—Están tocando —susurró mi padre.
Desde mi puesto en la ventana había
visto al taxi detenerse abajo y al hombre que bajó de él con cierta dificultad,
sujetándose de la puerta con las dos manos. Aún no era de noche, seguía
latiendo una claridad aguachenta y efímera, aunque las luces del alumbrado
estaban prendidas.
—Voy a abrir —dije.
—Acuérdate de que estoy durmiendo
—volvió a susurrar mi padre antes de que yo saliera del dormitorio.
Mi padre estaba muriéndose de a poco.
Tiempo atrás le habían dado seis meses de vida y ya llevaba cinco; el mes
anterior cayó en la cama y no pudo levantarse más. Botó las últimas esperanzas,
enflaqueció y descuidó su aspecto porque la muerte no necesita hombres bien
afeitados. Desde hacía una semana se negó a recibir visitas. Me pidió que les
dijera que dormía, que los calmantes eran muy fuertes o lo que se me ocurriera.
Las visitas llegaban hasta la puerta, las más osadas entraban pero ninguna se
atrevió a subir. Movían la cabeza y se quedaban un rato en silencio antes de
irse.
Terminé de bajar y vi la sombra
enorme tras los cristales. Por unos segundos mi mente retrocedió diez años y
estoy seguro de que cuando abrí la puerta la expresión de mi cara era la de un
niño.
—Vengo a ver a tu papá —dijo la sombra
con una voz lejana y cansada, y esperó que lo dejara entrar aunque podía
haberme hecho a un lado de un simple empujón.
Era un gigante de más de dos metros
de altura y ciento cuarenta kilos de peso, una mole parecida a un antiguo
ropero. Le decían Mustafá, pero yo sabía que se llamaba Germán Muñoz y que a
pesar de su contextura mi padre le decía «Germancito» y él no ponía reparos.
Lo dejé entrar. Acarreaba un olor a
repollo; no me importó porque la casa no estaba mejor. Desde que mi padre se
enfermó su jubilación se hacía poca, no teníamos leña para calentarnos y había
veces en que me pasaba el día tomando té.
—Está arriba —dije, y agregué una
pregunta ridícula porque no me atreví a decirle una mentira—: ¿Quiere pasar a
verlo?
Mustafá no dijo nada, se afirmó del
pasamanos y comenzó a subir.
Fui detrás oyendo su respiración,
acordándome de sus noches gloriosas en el circo cuando en medio de la pista,
vestido solo con un taparrabos, hacía delirar al público levantando sacos de
papas con la fuerza de sus dientes. Y más tarde, cuando los circos se volvieron
extemporáneos, una fiesta para niños o mentes poco desarrolladas, Mustafá
siguió siendo Mustafá al subirse a un ring para escenificar truculentos
combates de lucha libre los viernes por la noche en el gimnasio abarrotado de
espectadores, en los tiempos en que la lucha era una novedad, cuando aún la
televisión no se adueñaba de los hogares.
Terminamos de subir y Mustafá
permaneció un instante en el pasillo recuperando el aliento. Era extraño ver a
un héroe en esas condiciones, pero hasta los héroes se marchitan.
Entró en el dormitorio. Miré la
ventana y vi que la noche había terminado de caer. La pieza de mi padre estaba
en penumbras, alumbrada por la poca luz del exterior que llegaba hasta allí, y
en la cama no se distinguía a un hombre sino un bulto. Mustafá miró el bulto y
se llevó una de las manazas a la cara. Gimió igual que un cachorro, a pesar de
que debía andar por los sesenta años, a pesar de que aún conservaba su estampa
indestructible con la que yo soñaba de niño. Soñaba con ser como Mustafá para
exhibir mis músculos y mis dientes en el circo o estrangular a mi adversario de
turno en el gimnasio cuando creía que los luchadores se agredían de verdad.
—Deja de llorar, Germancito —murmuró
mi padre, y enseguida me pidió—: Prende la luz.
Fui hasta el velador para encender la
lámpara y aproveché de correr las cortinas. La pieza se tiñó de un amarillo
deslavado. Mustafá se sentó en la cama que había sido de mi madre y esta crujió
y se hundió más de lo debido.
—Don Lalo… —dijo Mustafá, secándose
los ojos con un pañuelo—. No sabía… No lo supe hasta ayer, pero ayer tenía pega
y no pude venir…
—No importa, Germancito.
