martes, septiembre 04, 2018

“Veinticuatro horas en la vida de un perro”, de Jeanette Winterson





Era suave como el agua de lluvia. Aquella primera noche lo llevé por un campo minado de faisanes que alzaban bruscamente el vuelto a nuestro paso. Ver cómo sale disparado hacia arriba un faisán justo delante de ti es algo que impresiona. Yo sé qué es, pero nunca deja de sobresaltarme. ¿Qué podía saber él, que tenía dos meses y una cabeza que parecía un signo de interrogación?

Lo llevaba de la correa y él daba brincos de alegría, como los dan los animales y los niños, y como no los dan los adultos, que se pasan la vida preguntándose dónde quedaron los brincos. Tenía unas patas que parecían hechas para dar vueltas. Giraba a mi alrededor. Era como un universo juguetón. ¿Por qué iba yo tan decididamente en línea recta? ¿Adónde iba así? Y aunque él daba vueltas y más vueltas, llegamos al sitio.

Me apetecía darme un baño. Me apetecía diluir en el agua las ardientes marcas de cansancio del día. Deseaba abandonar mi cuerpo en el agua complaciente y borrar con mis pies las estrellas de la superficie. Até la correa del perro a la anilla de un abrevadero y me desvestí. Oh, aquello era divertido: unos calcetines nuevos que mordisquear y unas botas viejas sobre las que tumbarse. El signo de interrogación que era su cabeza se convirtió en un punto final y no me vio desaparecer bajo el agua. La noche olía a romero y a heno. Oh, aquello no era divertido; su sol se había hundido en el agua y él estaba perdido en un mundo oscuro donde su nombre no existía. Se puso a ladrar, con ese ladrido inseguro que acababa de descubrir y de pronto entendió que podía utilizar su largo hocico como cañón con que disparar su desdicha contra el aterrador lugar donde antes no existía el temor.

Salí del estanque impulsándome con los brazos y le hablé. Él atrapó mis palabras con la misma destreza que habría empleado si se las hubiera lanzado. Aquello era el límite del tiempo, el límite entre el caos y la forma. Era el instante de la evolución que se repite una y otra vez en todo lo que es joven y acaba de nacer. En ese instante no existen los autos ni los aviones. La capilla Sixtina aún no se ha pintado ni se han escrito libros. Existe la luna, el agua, la noche, un ser que necesita ayuda y otro que se la da. Es el instante entre el caos y la forma, yo pronuncio su nombre y él me oye.

Tuve que llevarlo a casa en brazos. Tenía las patas encogidas y el hocico metido en mi chaqueta, y aun así abultaba dos veces más que un gato adulto, aunque era lo bastante pequeño para caber entre mis brazos. Lo había recogido esa misma mañana, separándolo de sus hermanos, de su madre y de sus amigos de la granja. Iba a ser mi perro, salido de una camada de primavera, un ovillo de felicidad. Poco a poco se desenrollaría.

Le gustó mi auto deportivo hasta que se movió. Para él, el movimiento era a cuatro patas o como mucho a dos. Todavía no había inventado la rueda. Iba tumbado detrás, presa de una desesperación primordial, no rígido pero sí inerte, porque su vejiga consumió todas sus energías y los asientos de cuero azul quedaron encharcados de su lluvia de cachorro.

Llegamos a casa en menos de cinco minutos. Bajó del auto tambaleándose como si saliera de la bodega de un buque negrero donde lo hubieran tenido encerrado seis meses o quizá más. Pisaba vacilante la gravilla con sus patazas como si temiera que el suelo fuera a salir despedido con él encima. Le señalé la entrada, una pequeña puerta en medio de una enorme verja. Se quedó mirándome: ¿qué debía hacer? Tuve que enseñarle que si movía primero las patas delanteras y luego hacía lo propio con las traseras saltaría la barrera del pequeño umbral de madera. Tropezó, pero movió la cola.

