Esa noche, la au pair [1] se sienta a pescar en el borde del muelle. A su lado, el
queso que rescató durante la cena del bol de la ensalada y sus sandalias de
cuero. Se saca la gomita de la cola de caballo y de un sacudón se suelta el
cabello. Los olores de las sobras de la cena y de la espuma de baño flotan
desde la casa hasta los árboles. Ella desliza un cubo de queso en el anzuelo y
lanza con fuerza. Tiene buena muñeca. La línea traza un arco perfecto en el
aire, cae y desaparece. Lentamente, la atrae hacia ella, donde el agua es más
profunda. Haciéndolo así, antes sacó una linda perca.
Últimamente no está durmiendo bien,
se despierta con el mismo sueño. Al anochecer ella y el niño están en el patio.
El viento hincha la ropa en la soga y unos árboles negros les rozan la cabeza.
Luego, la tierra tiembla. Caen estrellas y tintinean alrededor de sus pies,
como monedas. El techo del granero se estremece, se levanta como una gran hoja
de metal, raspando las nubes. La tierra se abre en grietas y el niño queda del
otro lado.
—¡Salta! ¡Salta que te agarro! —grita
la muchacha.
El niño le sonríe. Confía en ella.
—¡Vamos! —dice, abriendo los brazos
lo más que puede—. ¡Salta! ¡Es muy fácil!
Él corre rápido y salta. Sus pies
sortean el abismo, pero entonces ocurre lo más extraño: las manos de ella se
disuelven y el niño cae en la oscuridad. La muchacha se queda en el borde y lo
observa caer.
A veces sueña eso dos veces por
noche. Ayer se levantó y fumó un cigarrillo en el baño y miró la luna. La luz
se deslizaba sobre las canillas doradas y se hundía en el lavabo de porcelana,
haciendo sombra. Se lavó los dientes y volvió a la cama.
Esa tarde desenterraron gusanos y
llevaron el equipo de pesca hasta la costa del lago. La au pair dio vuelta el bote y lo deslizó en el agua, manteniéndolo
quieto para el niño. «¡Bien!», dijo y remó hasta más allá de donde se
proyectaba la sombra del muelle. El niño llevaba puesta una gorra de béisbol de
los Red Sox que su padre le había traído de un viaje de negocios. Le habían
salido pecas en la nariz. La costra que tenía en la rodilla se le estaba
curando. La mano le colgaba a un costado y hendía la superficie del agua,
mientras ella remaba. Cuando la muchacha alzó los remos, derivaron hasta quedar
inmersos al interior de una nube negra de mosquitos.
—¿Hay bichos en el arrecife? —quiso
saber el niño.
La voz de la muchacha cambió cuando
habló de su hogar. Habló como si pudiese alcanzar el pasado y tocarlo con las
manos. Le puso carnada al anzuelo y le contó al niño cómo aprendió a bucear con
equipo y snorkel, y con arpón, cómo
exploró el mundo submarino oculto. Montañas gigantes, donde los peces nadaban
en cardúmenes y cambiaban de dirección todos a la vez. Algas arremolinándose.
Una tortuga marina con grandes espirales sobre el lomo, que pasaba nadando.
Caballitos de mar.
—Voy a bucear aquí —dijo el niño.
—No podemos, querido. Tu lago es demasiado
oscuro y barroso; el fondo no tiene arena como el océano, es de barro. El barro
era tan profundo como dos hombres parados uno encima del otro. Es decir, demasiado
peligroso para bucear.
El niño se quedó callado por un rato.
Unos caballos relincharon en la pradera lejana y galoparon colina abajo,
resoplando al detenerse en la orilla.
—¡Juguemos a «A qué se parece»! —dijo
la muchacha y se espantó un bicho del brazo.
—Bueno —dijo el niño, encogiéndose de
hombros.
Empezó ella:
—Este bote se parece a una nuez de
Brasil partida al medio.
—Tu cabeza se parece a un repollo.
—Tus pestañas son del color de la
crin de un palomino.
—¿Qué es eso? —preguntó el niño.
—Un caballo. Ya te mostraré una foto.
—¿Tengo ojos como los de un caballo?
—Te toca.
—Tus pedos parecen porotos cocidos.
—Tus pedos son como silencios
venenosos —dijo la muchacha.
—Te pareces a una mamá —dijo el niño
y la miró a los ojos.