—Pero hoy vine. Entregué unos zapatos
y le dije a la Nenita y a la Andreíta voy a ir a ver a don Lalo, don Lalo fue
bueno conmigo y es mi obligación ir a verlo. —Le dedicó una sonrisa triste a mi
padre—. Y aquí estoy, vine.
Parecía el lenguaje de un niño, pero
qué otra cosa era Mustafá. Tenía los ojos saltones y fue esa característica
suya la que llamó la atención de mi padre hacía cuarenta años atrás. Vio a un
gigante de ojos asustados que exhibía sus músculos a la orilla del río, se
acercó y le preguntó qué más sabía hacer. Germán le dijo que podía levantar
sacos de papas con los dientes y flotar en el agua. Mi padre no le creyó y
Germán se sacó la ropa y en calzoncillos se tiró al río. Estuvo flotando más de
una hora con los brazos tras la cabeza, haciendo bromas y fumando. Al día
siguiente apareció en el diario porque mi padre era periodista, y Germán Muñoz
comenzó a ser famoso, una condición que la vida escatima a casi todos.
—Gracias —dijo mi padre desde la
cama. O esa terrorífica calavera que era mi padre.
Mustafá se sonó la nariz, un
estruendo que llenó el dormitorio, y preguntó:
—¿Cómo está, don Lalo?
Había que tener una enorme candidez
para hacerle esa pregunta a un moribundo, pero mi padre la pasó por alto.
—Si te digo que estoy bien no me vas
a creer, y si te digo que me estoy muriendo vas a pensar que exagero —dijo
mirando el techo.
No sé si Mustafá entendió lo que mi
padre dijo, pero se quedó callado y me dio tiempo para recorrer su rostro
tatuado por las arrugas, su bigote encanecido, los pliegues de carne que
rebosaban la bufanda.
—Usted no se puede morir —dijo al
rato.
Mi padre siguió mirando el techo como
ya era su costumbre y su barba acerada brilló por un instante. Mustafá cruzó
los brazos y tragó su propia saliva. Estoy seguro de que quería decir algo más,
darle ánimos a mi padre o recitar unas palabras de consuelo del tipo «se va a
mejorar», «le apuesto que sí», pero no pudo. Las palabras nunca se le dieron
bien; incluso cuando era un hombre público, gracias a sus proezas, tenía
dificultades para enhebrar dos frases seguidas, aunque sus admiradores se
hubieran conformado con cualquier cosa.
Fue el moribundo el que tuvo que
sacarlo del apuro.
—¿Cómo está tu familia? —dijo mi
padre.
—Bien, bien, don Lalito —respondió el
gigante, apresurado—. A la Nenita no le falta trabajo y la Andreíta está por
salir del liceo. Ah, le mandaron saludos, eso se me había olvidado decirle.
Saludos a don Lalito, dijeron.
Mi padre se descolgó del techo y miró
a Mustafá a los ojos.
—¿Y tu hijo? —le preguntó—. ¿Has
sabido de él?
Mustafá se estremeció, un gesto
humano que pocos le conocían porque los próceres y los genios no parecen tener
debilidades. Pero esa era la debilidad del gigante, un hijo que era un detenido
desaparecido.
Cuando sus hazañas pasaron de moda,
Mustafá se quedó sin trabajo y tuvo que buscar una ocupación para ganarse la
vida. Aprendió el oficio de zapatero, se casó con una modista a la que llamaba
Nena o Nenita y ambos adoptaron una niña a la que siempre le dijo Andreíta.
Pero el hijo que tuvo de soltero siguió acechándolo desde la lejanía, hablando
con él de vez en cuando, contándole de la revolución que estaba cambiando el
país. Hasta que no volvió a tener noticias de él, y cuando las tuvo no eran las
mejores. Estaba en una cárcel del norte, le contaron, un eufemismo para no
decir «un campo de concentración». Mustafá fue a verlo, pero al llegar le
dijeron que allí no había nadie con ese nombre.
Esa noche, en el dormitorio de mi
padre, el recuerdo del hijo volvió para quedarse unos minutos. Del abrigo
Mustafá sacó una billetera ajada y de adentro asomó una fotografía arrugada en
los bordes. El gigante la alejó de sus ojos para verla mejor.
—Mi chico… —dijo—. Usted sabe lo que
le hicieron esos desgraciados.
—Sí —afirmó mi padre, que después del
golpe de Estado perdió su trabajo y luego de muchos trámites logró sacar una
miserable jubilación.
Pensé que Mustafá iba a volver a
llorar porque se emocionaba por muy poco a pesar de su físico de hierro, pero
me equivoqué.
