martes, junio 19, 2018

“Plegaria por Mustafá”, de Marcelo Lillo





Están tocando —susurró mi padre.

Desde mi puesto en la ventana había visto al taxi detenerse abajo y al hombre que bajó de él con cierta dificultad, sujetándose de la puerta con las dos manos. Aún no era de noche, seguía latiendo una claridad aguachenta y efímera, aunque las luces del alumbrado estaban prendidas.

—Voy a abrir —dije.
—Acuérdate de que estoy durmiendo —volvió a susurrar mi padre antes de que yo saliera del dormitorio.

Mi padre estaba muriéndose de a poco. Tiempo atrás le habían dado seis meses de vida y ya llevaba cinco; el mes anterior cayó en la cama y no pudo levantarse más. Botó las últimas esperanzas, enflaqueció y descuidó su aspecto porque la muerte no necesita hombres bien afeitados. Desde hacía una semana se negó a recibir visitas. Me pidió que les dijera que dormía, que los calmantes eran muy fuertes o lo que se me ocurriera. Las visitas llegaban hasta la puerta, las más osadas entraban pero ninguna se atrevió a subir. Movían la cabeza y se quedaban un rato en silencio antes de irse.

Terminé de bajar y vi la sombra enorme tras los cristales. Por unos segundos mi mente retrocedió diez años y estoy seguro de que cuando abrí la puerta la expresión de mi cara era la de un niño.

—Vengo a ver a tu papá —dijo la sombra con una voz lejana y cansada, y esperó que lo dejara entrar aunque podía haberme hecho a un lado de un simple empujón.

Era un gigante de más de dos metros de altura y ciento cuarenta kilos de peso, una mole parecida a un antiguo ropero. Le decían Mustafá, pero yo sabía que se llamaba Germán Muñoz y que a pesar de su contextura mi padre le decía «Germancito» y él no ponía reparos.

Lo dejé entrar. Acarreaba un olor a repollo; no me importó porque la casa no estaba mejor. Desde que mi padre se enfermó su jubilación se hacía poca, no teníamos leña para calentarnos y había veces en que me pasaba el día tomando té.

—Está arriba —dije, y agregué una pregunta ridícula porque no me atreví a decirle una mentira—: ¿Quiere pasar a verlo?

Mustafá no dijo nada, se afirmó del pasamanos y comenzó a subir.

Fui detrás oyendo su respiración, acordándome de sus noches gloriosas en el circo cuando en medio de la pista, vestido solo con un taparrabos, hacía delirar al público levantando sacos de papas con la fuerza de sus dientes. Y más tarde, cuando los circos se volvieron extemporáneos, una fiesta para niños o mentes poco desarrolladas, Mustafá siguió siendo Mustafá al subirse a un ring para escenificar truculentos combates de lucha libre los viernes por la noche en el gimnasio abarrotado de espectadores, en los tiempos en que la lucha era una novedad, cuando aún la televisión no se adueñaba de los hogares.

Terminamos de subir y Mustafá permaneció un instante en el pasillo recuperando el aliento. Era extraño ver a un héroe en esas condiciones, pero hasta los héroes se marchitan.

Entró en el dormitorio. Miré la ventana y vi que la noche había terminado de caer. La pieza de mi padre estaba en penumbras, alumbrada por la poca luz del exterior que llegaba hasta allí, y en la cama no se distinguía a un hombre sino un bulto. Mustafá miró el bulto y se llevó una de las manazas a la cara. Gimió igual que un cachorro, a pesar de que debía andar por los sesenta años, a pesar de que aún conservaba su estampa indestructible con la que yo soñaba de niño. Soñaba con ser como Mustafá para exhibir mis músculos y mis dientes en el circo o estrangular a mi adversario de turno en el gimnasio cuando creía que los luchadores se agredían de verdad.

—Deja de llorar, Germancito —murmuró mi padre, y enseguida me pidió—: Prende la luz.

Fui hasta el velador para encender la lámpara y aproveché de correr las cortinas. La pieza se tiñó de un amarillo deslavado. Mustafá se sentó en la cama que había sido de mi madre y esta crujió y se hundió más de lo debido.

—Don Lalo… —dijo Mustafá, secándose los ojos con un pañuelo—. No sabía… No lo supe hasta ayer, pero ayer tenía pega y no pude venir…
—No importa, Germancito.
—Pero hoy vine. Entregué unos zapatos y le dije a la Nenita y a la Andreíta voy a ir a ver a don Lalo, don Lalo fue bueno conmigo y es mi obligación ir a verlo. —Le dedicó una sonrisa triste a mi padre—. Y aquí estoy, vine.

