Siempre llueve en esa calle, la gente lleva sombrero, hay olor
a pizza y florerías, altas veredas, como las inalcanzables mujeres que
descienden de brillantes coches con chofer.
Edward G. Robinson camina despacio, masticando recuerdos, aquí
encontró al amor que trastornó su vida, duró muy poco y con triste final, por
unos días se sintió amado, alto, audaz, juvenil y vivaz. Esto fue hace mucho
tiempo, hoy arrastra los pies, hablando solo por esta calle, esperando tal vez
volver a verla una vez más.
en
Caballo de Proa Nº 38, enero 2001
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