Era
suave como el agua de lluvia. Aquella primera noche lo llevé por un campo
minado de faisanes que alzaban bruscamente el vuelto a nuestro paso. Ver cómo
sale disparado hacia arriba un faisán justo delante de ti es algo que
impresiona. Yo sé qué es, pero nunca deja de sobresaltarme. ¿Qué podía saber
él, que tenía dos meses y una cabeza que parecía un
signo de interrogación?
Lo
llevaba de la correa y él daba brincos de alegría, como los dan los animales y
los niños, y como no los dan los adultos, que se pasan la vida preguntándose
dónde quedaron los brincos. Tenía unas patas que parecían hechas para dar
vueltas. Giraba a mi alrededor. Era como un universo juguetón. ¿Por qué iba yo
tan decididamente en línea recta? ¿Adónde iba así? Y
aunque él daba vueltas y más vueltas, llegamos al sitio.
Me
apetecía darme un baño. Me apetecía diluir en el agua las ardientes marcas de
cansancio del día. Deseaba abandonar mi cuerpo en el agua complaciente y borrar
con mis pies las estrellas de la superficie. Até la correa del perro a la
anilla de un abrevadero y me desvestí. Oh, aquello era divertido: unos calcetines nuevos que mordisquear y unas botas
viejas sobre las que tumbarse. El signo de interrogación que era su cabeza se
convirtió en un punto final y no me vio desaparecer bajo el agua. La noche olía
a romero y a heno. Oh, aquello no era divertido; su sol se había hundido en el
agua y él estaba perdido en un mundo oscuro donde su nombre no existía. Se puso
a ladrar, con ese ladrido inseguro que acababa de
descubrir y de pronto entendió que podía utilizar su largo hocico como cañón
con que disparar su desdicha contra el aterrador lugar donde antes no existía
el temor.
Salí
del estanque impulsándome con los brazos y le hablé. Él atrapó mis palabras con
la misma destreza que habría empleado si se las hubiera lanzado. Aquello era el
límite del tiempo, el límite entre el caos y la
forma. Era el instante de la evolución que se repite una y otra vez en todo lo
que es joven y acaba de nacer. En ese instante no existen los autos ni los
aviones. La capilla Sixtina aún no se ha pintado ni se han escrito libros.
Existe la luna, el agua, la noche, un ser que necesita ayuda y otro que se la
da. Es el instante entre el caos y la forma, yo pronuncio su nombre y él me
oye.
Tuve
que llevarlo a casa en brazos. Tenía las patas encogidas y el hocico metido en
mi chaqueta, y aun así abultaba dos veces más que un gato adulto, aunque era lo
bastante pequeño para caber entre mis brazos. Lo había recogido esa misma
mañana, separándolo de sus hermanos, de su madre y de sus amigos de la granja.
Iba a ser mi perro, salido de una camada de primavera, un ovillo de felicidad. Poco a poco se desenrollaría.
Le
gustó mi auto deportivo hasta que se movió. Para él, el movimiento era a cuatro
patas o como mucho a dos. Todavía no había inventado la rueda. Iba tumbado
detrás, presa de una desesperación primordial, no rígido pero sí inerte, porque
su vejiga consumió todas sus energías y los asientos de cuero azul quedaron
encharcados de su lluvia de cachorro.
Llegamos
a casa en menos de cinco minutos. Bajó del auto tambaleándose como si saliera
de la bodega de un buque negrero donde lo hubieran tenido encerrado seis meses
o quizá más. Pisaba vacilante la gravilla con sus patazas como si temiera que
el suelo fuera a salir despedido con él encima. Le señalé la entrada, una
pequeña puerta en medio de una enorme verja. Se quedó mirándome: ¿qué debía hacer? Tuve que enseñarle que si movía primero las
patas delanteras y luego hacía lo propio con las traseras saltaría la barrera
del pequeño umbral de madera. Tropezó, pero movió la cola.
