En la quietud de la tarde,
frente a la abierta ventana
que ensombrecían los árboles
de la calle solitaria,
hablamos de mi partida.
Hablamos. La voz cansada
del anciano me decía:
“No se apresure”. Y la franca
voz de la joven señora:
“Quédese aún, no se vaya”.
Yo sonreía con pena,
murmurando: “Gracias, gracias”.
Sólo tú en aquel momento
permanecías callada
mirando los viejos árboles
de la calle solitaria.
Busqué tus ojos y fijos
en la lejanía estaban
y con oculta alegría
los vi anegados en lágrimas.
Llanto leve y silencioso
sobre la aridez de mi alma.
Fue como en campo sediento
onda fresca de agua clara.
Seguía hablando el anciano,
la joven señora hablaba
y yo, mirando el tranquilo
correr de tus lentas lágrimas,
dije con voz temblorosa:
“Me quedo”. Siempre callada,
volviste hacia mí los ojos,
se unieron nuestras miradas,
y en aquel punto, al risueño
repicar de una campana,
en mi viejo corazón
volvió a cantar la esperanza.
en
La casa junto al mar, 1918
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