viernes, diciembre 15, 2017

"Cuaderno esclavo", de Rodrigo Olavarría

Dos fragmentos




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Es de noche, acabo de ducharme después de ir en bicicleta de Miguel Lemos hasta el final de Leblon y volver. Una vez allá, subí una loma y llegué a un mirador, compré un agua de coco y me senté a recuperar el aliento. La brisa marina calmaba el efecto del picoteo de las agujas solares y secaba mi sudor. Una vez repuesto, saqué el libro de cartas de Kafka y me puse a leer sintiendo que cada inflexión en el paisaje tenía un efecto en los habitantes de la ciudad, que no cabían dudas de las razones por las cuales todos los días en Ipanema la gente se reúne para aplaudir la puesta de sol detrás de los dos hermanos. Acá la naturaleza se entrega sin ninguna inhibición, el sol se presenta en su versión sin editar y la gente lo agradece: son su público, sus fans acérrimos. Y este se va a dormir como Juan Gabriel o Ivete Sangalo después de un concierto de 12 horas. De hecho, después de cada puesta de sol que he visto en Ipanema, me quedo esperando la voz de un locutor que diga: The sun has left the building.



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Crecí en una ciudad que mira hacia el mar, un puerto que parece estar a punto de zarpar rumbo a los canales australes. Hoy vivo en una que no mira en ninguna dirección en particular, que está en un agujero lejos del océano Pacífico y sus puestas de sol. Una ciudad cuya posición solo es explicable como parte del Tahuantinsuyo hace cinco siglos, pero que ha desarrollado una gloriosa capa de gases tóxicos que colorea sus atardeceres. De alguna forma esto me enorgullece, dejen que los cariocas vayan a Ipanema a ver la puesta de sol, que los limeños intuyan el atardecer detrás de la neblina y que los porteños hagan lo que sea que hagan al atardecer. Nosotros seguiremos mirando la cordillera teñida de rosa y fucsia, siempre de espaldas al sol.





Publicado por Hueders, 2017















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