Me
había pasado media mañana fingiendo ser un perro. Recorrí la cocina y el
fregadero a cuatro patas para ver si había, al alcance de un perro, sustancias
tóxicas (lejía), peligros nocivos (betún), placeres
prohibidos (botas de goma), trampas mortales (cables eléctricos) y todo aquello
que puede tragarse, masticarse, morderse, además de herramientas y tijeras que
pudieran cortar a un perro por la mitad. Estuve todo el día anterior poniendo
nuevos estantes y organizando los armarios. Una amiga de Londres me preguntó si
estaba haciendo feng shui. Tuve que explicarle que no lo hacía para alinear energías, sino para encontrar un sitio donde
guardar las galletas del perro. Cambié de lugar los tubos de la lavadora. Había
leído en mi manual que a los perros de caza les gusta mordisquearlos, aunque
solo cuando la máquina está en marcha; así no se electrocutan, pero te inundan
la cocina. La semana anterior había mandado a mi pareja a los almacenes
Mothercare a comprar una barrera de seguridad para
bebés. La experiencia casi acabó con ella. No por los colores pastel, ni por el
hilo musical, ni por la proyección de dibujos animados, ni por las
dependientas, especializadas en edades mentales que iban de los dos a los
cuatro y de los cuatro a los seis años, ni por las ofertas especiales —cien mamaderas
al precio de cincuenta—, sino porque la atropelló un toro mecánico que llevaba una remesa de orinales.
Monté
la barrera. Intenté reconciliarme con mi pareja. Pasé una noche de insomnio
acostada en la nueva cama canina. Fingí ser un perro.
El granjero me telefoneó al día siguiente: «¿Vendrá
ahora por él?».
Ahora. Justo ahora. Ni antes ni después. Ahora
mismo. De inmediato. Sí, iré por ti. Haré con mi fuerza una pelota para ti. Me
lanzaré desafiante contra el azar por ti. Seré el
puente o la polea porque tú eres el sueño.
«Es
solo un perro». Sí, pero me descubrirá.
El
perro y yo nos dedicamos a trabajar en el jardín aquella virginal mañana de
verano en ciernes. Es decir, yo podaba la escalonia y él me traía todo lo que
encontraba en el garaje, excepto el auto. Empezó con un guante de podar, porque
entendió que yo lo necesitaba. Luego siguió con una
cesta, una cinta de Diana Ross, un pequeño extintor, un cepillo con el que
parecía un pequeño Hitler y, una tras otra, una colección de baldosas
victorianas que yo había atesorado. Siendo como era un perro circular, entraba
a la carrera por una puerta en busca del botín y salía despedido por la otra
para traérmelo. Todavía no había aprendido el arte de frenar. Cuando quería parar, simplemente se caía de bruces. Miré los
tesoros desparramados ante mí. Bien mirado, quizá aquello fuera un ejercicio de
feng shui. ¿Para qué quería yo una cinta de Diana Ross? ¿Para qué guardaba dos
metros de base antideslizante para las alfombras? Yo no tengo alfombras.
Las
preguntas que le hacemos al universo empiezan y concluyen con preguntas como
estas. Era un perro cósmico.
La
luz tenía la consistencia del agua. Me movía en un elemento consciente. El
tiempo es un jugador. El tiempo es parte del hoy, no solo una medida de su
paso. La dimensión del tiempo no siempre es evidente. Así lo he sentido hoy en
la consistencia acuática de la luz. Sabía que me movía entre algo sustancial.
Algo serio. Ahí estábamos el perro, yo, el sol, el cielo, formando parte de un esquema, de una danza, y el tiempo bailaba con
nosotros en las partículas de luz. El día se inscribía en nosotros y nosotros
nos inscribíamos en el día. El tiempo lo devolvería, como recuerdo y como
posibilidad de futuro; parte del esquema, de la danza que yo había rechazado. Se
había dormido bajo la mesa mientras yo pelaba habas. Mis gatos, que son cuatro,
montaban guardia en los alféizares de las ventanas.
Aquel perro era sin duda un ser inferior, aunque los doblara en tamaño. Todavía
no habían comprendido la ventaja psíquica de la que disfrutaban. El perro no
era consciente de su tamaño; se sentía pequeño. Era todavía un perro de
bolsillo.
Lo
miré: confiado, vulnerable, puro amor sin reservas. Era un nuevo principio y
todo nuevo principio nos devuelve el mundo. En él,
los bosques tropicales eran aún vírgenes y el mar no se había sosegado. Era un
mapa de claros contornos y de esperanza sin nombre. Era el tiempo anterior o el
tiempo posterior. El presente no lo había echado a perder. En el instante entre
el caos y la forma había otra oportunidad.