Me había pasado media mañana fingiendo ser un perro. Recorrí la cocina y el fregadero a cuatro patas para ver si había, al alcance de un perro, sustancias tóxicas (lejía), peligros nocivos (betún), placeres prohibidos (botas de goma), trampas mortales (cables eléctricos) y todo aquello que puede tragarse, masticarse, morderse, además de herramientas y tijeras que pudieran cortar a un perro por la mitad. Estuve todo el día anterior poniendo nuevos estantes y organizando los armarios. Una amiga de Londres me preguntó si estaba haciendo feng shui. Tuve que explicarle que no lo hacía para alinear energías, sino para encontrar un sitio donde guardar las galletas del perro. Cambié de lugar los tubos de la lavadora. Había leído en mi manual que a los perros de caza les gusta mordisquearlos, aunque solo cuando la máquina está en marcha; así no se electrocutan, pero te inundan la cocina. La semana anterior había mandado a mi pareja a los almacenes Mothercare a comprar una barrera de seguridad para bebés. La experiencia casi acabó con ella. No por los colores pastel, ni por el hilo musical, ni por la proyección de dibujos animados, ni por las dependientas, especializadas en edades mentales que iban de los dos a los cuatro y de los cuatro a los seis años, ni por las ofertas especiales —cien mamaderas al precio de cincuenta—, sino porque la atropelló un toro mecánico que llevaba una remesa de orinales.

Monté la barrera. Intenté reconciliarme con mi pareja. Pasé una noche de insomnio acostada en la nueva cama canina. Fingí ser un perro.

El granjero me telefoneó al día siguiente: «¿Vendrá ahora por él?».

Ahora. Justo ahora. Ni antes ni después. Ahora mismo. De inmediato. Sí, iré por ti. Haré con mi fuerza una pelota para ti. Me lanzaré desafiante contra el azar por ti. Seré el puente o la polea porque tú eres el sueño.

«Es solo un perro». Sí, pero me descubrirá.

El perro y yo nos dedicamos a trabajar en el jardín aquella virginal mañana de verano en ciernes. Es decir, yo podaba la escalonia y él me traía todo lo que encontraba en el garaje, excepto el auto. Empezó con un guante de podar, porque entendió que yo lo necesitaba. Luego siguió con una cesta, una cinta de Diana Ross, un pequeño extintor, un cepillo con el que parecía un pequeño Hitler y, una tras otra, una colección de baldosas victorianas que yo había atesorado. Siendo como era un perro circular, entraba a la carrera por una puerta en busca del botín y salía despedido por la otra para traérmelo. Todavía no había aprendido el arte de frenar. Cuando quería parar, simplemente se caía de bruces. Miré los tesoros desparramados ante mí. Bien mirado, quizá aquello fuera un ejercicio de feng shui. ¿Para qué quería yo una cinta de Diana Ross? ¿Para qué guardaba dos metros de base antideslizante para las alfombras? Yo no tengo alfombras.

Las preguntas que le hacemos al universo empiezan y concluyen con preguntas como estas. Era un perro cósmico.

La luz tenía la consistencia del agua. Me movía en un elemento consciente. El tiempo es un jugador. El tiempo es parte del hoy, no solo una medida de su paso. La dimensión del tiempo no siempre es evidente. Así lo he sentido hoy en la consistencia acuática de la luz. Sabía que me movía entre algo sustancial. Algo serio. Ahí estábamos el perro, yo, el sol, el cielo, formando parte de un esquema, de una danza, y el tiempo bailaba con nosotros en las partículas de luz. El día se inscribía en nosotros y nosotros nos inscribíamos en el día. El tiempo lo devolvería, como recuerdo y como posibilidad de futuro; parte del esquema, de la danza que yo había rechazado. Se había dormido bajo la mesa mientras yo pelaba habas. Mis gatos, que son cuatro, montaban guardia en los alféizares de las ventanas. Aquel perro era sin duda un ser inferior, aunque los doblara en tamaño. Todavía no habían comprendido la ventaja psíquica de la que disfrutaban. El perro no era consciente de su tamaño; se sentía pequeño. Era todavía un perro de bolsillo.

Lo miré: confiado, vulnerable, puro amor sin reservas. Era un nuevo principio y todo nuevo principio nos devuelve el mundo. En él, los bosques tropicales eran aún vírgenes y el mar no se había sosegado. Era un mapa de claros contornos y de esperanza sin nombre. Era el tiempo anterior o el tiempo posterior. El presente no lo había echado a perder. En el instante entre el caos y la forma había otra oportunidad.