Parecía el lenguaje de un niño, pero qué otra cosa era Mustafá. Tenía los ojos saltones y fue esa característica suya la que llamó la atención de mi padre hacía cuarenta años atrás. Vio a un gigante de ojos asustados que exhibía sus músculos a la orilla del río, se acercó y le preguntó qué más sabía hacer. Germán le dijo que podía levantar sacos de papas con los dientes y flotar en el agua. Mi padre no le creyó y Germán se sacó la ropa y en calzoncillos se tiró al río. Estuvo flotando más de una hora con los brazos tras la cabeza, haciendo bromas y fumando. Al día siguiente apareció en el diario porque mi padre era periodista, y Germán Muñoz comenzó a ser famoso, una condición que la vida escatima a casi todos.

—Gracias —dijo mi padre desde la cama. O esa terrorífica calavera que era mi padre.

Mustafá se sonó la nariz, un estruendo que llenó el dormitorio, y preguntó:

—¿Cómo está, don Lalo?

Había que tener una enorme candidez para hacerle esa pregunta a un moribundo, pero mi padre la pasó por alto.

—Si te digo que estoy bien no me vas a creer, y si te digo que me estoy muriendo vas a pensar que exagero —dijo mirando el techo.

No sé si Mustafá entendió lo que mi padre dijo, pero se quedó callado y me dio tiempo para recorrer su rostro tatuado por las arrugas, su bigote encanecido, los pliegues de carne que rebosaban la bufanda.

—Usted no se puede morir —dijo al rato.

Mi padre siguió mirando el techo como ya era su costumbre y su barba acerada brilló por un instante. Mustafá cruzó los brazos y tragó su propia saliva. Estoy seguro de que quería decir algo más, darle ánimos a mi padre o recitar unas palabras de consuelo del tipo «se va a mejorar», «le apuesto que sí», pero no pudo. Las palabras nunca se le dieron bien; incluso cuando era un hombre público, gracias a sus proezas, tenía dificultades para enhebrar dos frases seguidas, aunque sus admiradores se hubieran conformado con cualquier cosa.

Fue el moribundo el que tuvo que sacarlo del apuro.

—¿Cómo está tu familia? —dijo mi padre.
—Bien, bien, don Lalito —respondió el gigante, apresurado—. A la Nenita no le falta trabajo y la Andreíta está por salir del liceo. Ah, le mandaron saludos, eso se me había olvidado decirle. Saludos a don Lalito, dijeron.

Mi padre se descolgó del techo y miró a Mustafá a los ojos.

—¿Y tu hijo? —le preguntó—. ¿Has sabido de él?

Mustafá se estremeció, un gesto humano que pocos le conocían porque los próceres y los genios no parecen tener debilidades. Pero esa era la debilidad del gigante, un hijo que era un detenido desaparecido.

Cuando sus hazañas pasaron de moda, Mustafá se quedó sin trabajo y tuvo que buscar una ocupación para ganarse la vida. Aprendió el oficio de zapatero, se casó con una modista a la que llamaba Nena o Nenita y ambos adoptaron una niña a la que siempre le dijo Andreíta. Pero el hijo que tuvo de soltero siguió acechándolo desde la lejanía, hablando con él de vez en cuando, contándole de la revolución que estaba cambiando el país. Hasta que no volvió a tener noticias de él, y cuando las tuvo no eran las mejores. Estaba en una cárcel del norte, le contaron, un eufemismo para no decir «un campo de concentración». Mustafá fue a verlo, pero al llegar le dijeron que allí no había nadie con ese nombre.

Esa noche, en el dormitorio de mi padre, el recuerdo del hijo volvió para quedarse unos minutos. Del abrigo Mustafá sacó una billetera ajada y de adentro asomó una fotografía arrugada en los bordes. El gigante la alejó de sus ojos para verla mejor.

—Mi chico… —dijo—. Usted sabe lo que le hicieron esos desgraciados.
—Sí —afirmó mi padre, que después del golpe de Estado perdió su trabajo y luego de muchos trámites logró sacar una miserable jubilación.

Pensé que Mustafá iba a volver a llorar porque se emocionaba por muy poco a pesar de su físico de hierro, pero me equivoqué.

