Un día el rey se aburría. Entonces dijo al pintor de la corte: “Hacedme,
señor, un retrato ecuestre”. Para ello, no solo era necesario un caballo
relleno de estopa, sino además un lacayo obediente, que posara y soportara
durante largas horas el peso de las vestiduras, emblemas y condecoraciones del
monarca. El rey tan solo posaba la cabeza. Así estos retratos se han hecho
célebres por tener el corazón anónimo y plebeyo y del rey tan solo el “rostro
insuperable”. Por ello, Gastón del Sebo, camarero y rufián a sueldo, dijo a su
mujer (una partera de regular acierto), que el retrato que exhibían tenía muy
poco de su señor y en cambio de él, el cuerpo entero.
De eso se desprende que los caballos levanten a perpetuidad sus
patas delanteras y quieran voltear al impostor que ostenta una cabeza ajena.
en
En los desórdenes de junio, 1970
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