—Hablando de mamás —dijo ella—, tu
mamá volverá pronto a casa. Mejor volvemos. —Y agarró los remos y remó de
vuelta hasta la orilla.
Llegaba la Pascua. Antes de cenar se
sentaron sobre alfombrillas en el estudio e hicieron tarjetas con un papel
grueso y caro que la mamá del niño había traído del centro, y se trataron una a
otro de socio. «Felices Pascuas,
socia. Cómete muchos huevos», decía la tarjeta de él. Ella le llevaba la mano y
escribía las palabras por él, pero él era el que decía qué escribir. Dibujó las
X del final solito. En la parte de adelante, con crayones, dibujó dos
personajes con forma de palo sobre un fondo marrón.
—¿Qué son esos? —preguntó el padre
del niño, un hombre alto y pelirrojo, con ancestros irlandeses y ojos
implacables con una sombra de celeste. Estaba fumando un cigarro, mirando la
CNN, con los pies levantados.
—Buzos —dijo el niño.
—Ya veo —dijo el hombre—. Ven, hijo.
El niño se levantó y se trepó sobre
las piernas del padre.
—Descansa un rato, querida —le dijo
el padre a la muchacha.
Ella se puso de pie. Llevó los platos
a la pileta de la cocina, salió a la noche y cerró de un portazo. Abajo, junto
al lago, la au pair oye la descarga
del inodoro; luego, el chapoteo del agua del baño en los caños. Hora de ir a la
cama. La madre del niño —una mujer alta y rubia, con pómulos salientes, que
dirige una inmobiliaria en el centro— siempre lleva al niño a la cama. Ese es
el arreglo. Ella baña al niño, le lee “Huevos verdes y jamón” o “Donde están
las cosas salvajes”. La mamá tiene educación. A veces lee un libro de poemas de
Robert Frost y pone a Mozart en el estéreo. Más tarde, la au pair entrará y verá si el niño aún sigue despierto, encenderá la
luz del baño para que quede prendida y le dará un beso de buenas noches.
El último invierno viajaron al norte,
un vuelo de tres horas a Nueva York, durante un fin de semana largo. Se
quedaron en una suite de hotel, en un piso diecinueve, con un pequeño balcón
con vista a Manhattan. Esa tarde la mamá del niño se puso un vestido de seda
holgado y un tapado de visón, tomó a su marido del brazo y ambos salieron a
cenar. La muchacha pidió al servicio de cuartos una pizza de hongos y Coca-Cola,
jugó a «Escaleras y Serpientes» con el niño. Él tiró los dados y subieron y
reptaron de arriba a abajo por el tablero hasta la hora de ir a la cama. La
muchacha se quedó levantada, se pegó una ducha caliente y se envolvió en la
bata esponjosa que tenía el logo del Hilton impreso en la solapa. Abrió la
puerta del balcón y desde el sillón se quedó mirando la línea del horizonte, la
noche que se desangraba en oscuridad detrás de los edificios más altos, pero no
se atrevió a salir y mirar hacia abajo. En lugar de eso, escribió cartas a su
casa diciendo que, después de todo, era improbable que volviera para Navidad y
lo mucho que extrañaba el océano, pero que eran buenos con ella y no le hacían
faltar nada.
Ya era tarde cuando volvieron. Ella
dormitaba en el sillón, pero se despertó para oírlos hablar en el dormitorio.
Luego, la conversación se interrumpió y el hombre salió al balcón. El humo del
cigarro y el frío glacial se metieron en la habitación. Él entró, cerró con
pestillo las puertas del balcón y se sentó en el borde del sillón, mirándola.
Olía a vodka y a colonia para después de afeitarse Polo, y la au pair sintió el frío que emanaba del
buen traje de lana.
—¿Sabes lo que pasa si perdemos al
bebé, no? —dijo el hombre—. Perdemos al bebé, perdemos a la niñera. Mantén las
puertas de ese balcón cerradas, querida, o te estarás tomando el primer avión a
casa.
Y entonces la besó; un beso extraño,
calculado, un beso de aeropuerto para alguien a quien te alegras de ver que se
va. Luego se incorporó y volvió con su esposa.
Cuando la muchacha oyó sus ronquidos,
se levantó y salió al balcón. Un viento débil estaba llevando grandes copos de
nieve por el aire, convirtiéndolos en nevisca. Era una noche de diciembre,
salpicada de nieve y de los bocinazos del tránsito. Pronto sería Navidad. Se
agarró de los barrotes y miró hacia abajo. Una maraña de disgustados taxis
amarillos taponaban los cruces de las calles. Contuvo el aliento. Recordaba
haber leído en algún lado que el miedo a las alturas ocultaba la atracción de caer.