Llegó
la noche. Hicimos nuestra excursión al estanque. Volvimos a nadar entre las
encrespadas ondas nocturnas. Una leve brisa le dobló
las orejas. Lloriqueó hasta quedarse dormido. Cuando por fin lo llevé a casa
tambaleando estaba patas arriba. Le había comprado una de esas camas para
perros con funda color violeta y estampados de huesos y chuletas. ¿Quién diseña
esas cosas y por qué? ¿Qué persona, qué habitante de una ciudad de Inglaterra,
se sienta a garabatear huesos y chuletas? ¿Qué vida
hace el autor de semejantes dibujos? ¿Será un hombre o una mujer?
A
pesar de haberme planteado todas esas cuestiones, no había alternativa. En una
ocasión una amiga me dijo que en el momento mismo en que fue madre, el refinado
buen gusto de su vida adulta cayó en la emboscada tendida por una estridente
multitud de bandidos del diseño. Terminó a merced de la mafia de los
minoristas. ¿Que quieres un pelele? Muy bien, todos
llevan conejitos. ¿Que lo que quieres es una cama para perros? Muy bien, les
estampamos una orgía de chuletas. ¡Chuletas a cubierto! Cayó sobre ellas con
una voltereta de placenteros aullidos. ¿De verdad aquello era para él? Se
precipitó sobre su cama y desde debajo de la pata alzó un ojo para mirarme.
¿Iba a gritarle? ¡No! Era un perro nuevo. El mundo
era su cama.
Encerré
a los gatos en la cocina con su gatera. Encerré al perro en el fregadero con su
pelota y su cama. Me encerré también yo en la habitación que es el sueño. Había
leído en el manual que a un perro hay que dominarlo. No debe dormir con los
dueños. Debe dormir solo. Me desperté una hora más tarde. Comprendí que mi
perro no había leído el manual. Así se lo explicaba a
la noche mediante largos lamentos. Como no sabía qué hacer, decidí no hacer
nada. Estaba acostumbrado a dormir amontonado con sus hermanos. Ahora estaba
solo. Llamó una y otra vez y no respondí. El caos era total.
Hacia
las nueve bajé a la cocina. Los gatos estaban apostados en el alféizar,
mirándome con bolsas bajo los ojos que parecían un juego de maletas Louis
Vuitton. «Nos vamos de casa —dijeron—. Danos el
desayuno y nos largamos».
Les
di de comer, tras lo cual se pusieron en fila delante de la pequeña gatera como
una columna de hormigas. Eché una mirada al espejo. Las bolsas que tenía yo
bajo los ojos necesitaban un carro para maletas. Siguiente pregunta. ¿Y el
perro? Abrí la puerta del fregadero. El perro estaba tumbado en su cama, con el hocico entre las patas, la viva imagen del abatimiento
infinito. Me quedé donde estaba durante un instante hasta que se levantó y,
vacilante, arrastró la panza por el suelo hacia mí. Como estaba previsto en el
manual, me había convertido en su dueña.
Lo
dejé salir al sol. Le di su gigantesco cuenco de cereales con leche. Siempre me
ha encantado la forma de comer de los perros; el chapoteo,
el ruido y el placer glotón de meter la cabeza en la escudilla. Soy una gran
defensora de los modales en la mesa, pero de vez en cuando merece la pena
recordar lo que somos. Y ahí estaba el problema; el perro manaría a través de
mí y todos y cada uno de mis orificios quedarían al descubierto. Ya sé que soy
un barco que hace aguas, pero ¿hace falta que me lo recuerden a diario? «No es más que un perro». Sí, pero me ha descubierto.
Le
puse la correa y lo paseé por los campos, en camisón y botas. Si eso puede
resultar excéntrico, recordad que mi alma había quedado al descubierto, y que
me pusiera lo que me pusiese no había modo de cubrirla. ¿Para qué vestirme
cuando no podía taparme? Él correteaba en círculos, envuelto en su cálida piel,
de nuevo feliz porque estaba libre y porque tenía
dueño. Toda nuestra vida es una lucha constante en pos de eso: el estrecho
límite entre la libertad y la pertenencia. A veces he sacrificado la libertad
buscando pertenecer a alguien, aunque más a menudo he renunciado a toda
esperanza de pertenencia. No tiene sentido tratar de volver al estado de
inocencia y de aceptación del animal o del niño. Hay que llegar de manera consciente. Moverse en círculos con su misma felicidad,
ese es el esfuerzo de toda una vida.