—Se ensañaron con él —dijo mordiendo las palabras—. Y no me quisieron decir dónde lo fueron a tirar, porque no lo enterraron, lo tiraron como si fuera un… —Cruzó su mirada con la de mi padre—. ¡Qué mierda de vida, don Lalo!

Fue como un relámpago que alumbró la habitación, porque por un instante Mustafá volvió a ser el fenómeno de circo que entretiene pero también asusta, el bravo luchador de mostachos de turco, según la costumbre local de llamar turcos a los árabes y creer que todos llevan bigote y se llaman Mustafá. Lo miré, con la fotografía aún en la mano, y la luz se apagó de pronto.

—Debe echar mucho de menos a la patrona —dijo Mustafá refiriéndose a mi madre, que había muerto unos años atrás—. Es triste cuando falta alguien.
—Vendrán días mejores, Germancito, no tengas dudas.

Mustafá quedó mirando a mi padre con la cabeza ladeada, del porte de un zapallo de feria pero pintada de gris.

—¿Usted cree? —preguntó.
—Solo los cobardes se dan por vencidos —recitó mi padre con ese ronquido que no lo abandonaría hasta la muerte. Es como estar escuchándolo y viendo el montón de huesos en que se había convertido, enterrado en su cama hedionda a remedios—. Llegará el día en que tu hijo volverá a tocar tu puerta y tú podrás dormir tranquilo.
—¿Me está leseando, don Lalito?
—No, Germancito, estoy soñando. —Mi padre soltó una tos y se quedó callado.

No sé si Mustafá logró comprender lo último que dijo mi padre, lo digo porque es difícil imaginarse que alguien sin educación y que vivió gran parte de su vida bajo el paraguas de la gloria popular y barata comprenda el lenguaje figurado, pero no quiero ser injusto con él. Estaría traicionándolo y traicionándome a mí mismo, a mis recuerdos tanto o más fuertes que la memoria de su hijo desaparecido.

—¿Tiene sueño? —dijo Mustafá.

Mi padre no volvió a hablar. Pasó un rato y el gigante se movió incómodo.

—Está muy enfermo —dijo, levantándose.

Contemplé su figura que parecía no entrar en la pieza y quise preguntarle si él también soñaba, pero no me atreví. Mustafá dio media vuelta y salió. Fui detrás, y abajo, antes de irse, me extendió su mano. Le di la mía, sentí que me la destrozaba y me alegré. Lo vi alejarse con los hombros caídos y su sombra inmensa en la vereda, hasta que se confundió con la noche.

Mi padre murió a la semana siguiente, cuando sus pulmones dijeron basta. Coloqué un aviso en el diario pero fueron muy pocas personas al cementerio, y Mustafá no estaba entre ellas. Días después boté sus pertenencias, regalé otras y comencé una nueva vida. Tenía veintiún años y había un futuro para mí aunque el país siguiera en penumbras, como la habitación donde mi padre vivió sus horas finales.

Empecé a trabajar, me casé, me separé al par de años y me puse a vivir con otra mujer. Dejé correr la existencia, que es lo mejor que sabemos hacer los humanos; vivir sin complicaciones, celebrar los cumpleaños y amargarnos los domingos en la tarde. Los que aborrecen ese tipo de vida nos llaman perdedores o ganapanes, pero yo lo asumía con dignidad, después de todo no era alguien especial, un periodista romanticón como fue mi padre o un superhombre como Mustafá.

A veces lo veía en el diario, pero no como en los viejos tiempos cuando acaparaba la página deportiva y su estampa no dejaba indiferente a nadie. En los días actuales Mustafá solo tenía espacio en la solitaria columna de recuerdos, una tira huacha que incluían cuando estaban faltos de noticias y les sobraba espacio. Ahí estaba el gigante de mostachos reducido a una foto tamaño carnet, mirando el lente con sus ojos saltones, queriendo saltar sobre el lector para destrozarlo con sus colmillos.

—¿Quién es este? —me preguntó una vez mi mujer, que era diez años menor que yo y por lo tanto no poseía mi información.
—Mustafá —dije.
—¿Mustafá…? Aquí dice que se llama Germán Muñoz.
—Mi padre le decía Germancito.
—¿Era amigo de tu papá?
—Fue la última persona que vino a verlo, la última que él dejó entrar.
—Eso no me lo habías contado.