Llegó la noche. Hicimos nuestra excursión al estanque. Volvimos a nadar entre las encrespadas ondas nocturnas. Una leve brisa le dobló las orejas. Lloriqueó hasta quedarse dormido. Cuando por fin lo llevé a casa tambaleando estaba patas arriba. Le había comprado una de esas camas para perros con funda color violeta y estampados de huesos y chuletas. ¿Quién diseña esas cosas y por qué? ¿Qué persona, qué habitante de una ciudad de Inglaterra, se sienta a garabatear huesos y chuletas? ¿Qué vida hace el autor de semejantes dibujos? ¿Será un hombre o una mujer?

A pesar de haberme planteado todas esas cuestiones, no había alternativa. En una ocasión una amiga me dijo que en el momento mismo en que fue madre, el refinado buen gusto de su vida adulta cayó en la emboscada tendida por una estridente multitud de bandidos del diseño. Terminó a merced de la mafia de los minoristas. ¿Que quieres un pelele? Muy bien, todos llevan conejitos. ¿Que lo que quieres es una cama para perros? Muy bien, les estampamos una orgía de chuletas. ¡Chuletas a cubierto! Cayó sobre ellas con una voltereta de placenteros aullidos. ¿De verdad aquello era para él? Se precipitó sobre su cama y desde debajo de la pata alzó un ojo para mirarme. ¿Iba a gritarle? ¡No! Era un perro nuevo. El mundo era su cama.

Encerré a los gatos en la cocina con su gatera. Encerré al perro en el fregadero con su pelota y su cama. Me encerré también yo en la habitación que es el sueño. Había leído en el manual que a un perro hay que dominarlo. No debe dormir con los dueños. Debe dormir solo. Me desperté una hora más tarde. Comprendí que mi perro no había leído el manual. Así se lo explicaba a la noche mediante largos lamentos. Como no sabía qué hacer, decidí no hacer nada. Estaba acostumbrado a dormir amontonado con sus hermanos. Ahora estaba solo. Llamó una y otra vez y no respondí. El caos era total.

Hacia las nueve bajé a la cocina. Los gatos estaban apostados en el alféizar, mirándome con bolsas bajo los ojos que parecían un juego de maletas Louis Vuitton. «Nos vamos de casa —dijeron—. Danos el desayuno y nos largamos».

Les di de comer, tras lo cual se pusieron en fila delante de la pequeña gatera como una columna de hormigas. Eché una mirada al espejo. Las bolsas que tenía yo bajo los ojos necesitaban un carro para maletas. Siguiente pregunta. ¿Y el perro? Abrí la puerta del fregadero. El perro estaba tumbado en su cama, con el hocico entre las patas, la viva imagen del abatimiento infinito. Me quedé donde estaba durante un instante hasta que se levantó y, vacilante, arrastró la panza por el suelo hacia mí. Como estaba previsto en el manual, me había convertido en su dueña.

Lo dejé salir al sol. Le di su gigantesco cuenco de cereales con leche. Siempre me ha encantado la forma de comer de los perros; el chapoteo, el ruido y el placer glotón de meter la cabeza en la escudilla. Soy una gran defensora de los modales en la mesa, pero de vez en cuando merece la pena recordar lo que somos. Y ahí estaba el problema; el perro manaría a través de mí y todos y cada uno de mis orificios quedarían al descubierto. Ya sé que soy un barco que hace aguas, pero ¿hace falta que me lo recuerden a diario? «No es más que un perro». Sí, pero me ha descubierto.

Le puse la correa y lo paseé por los campos, en camisón y botas. Si eso puede resultar excéntrico, recordad que mi alma había quedado al descubierto, y que me pusiera lo que me pusiese no había modo de cubrirla. ¿Para qué vestirme cuando no podía taparme? Él correteaba en círculos, envuelto en su cálida piel, de nuevo feliz porque estaba libre y porque tenía dueño. Toda nuestra vida es una lucha constante en pos de eso: el estrecho límite entre la libertad y la pertenencia. A veces he sacrificado la libertad buscando pertenecer a alguien, aunque más a menudo he renunciado a toda esperanza de pertenencia. No tiene sentido tratar de volver al estado de inocencia y de aceptación del animal o del niño. Hay que llegar de manera consciente. Moverse en círculos con su misma felicidad, ese es el esfuerzo de toda una vida.

