radio se oía a Modugno que cantaba Volare y el tío Alfredo lo había puesto a todo volumen porque le encantaba, al entrar había rozado el costado de un Chrysler y había hecho un buen estropicio. La tía Olga no era mala, era una véneta parlanchina y refunfuñona que se había mantenido obstinadamente apegada a su dialecto, cuando hablaba apenas se la entendía, mezclaba el véneto con el español, un desastre. El tío y ella se habían conocido en Argentina, cuando decidieron casarse los dos estaban ya entrados en años, en fin no puede decirse que hubiese sido un matrimonio por amor, digamos que había sido conveniente para ambos, para ella porque había dejado de trabajar en la fábrica de carne enlatada y para el tío Alfredo porque necesitaba una mujer que tuviese ordenada la casa. No obstante se tenían cariño, o al menos simpatía, y la tía Olga le respetaba y le mimaba. Quién sabe por qué aquel día le salió aquella frase, quizás estaba cansada, estaba irritada, había perdido la paciencia, ciertamente no hacía ninguna falta, el tío Alfredo ya me había regañado antes y yo estaba bastante mortificado, no levantaba los ojos del plato, y la tía Olga sin mayor preámbulo, pero no para ofenderme, la pobre, así, como quien hace una constatación, dijo «es hijo de un loco, sólo un loco podía hacerle aquello a su mujer». Y entonces vi al tío Alfredo levantarse, con calma, el rostro demudado, y darle una tremenda bofetada. El golpe fue tan violento que la tía Olga se cayó de la silla y al caer se agarró al mantel arrastrándolo al suelo con todos los platos. El tío Alfredo salió lentamente y bajó al taller a trabajar, la tía Olga se levantó como si no hubiese pasado nada, se puso a recoger los platos rotos, barrió el suelo, puso un mantel limpio porque el otro se hallaba en condiciones deplorables, volvió a poner la mesa y se asomó al hueco de la escalera. «Alfredo —gritó—, ¡la comida está en la mesa!».






en El juego del revés, 1981


















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