Le conté la historia sin ahorrarme detalles y al terminar ella permaneció en silencio.

—¿Qué sabes de él? —preguntó después.
—Nada.
—Debe de ser un anciano, porque esta foto es de antes.
—Seguramente.

Cuando iba al supermercado veía a su hija Andreíta porque ella trabajaba ahí. Nos conocíamos desde cuando yo acompañaba a mi padre a su casa, pero nunca pasamos de un saludo y una sonrisa. Yo quería preguntarle por Mustafá, pero tenía miedo de que me dijera algo que no quería oír.

Transcurrieron muchos años, adquirí compromisos y me llené de obligaciones. Crie a mis propios ídolos, mis hijos, y me dejé llevar mansamente hacia lo que consideraba lo mejor de la vida: la madurez.

De repente, cuando con mi mujer estábamos solos, porque los chicos habían ido a una fiesta y nos dejaban sin dormir, nos dábamos un tiempo para añoranzas con el televisor prendido. Eran recuerdos sin cronología, evocaciones sueltas y al azar, e indefectiblemente, Mustafá asomaba su figura para decirme que no iba a ser fácil deshacerme de él. Nunca lo mencioné en voz alta porque creía que mi mujer no se acordaba y porque yo mismo tenía dudas sobre su existencia real, como un duende o un malvado hechicero medieval. ¿Podía ser cierto que alguien levantara sacos de papas con la fuerza de sus dientes y flotara en el agua con los brazos tras la cabeza?

Pero yo vi a un gigante flotar en el agua mientras los espectadores apostaban; vi a un hombre adulto levantar sacos con sus dientes y vi a un héroe decadente sufrir por su hijo una de las últimas noches de mi padre, hace muchos años.

Un día el diario me dijo que era cierto. Mustafá no apareció en la columna de recuerdos ni volvió a encender la página deportiva. Su nombre estaba en las necrológicas y su esposa e hija invitaban a su funeral.

—Murió —le conté a mi mujer por teléfono.
—¿Quién? —preguntó ella con un matiz de angustia porque con la edad cada muerte preludia la tuya.
—Mustafá. ¿Te acuerdas?
—Un poco.

Supe que no se acordaba y le refresqué la memoria.

—Ahora me acuerdo —dijo—. ¿Estás triste?
—No sé cómo estoy.

Tristeza no era la palabra; tal vez melancolía, como cuando un nombre o un paisaje despiertan de improviso para hacernos saber que el pasado nunca dejará de ser presente.

Al día siguiente me presenté en el cementerio a las tres de la tarde. Caía una llovizna y pensé que era injusto, que Mustafá, aunque fuera dentro de una caja, se merecía un mejor clima. No éramos más de treinta las personas que estábamos allí, un funeral pobre, y volví a ver unos rostros que creía idos para siempre, ancianos del tiempo de mi padre que seguían estrujando la vida. No hubo discursos ni aplausos. Los sepultureros bajaron el ataúd y lo cubrieron con paladas de tierra; encima pusieron las coronas y los ramos de flores. Enseguida nos desparramamos.

Visité a mis padres, lo que se aprovecha de hacer cuando se está en el cementerio, y al salir vi que Andreíta recogía las tarjetas de condolencias. Le di la mano y ella me dio las gracias por venir. Le pregunté por su madre, Nena o Nenita, y me contó que no había tenido valor para ir a despedir a su esposo.

—Se quedó en la casa con una vecina —dijo.

Me acordé que desde hacía unos meses se estaban descubriendo fosas clandestinas donde habían tirado a los detenidos desaparecidos, porque unos militares con algo de conciencia habían decidido hablar después de treinta años. Se lo mencioné.

—Mi hermano sigue sin aparecer —dijo sin enfatizar la palabra «hermano».
—Lo lamento.

Miré la hora, pero antes de despedirnos volvió a subir a mi garganta la pregunta que alguna vez quise hacerle al gigante. Ahí estaba y era mi última oportunidad para dejarla libre.

—Mi padre soñaba despierto a veces —le dije a Andreíta, que fácilmente debía andar por los cuarenta y cinco años—. ¿Y el tuyo?

Me miró extrañada.

—De vez en cuando miraba el techo y decía cosas que nadie entendía —contestó—. No sé si…
—Eso es.

Le besé la mejilla y corrí para alcanzar un taxi.



en De vez en cuando, como todo el mundo (Cuentos reunidos), 2017











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