El
día estaba envuelto en la niebla, que se posaba en su pelaje como una
advertencia. Yo escrutaba el futuro, pensaba en lo que tendría que ser para el
perro a cambio de lo que él sería para mí. Habría resultado mucho más sencillo
si hubiera sido un perro más fácil. Es decir, un perro menos inteligente, menos sensible, menos rebosante de aquella jouissance que no debía sufrir daño
alguno. Habría resultado mucho más sencillo de haber sido yo una persona más
fácil. Estábamos demasiado expuestos, el perro y yo, y nos unía la misma
imprudencia. Y el mismo amor. He aprendido lo que cuesta el amor. Nunca hago
recuento, pero sé lo que cuesta.
Desde
un principio ese había sido el acuerdo: cuando estaban los seis cachorros
arracimados en un montón aullante y uno tras otro se los había ido llevando la
sensata gente del campo. No hay ninguna razón para que no me quede con un
perro. Tengo terreno suficiente, tiempo de sobra y paciencia con todo lo que
debe crecer. Había pensado cada detalle con sumo
cuidado antes de acceder a quedármelo. No había olvidado ni el más mínimo
preparativo, ni el cálculo más nimio, pero había pasado por alto los dos
elementos esenciales que nunca pueden calcularse: su corazón y el mío.
Mi
novia cargó con la cama. Yo llevaba al perro de la correa, feliz en cada
brinco, su cuerpo dando vueltas como gira un planeta, aquel pequeño anillo de vida. El más venerable de mis gatos, una
bestia maldita y tuerta al que el perro tenía pavor, nos escoltó hasta los
lindes de mi propiedad. Cuando llegamos al límite de nuestro terreno, el gato
se sentó como siempre a esperar nuestro regreso, esta vez solas. Ya en la
granja, el perro vaciló y bajó la cabeza. Le hablé con suavidad. Intenté
explicárselo. Aunque no sé qué entendería, supe que
comprendió que ya no seguiría siendo mi perro. Estábamos cruzando una línea
invisible, alta como una valla. Lo cogí por última vez y lo llevé en brazos. Entonces,
como era de esperar, aparecieron su madre y sus hermanos, y les di galletas y
huesos, y la cama fue para él un motivo de orgullo. Mirad lo que he sido y lo
que me he ganado.
Lo
dejamos en el recinto y se puso a jugar otra vez,
precipitándose y cayendo con la simplicidad de un perro, y entonces la noche,
el estanque, el viento, su cuerpo dormido y la niebla matinal que se había
depositado sobre ambos empezaron a desvanecerse. No sé qué pensaría el
granjero. Balbuceé las excusas de rigor y cierto es que mi pareja acababa de
enterarse de que tenía que trabajar unas semanas fuera, y que ya es bastante duro tener que bregar con tu propio
trabajo, la tierra, la casa y los animales, incluso sin un perro nuevo.
Lo
que no logré decir fue que el auténtico motivo era mucho más profundo y duro y
que nos pasamos la vida engañándonos sobre esas verdaderas razones, quizá
porque cuando por fin están claras resultan demasiado dolorosas.
En
las semanas que siguieron lo oía ladrar a menudo. Su
ladrido me apuntaba directamente al corazón. Entonces alguien se lo quedó, lo
llamó Harry y se lo llevó a vivir a una granja donde había niños, patos y otros
animales y cosas que hacer y la clase de vida perruna que nunca habría tenido
conmigo. ¿Qué habría podido hacer yo? ¿Enseñarle a leer?
Sé
que no será el perro que podría haber sido de haber aflorado frente a frente su
intensidad y la mía. Quizá sea mejor así. Quizá sea
mejor para mí. Vivo en el espacio existente entre el caos y la forma. Camino
por el delgado cable que amenaza continuamente con destensarse debajo de mí,
lanzándome al oscuro pozo en que no existe sentido alguno. Otras veces, el
cable está tan electrificado que me ilumina primero las plantas de los pies y
gradualmente el cuerpo entero, hasta convertirme yo
misma en mi propio faro y veo entonces la belleza de mundos recién creados, una
forma que no es fruto del azar. Un nuevo comienzo.
Vi todo eso en él y me asusté.
Le
di un nombre: Nimrod, el poderoso cazador del Génesis que fue tras su presa y
se la llevo con él a casa. Él me descubrió. Yo sabía que lo haría. Lo extraño
es que, a pesar de haberlo devuelto, no puedo perderlo, y
no puede morir. Ahí está, para siempre, parte del esquema, de la danza, y
brincando a mi lado, feliz.
en El
mundo y otros lugares, 2015
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