—Se ensañaron con él —dijo mordiendo
las palabras—. Y no me quisieron decir dónde lo fueron a tirar, porque no lo
enterraron, lo tiraron como si fuera un… —Cruzó su mirada con la de mi padre—.
¡Qué mierda de vida, don Lalo!
Fue como un relámpago que alumbró la
habitación, porque por un instante Mustafá volvió a ser el fenómeno de circo
que entretiene pero también asusta, el bravo luchador de mostachos de turco,
según la costumbre local de llamar turcos a los árabes y creer que todos llevan
bigote y se llaman Mustafá. Lo miré, con la fotografía aún en la mano, y la luz
se apagó de pronto.
—Debe echar mucho de menos a la
patrona —dijo Mustafá refiriéndose a mi madre, que había muerto unos años
atrás—. Es triste cuando falta alguien.
—Vendrán días mejores, Germancito, no
tengas dudas.
Mustafá quedó mirando a mi padre con
la cabeza ladeada, del porte de un zapallo de feria pero pintada de gris.
—¿Usted cree? —preguntó.
—Solo los cobardes se dan por
vencidos —recitó mi padre con ese ronquido que no lo abandonaría hasta la
muerte. Es como estar escuchándolo y viendo el montón de huesos en que se había
convertido, enterrado en su cama hedionda a remedios—. Llegará el día en que tu
hijo volverá a tocar tu puerta y tú podrás dormir tranquilo.
—¿Me está leseando, don Lalito?
—No, Germancito, estoy soñando. —Mi
padre soltó una tos y se quedó callado.
No sé si Mustafá logró comprender lo
último que dijo mi padre, lo digo porque es difícil imaginarse que alguien sin
educación y que vivió gran parte de su vida bajo el paraguas de la gloria
popular y barata comprenda el lenguaje figurado, pero no quiero ser injusto con
él. Estaría traicionándolo y traicionándome a mí mismo, a mis recuerdos tanto o
más fuertes que la memoria de su hijo desaparecido.
—¿Tiene sueño? —dijo Mustafá.
Mi padre no volvió a hablar. Pasó un
rato y el gigante se movió incómodo.
—Está muy enfermo —dijo,
levantándose.
Contemplé su figura que parecía no
entrar en la pieza y quise preguntarle si él también soñaba, pero no me atreví.
Mustafá dio media vuelta y salió. Fui detrás, y abajo, antes de irse, me
extendió su mano. Le di la mía, sentí que me la destrozaba y me alegré. Lo vi
alejarse con los hombros caídos y su sombra inmensa en la vereda, hasta que se
confundió con la noche.
Mi padre murió a la semana siguiente,
cuando sus pulmones dijeron basta. Coloqué un aviso en el diario pero fueron
muy pocas personas al cementerio, y Mustafá no estaba entre ellas. Días después
boté sus pertenencias, regalé otras y comencé una nueva vida. Tenía veintiún
años y había un futuro para mí aunque el país siguiera en penumbras, como la
habitación donde mi padre vivió sus horas finales.
Empecé a trabajar, me casé, me separé
al par de años y me puse a vivir con otra mujer. Dejé correr la existencia, que
es lo mejor que sabemos hacer los humanos; vivir sin complicaciones, celebrar
los cumpleaños y amargarnos los domingos en la tarde. Los que aborrecen ese
tipo de vida nos llaman perdedores o ganapanes, pero yo lo asumía con dignidad,
después de todo no era alguien especial, un periodista romanticón como fue mi
padre o un superhombre como Mustafá.
A veces lo veía en el diario, pero no
como en los viejos tiempos cuando acaparaba la página deportiva y su estampa no
dejaba indiferente a nadie. En los días actuales Mustafá solo tenía espacio en
la solitaria columna de recuerdos, una tira huacha que incluían cuando estaban
faltos de noticias y les sobraba espacio. Ahí estaba el gigante de mostachos
reducido a una foto tamaño carnet, mirando el lente con sus ojos saltones,
queriendo saltar sobre el lector para destrozarlo con sus colmillos.
—¿Quién es este? —me preguntó una vez
mi mujer, que era diez años menor que yo y por lo tanto no poseía mi
información.
—Mustafá —dije.
—¿Mustafá…? Aquí dice que se llama
Germán Muñoz.
—Mi padre le decía Germancito.
—¿Era amigo de tu papá?
—Fue la última persona que vino a
verlo, la última que él dejó entrar.
—Eso no me lo habías contado.