De repente, eso le resultó horriblemente claro. Si no pensaba en saltar,
estarse en el borde no le costaría nada. Se imaginó cayendo, imaginó cómo debía
sentirse eso, bajar en picada, estarse así perdida, lo que cada cosa había
significado en su momento, luego desaparecer. Se imaginó el alivio de terminar
con todo; luego volvió a entrar y cerró las puertas.
A la mañana siguiente planearon
visitar F. A. O. Schwarz [2]. En la entrada, la muchacha escribió el nombre del
niño y el número de su habitación en un papelito y se lo prendió en el interior
del bolsillo del pantalón.
—Si te pierdes, dale esto al primer
policía que veas.
—Pero no me voy a perder —dijo.
—Claro que no.
Ahora, junto al lago, está oscuro. La
au pair siente movimiento en los
arbustos de la orilla lejana. En alguna parte de esos campos hay jabalíes. Una
vez, el padre del niño atrapó un jabalí, pagó a un hombre para que matase al
animal y llenó la heladera. Unos diez intentos más y podría irse a dormir. De
todas maneras, ya casi no quedaba queso. Escucha croar a las ranas y, por algún
motivo, recuerda el toctoc de la
alambrada eléctrica de su casa. Su padre le enseñó que nunca tenía que tocarla
con la palma, siempre con el dorso de la mano; de ese modo, los reflejos harían
que alejara la mano y no que se aferrara, si la corriente estaba activada.
Pequeñeces, para eso estaban los padres, según se imaginaba. Espíritu práctico:
cómo atarse los cordones y cerrar el cinturón de seguridad del asiento. La
carnada se hunde haciendo plaf, pero ella ya no puede detectar la línea contra
el cielo.
Nadie ve que el niño sale de la casa.
Baja furtivamente por los escalones de atrás, pero no se agarra del pasamanos
como le dijeron. No importa que sus ojos no se hayan acostumbrado a la
oscuridad; conoce la pendiente cubierta de hierba que lleva hasta el lago.
Puede ver la blusa pálida de ella, la manga que se empina, el codo que golpea
hacia atrás, el movimiento de lanzar la línea. El niño corre, a pesar de que le
advirtieron que nunca hay que correr cerca del agua. De su pecho salen pequeños
gruñidos, como los ruidos que la muñeca de su prima hace cuando él la pone
cabeza abajo y cuando la vuelve a dar vuelta. La au pair está de espaldas. Los pies del niño no hacen ruido alguno;
es silencioso como una pantera en el pasto frío.
La muchacha no vuelve la cabeza hasta
que el pie del niño alcanza la primera tabla del muelle.
—¡Iuju! ¡Atrápame! ¡Atrápame! —grita
el niño.
Ella suelta la caña. El pie del niño
se engancha con algo y entonces parece viajar un trecho bien largo. La muchacha
gana confianza, intentando permanecer de pie y girar al mismo tiempo. El niño
siente un escalofrío. De repente, los brazos de ella están ahí, envolviéndolo
como sabía que haría. Él se hunde y se ríe sobre el hombro de ella.
—¡Sorpresa! —grita.
Pero ella no se ríe.
El niño hace silencio. Más allá de la
seguridad del hombro de ella, detecta el peligro. Más allá de ella, no hay
nada. Solo agua profunda y barro más profundo que dos hombres adultos.
—Ay, mi bebé —susurra la muchacha—.
Ya, ya.
Lo acuna y él apoya la cabeza sobre
el hombro de ella durante un buen rato, sintiendo cómo su pecho sube y baja.
Ella besa sus cabellos como seda; las pestañas del niño rozan la clavícula de
la muchacha. La au pair lo tiene
alzado hasta que los latidos de ambos se calman y una voz de mujer grita el
nombre del niño. Entonces lo lleva de vuelta hasta la casa iluminada y se lo
entrega a su mamá.
[1] Au pair
es un término de origen francés que se emplea para nombrar a las jóvenes
extranjeras que viven temporariamente con alguna familia de otro país y que, a
cambio del alojamiento y de una pequeña remuneración, realizan alguna tarea,
generalmente ligada a la enseñanza o cuidado de los hijos de quienes las
acogen.
[2] Famosa juguetería de Nueva York.
en Antártida,
1999
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