El día estaba envuelto en la niebla, que se posaba en su pelaje como una advertencia. Yo escrutaba el futuro, pensaba en lo que tendría que ser para el perro a cambio de lo que él sería para mí. Habría resultado mucho más sencillo si hubiera sido un perro más fácil. Es decir, un perro menos inteligente, menos sensible, menos rebosante de aquella jouissance que no debía sufrir daño alguno. Habría resultado mucho más sencillo de haber sido yo una persona más fácil. Estábamos demasiado expuestos, el perro y yo, y nos unía la misma imprudencia. Y el mismo amor. He aprendido lo que cuesta el amor. Nunca hago recuento, pero sé lo que cuesta.

Llamé por teléfono al granjero. «Tendrá que volver a llevárselo —dije—. No puedo quedármelo».

Desde un principio ese había sido el acuerdo: cuando estaban los seis cachorros arracimados en un montón aullante y uno tras otro se los había ido llevando la sensata gente del campo. No hay ninguna razón para que no me quede con un perro. Tengo terreno suficiente, tiempo de sobra y paciencia con todo lo que debe crecer. Había pensado cada detalle con sumo cuidado antes de acceder a quedármelo. No había olvidado ni el más mínimo preparativo, ni el cálculo más nimio, pero había pasado por alto los dos elementos esenciales que nunca pueden calcularse: su corazón y el mío.

Mi novia cargó con la cama. Yo llevaba al perro de la correa, feliz en cada brinco, su cuerpo dando vueltas como gira un planeta, aquel pequeño anillo de vida. El más venerable de mis gatos, una bestia maldita y tuerta al que el perro tenía pavor, nos escoltó hasta los lindes de mi propiedad. Cuando llegamos al límite de nuestro terreno, el gato se sentó como siempre a esperar nuestro regreso, esta vez solas. Ya en la granja, el perro vaciló y bajó la cabeza. Le hablé con suavidad. Intenté explicárselo. Aunque no sé qué entendería, supe que comprendió que ya no seguiría siendo mi perro. Estábamos cruzando una línea invisible, alta como una valla. Lo cogí por última vez y lo llevé en brazos. Entonces, como era de esperar, aparecieron su madre y sus hermanos, y les di galletas y huesos, y la cama fue para él un motivo de orgullo. Mirad lo que he sido y lo que me he ganado.

Lo dejamos en el recinto y se puso a jugar otra vez, precipitándose y cayendo con la simplicidad de un perro, y entonces la noche, el estanque, el viento, su cuerpo dormido y la niebla matinal que se había depositado sobre ambos empezaron a desvanecerse. No sé qué pensaría el granjero. Balbuceé las excusas de rigor y cierto es que mi pareja acababa de enterarse de que tenía que trabajar unas semanas fuera, y que ya es bastante duro tener que bregar con tu propio trabajo, la tierra, la casa y los animales, incluso sin un perro nuevo.

Lo que no logré decir fue que el auténtico motivo era mucho más profundo y duro y que nos pasamos la vida engañándonos sobre esas verdaderas razones, quizá porque cuando por fin están claras resultan demasiado dolorosas.

En las semanas que siguieron lo oía ladrar a menudo. Su ladrido me apuntaba directamente al corazón. Entonces alguien se lo quedó, lo llamó Harry y se lo llevó a vivir a una granja donde había niños, patos y otros animales y cosas que hacer y la clase de vida perruna que nunca habría tenido conmigo. ¿Qué habría podido hacer yo? ¿Enseñarle a leer?

Sé que no será el perro que podría haber sido de haber aflorado frente a frente su intensidad y la mía. Quizá sea mejor así. Quizá sea mejor para mí. Vivo en el espacio existente entre el caos y la forma. Camino por el delgado cable que amenaza continuamente con destensarse debajo de mí, lanzándome al oscuro pozo en que no existe sentido alguno. Otras veces, el cable está tan electrificado que me ilumina primero las plantas de los pies y gradualmente el cuerpo entero, hasta convertirme yo misma en mi propio faro y veo entonces la belleza de mundos recién creados, una forma que no es fruto del azar. Un nuevo comienzo.

Vi todo eso en él y me asusté.

Le di un nombre: Nimrod, el poderoso cazador del Génesis que fue tras su presa y se la llevo con él a casa. Él me descubrió. Yo sabía que lo haría. Lo extraño es que, a pesar de haberlo devuelto, no puedo perderlo, y no puede morir. Ahí está, para siempre, parte del esquema, de la danza, y brincando a mi lado, feliz.



en El mundo y otros lugares, 2015











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