Le conté la historia sin ahorrarme
detalles y al terminar ella permaneció en silencio.
—¿Qué sabes de él? —preguntó después.
—Nada.
—Debe de ser un anciano, porque esta
foto es de antes.
—Seguramente.
Cuando iba al supermercado veía a su
hija Andreíta porque ella trabajaba ahí. Nos conocíamos desde cuando yo
acompañaba a mi padre a su casa, pero nunca pasamos de un saludo y una sonrisa.
Yo quería preguntarle por Mustafá, pero tenía miedo de que me dijera algo que
no quería oír.
Transcurrieron muchos años, adquirí
compromisos y me llené de obligaciones. Crie a mis propios ídolos, mis hijos, y
me dejé llevar mansamente hacia lo que consideraba lo mejor de la vida: la
madurez.
De repente, cuando con mi mujer
estábamos solos, porque los chicos habían ido a una fiesta y nos dejaban sin
dormir, nos dábamos un tiempo para añoranzas con el televisor prendido. Eran
recuerdos sin cronología, evocaciones sueltas y al azar, e indefectiblemente,
Mustafá asomaba su figura para decirme que no iba a ser fácil deshacerme de él.
Nunca lo mencioné en voz alta porque creía que mi mujer no se acordaba y porque
yo mismo tenía dudas sobre su existencia real, como un duende o un malvado
hechicero medieval. ¿Podía ser cierto que alguien levantara sacos de papas con
la fuerza de sus dientes y flotara en el agua con los brazos tras la cabeza?
Pero yo vi a un gigante flotar en el
agua mientras los espectadores apostaban; vi a un hombre adulto levantar sacos
con sus dientes y vi a un héroe decadente sufrir por su hijo una de las últimas
noches de mi padre, hace muchos años.
Un día el diario me dijo que era
cierto. Mustafá no apareció en la columna de recuerdos ni volvió a encender la
página deportiva. Su nombre estaba en las necrológicas y su esposa e hija
invitaban a su funeral.
—Murió —le conté a mi mujer por
teléfono.
—¿Quién? —preguntó ella con un matiz
de angustia porque con la edad cada muerte preludia la tuya.
—Mustafá. ¿Te acuerdas?
—Un poco.
Supe que no se acordaba y le
refresqué la memoria.
—Ahora me acuerdo —dijo—. ¿Estás
triste?
—No sé cómo estoy.
Tristeza no era la palabra; tal vez
melancolía, como cuando un nombre o un paisaje despiertan de improviso para
hacernos saber que el pasado nunca dejará de ser presente.
Al día siguiente me presenté en el
cementerio a las tres de la tarde. Caía una llovizna y pensé que era injusto,
que Mustafá, aunque fuera dentro de una caja, se merecía un mejor clima. No
éramos más de treinta las personas que estábamos allí, un funeral pobre, y
volví a ver unos rostros que creía idos para siempre, ancianos del tiempo de mi
padre que seguían estrujando la vida. No hubo discursos ni aplausos. Los
sepultureros bajaron el ataúd y lo cubrieron con paladas de tierra; encima
pusieron las coronas y los ramos de flores. Enseguida nos desparramamos.
Visité a mis padres, lo que se
aprovecha de hacer cuando se está en el cementerio, y al salir vi que Andreíta
recogía las tarjetas de condolencias. Le di la mano y ella me dio las gracias
por venir. Le pregunté por su madre, Nena o Nenita, y me contó que no había tenido
valor para ir a despedir a su esposo.
—Se quedó en la casa con una vecina
—dijo.
Me acordé que desde hacía unos meses
se estaban descubriendo fosas clandestinas donde habían tirado a los detenidos
desaparecidos, porque unos militares con algo de conciencia habían decidido
hablar después de treinta años. Se lo mencioné.
—Mi hermano sigue sin aparecer —dijo
sin enfatizar la palabra «hermano».
—Lo lamento.
Miré la hora, pero antes de
despedirnos volvió a subir a mi garganta la pregunta que alguna vez quise
hacerle al gigante. Ahí estaba y era mi última oportunidad para dejarla libre.
—Mi padre soñaba despierto a veces
—le dije a Andreíta, que fácilmente debía andar por los cuarenta y cinco años—.
¿Y el tuyo?
Me miró extrañada.
—De vez en cuando miraba el techo y
decía cosas que nadie entendía —contestó—. No sé si…
—Eso es.
Le besé la mejilla y corrí para
alcanzar un taxi.
en De vez en
cuando, como todo el mundo (Cuentos reunidos), 2017
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