A mamá le gustaba la señora Delancy. A papá, no. La señora Delancy tenía un hijo, Zachary, que iba a tercer curso cuando yo estaba en el jardín de infancia. Zachary solía tumbarse bajo el trepadero y, cada vez que una niña se columpiaba por encima de él, decía en voz alta de qué color eran sus bragas, incluso si la niña llevaba pantalones y no podía vérselas. Me consta que mis padres estaban enterados de ello porque fui yo misma quien se lo contó. A papá le parecía una información reveladora. Él lo consideraba muy significativo. Mamá, no.
La señora Delancy decía que las cualidades que convertían a Lowell en un chico difícil eran muy buenas cualidades; de hecho, esas cualidades eran lo mejor de él: su lealtad, su amor, su sentido de la justicia. Nosotros queríamos que Lowell cambiara, pero no queríamos que cambiara los aspectos que impedían ese cambio, lo cual hacía que la situación fuera muy peliaguda.
Como yo no tenía terapeuta, la señora Delancy manifestaba también sus opiniones sobre mí. Yo me encontraba en el mismo atolladero que Lowell, pero mientras que él reaccionaba traspasando los límites, yo estaba haciendo un tremendo esfuerzo por ser buena. Ambas reacciones eran lógicas. Ambas debían verse como un grito de ayuda.
Para los niños, lo ideal es contar con expectativas claras y consecuencias previsibles, decía la señora Delancy, soslayando el hecho de que si le decías a Lowell dónde quedaba trazada la línea, podías contar con que él se la saltaría en el acto.
Nuestros padres llegaron a la conclusión de que lo mejor sería dejar borrosa esa línea y concentrarse en aliviar las inseguridades de Lowell. La casa se inundó entonces de amor a Lowell: sus comidas preferidas, sus libros, sus juegos. Jugábamos al Rummikub. Escuchábamos a Warren Zevon. Fuimos a la puta Disneylandia. Que a él, por cierto, lo puso furioso.
No es que crea que la valoración de la señora Delancy fuese errónea, pero sí creo que era incompleta. La parte que faltaba era nuestro intenso y compartido dolor. Fern ya no estaba. Su desaparición representaba muchas cosas: confusiones, inseguridades, traiciones, un nudo gordiano de complicaciones interpersonales, pero su presencia también había sido un hecho. Fern nos había querido. Había llenado la casa de color y bullicio, de calor y energía. Merecía ser añorada y la añorábamos terriblemente. Nadie que no fuese de la familia pareció comprender jamás este aspecto esencial.
Como el jardín de infancia no estaba sirviendo para que yo me sintiera como todos creían que necesitaba sentirme (valorada e indispensable), en primero me cambiaron a la escuela jipi de Second Street. A aquellos niños no les caí mejor, pero entre los jipis los motes estaban prohibidos. En vez de ponerme un mote, Steven Claymore enseñó a los demás a rascarse las axilas, una pantomima que los niños a veces también hacían y cuya mala intención, por tanto, podían negar, lo cual permitió a los adultos, incluidos mis padres, consolarse a sí mismos y pensar que mi situación había mejorado. En primer grado tuve una profesora maravillosa, la señora Radford, que me quería de verdad. Me dieron el papel de la gallina en La gallinita roja: indiscutiblemente, el papel principal, la estrella de la obra. Con eso bastó para que mamá se convenciera de que estaba prosperando. Su catatonia se había visto reemplazada por un optimismo poco convincente.
We Are All Completely Beside Ourselves, 2014
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