La silueta del
maquinista con su traje de dril azul se destaca desde el amanecer hasta la
noche en lo alto de la plataforma de la máquina. Su turno es de doce horas
consecutivas.
Los obreros que
extraen de los ascensores los carros de carbón míranlo con envidia no exenta de
encono. Envidia, porque mientras ellos abrasados por el sol en el verano y
calados por las lluvias en el invierno forcejean sin tregua desde el brocal del
pique hasta la cancha de depósito, empujando las pesadas vagonetas, él, bajo la
techumbre de zinc no da un paso ni gasta más energía que la indispensable para
manejar la rienda de la máquina.
Y cuando,
vaciado el mineral, los tumbadores corren y jadean con la vaga esperanza de
obtener algunos segundos de respiro, a la envidia se añade el encono, viendo
cómo el ascensor los aguarda ya con una nueva carga de repletas carretillas,
mientras el maquinista, desde lo alto de su puesto, parece decirles con su
severa mirada:
-¡Más a prisa,
holgazanes, más a prisa!
Esta decepción
que se repite en cada viaje, les hace pensar que si la tarea les aniquila,
culpa es de aquel que para abrumarles la fatiga no necesita sino alargar y
encoger el brazo.
Jamás podrán
comprender que esa labor que les parece tan insignificante, es más agobiadora
que la del galeote atado a su banco. El maquinista, al asir con la diestra el
mango de acero del gobierno de la máquina, pasa instantáneamente a formar parte
del enorme y complicado organismo de hierro. Su ser pensante conviértese en
autómata. Su cerebro se paraliza. A la vista del cuadrante pintado de blanco,
donde se mueve la aguja indicadora, el presente, el pasado y el porvenir son
reemplazados por la idea fija. Sus nervios en tensión, su pensamiento todo se
reconcentra en las cifras que en el cuadrante representan las vueltas de la
gigantesca bobina que enrolla dieciséis metros de cable en cada revolución.
Como las catorce
vueltas necesarias para que el ascensor recorra su trayecto vertical se
efectúan en menos de veinte segundos, un segundo de distracción significa una
revolución más, y una revolución más, demasiado lo sabe el maquinista, es: el
ascensor estrellándose, arriba, contra las poleas; la bobina, arrancada de su
centro, precipitándose como un alud que nada detiene, mientras los émbolos,
locos, rompen las bielas y hacen saltar las tapas de los cilindros. Todo esto
puede ser la consecuencia de la más pequeña distracción de su parte, de un
segundo de olvido.
Por eso sus
pupilas, su rostro, su pensamiento se inmovilizan. Nada ve, nada oye de lo que
pasa a su rededor, sino la aguja que gira y el martillo de señales que golpea
encima de su cabeza. Y esa atención no tiene tregua. Apenas asoma por el brocal
del pique uno de los ascensores, cuando un doble campanillazo le avisa que,
abajo, el otro espera ya con su carga completa. Estira el brazo, el vapor
empuja los émbolos y silba al escaparse por las empaquetaduras, la bobina
enrolla acelerada el hilo del metal y la aguja del cuadrante gira aproximándose
velozmente a la flecha de parada. Antes que la cruce, atrae hacia sí la
manivela y la máquina se detiene sin ruido, sin sacudidas, como un caballo
blando de boca.
Y cuando aún
vibra en la placa metálica el tañido de la última señal, el martillo la hiere
de nuevo con un golpe seco, estridente a la vez. A su mandato imperioso el
brazo del maquinista se alarga, los engranajes rechinan, los cables oscilan y
la bobina voltea con vertiginosa rapidez. Y las horas suceden a las horas, el
sol sube al cénit, desciende; la tarde llega, declina, y el crepúsculo,
surgiendo al ras del horizonte, alza y extiende cada vez más a prisa su
penumbra inmensa.
De pronto un
silbido ensordecedor llena el espacio. Los tumbadores sueltan las carretillas y
se yerguen briosos. La tarea del día ha terminado. De las distintas secciones
anexas a la mina salen los obreros en confuso tropel. En su prisa por abandonar
los talleres se chocan y se estrujan, mas no se levanta una voz de queja o de
protesta: los rostros están radiantes.
Poco a poco el
rumor de sus pasos sonoros se aleja y desvanece en la calzada sumida en las
sombras. La mina ha quedado desierta.
Sólo en el
departamento de la máquina se distingue una confusa silueta humana. Es el
maquinista. Sentado en su alto sitial, con la diestra apoyada en la manivela,
permanece inmóvil en la semioscuridad que lo rodea. Al concluir la tarea,
cesando bruscamente la tensión de sus nervios, se ha desplomado en el banco
como una masa inerte.
Un proceso lento
de reintegración al estado normal se opera en su cerebro embotado. Recobra
penosamente sus facultades anuladas, atrofiadas por doce horas de obsesión, de
idea fija. El autómata vuelve a ser otra vez una criatura de carne y hueso que
ve, que oye, que piensa, que sufre.
El enorme
mecanismo yace paralizado. Sus miembros potentes, caldeados por el movimiento,
se enfrían produciendo leves chasquidos. Es el alma de la máquina que se escapa
por los poros del metal, para encender en las tinieblas que cubren el alto
sitial de hierro, las fulguraciones trágicas de una aurora toda roja desde el
orto hasta el cénit.
en
Subsole, 1907
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