Fui a ver a mi
hijo a una clase de natación. Era una de esas muestras abiertas en las que los
padres somos invitados -más bien obligados- a participar. En la pileta había
seis niños de entre ocho y doce años, de los cuales Joaquín, mi hijo, era el
menor. El mayor era uno llamado Ramiro, y Ramiro jugaba sucio. Ramiro tiraba
agua en la cara de sus compañeros para ganar los juegos y tenía el trazo de
esas criaturas que hostigan al prójimo en la escuela. Pero no voy a detenerme
en eso sino en lo que sigue: Joaquín tuvo que competir con él. Promediando la
clase, la profesora llevó al grupo al fondo y puso a todos en duplas para jugar
carreras. Joaquín y Ramiro quedaron juntos. Miré esos cuerpos impares y me
encomendé al mito de David y Goliat. Entonces dieron la señal de largada.
Los niños se zambulleron y empezaron a nadar. Me quedé inmóvil. Los veía avanzar por el fondo como peces gráciles buscando la superficie. Hasta que emergió uno y luego el otro, y empezaron a bracear con urgencia. El tiempo desapareció en mí; sentí un mareo en las rodillas. Tenía el cuerpo tenso y reclinado hacia delante como si esa gradación del torso fuera a ayudar a mi hijo a levantar velocidad.
Funcionó, o no sé qué pudo haber pasado. Lo cierto es que Joaquín empezó a adelantarse al otro niño. Su nado era limpio y poderoso, y estaba libre de desesperación. Joaquín braceaba con madurez, como si uniera tenazmente los puntos de un mapa. Así llegó a la meta y así ganó, por lo que me emocioné y grité su nombre y di unos saltitos ridículos. Ese era mi hijo. Necesitaba celebrar lo que acababa de ocurrir. Así que me tiré al agua y fui hasta la otra punta y una vez allí me acerqué y le di un beso y le dije cosas bonitas. Entonces él miró a los costados.
-No me avergüences -susurró.
Creí que había
entendido mal.
-¿Cómo?
-Que no me avergüences -repitió con discreción-. Por suerte pareció que me dijiste un secreto.
Joaquín me hablaba como si estuviera pasándole un código a un agente encubierto. "No me avergüences". Tenía que procesar esa idea. Todo empezó a girar. ¿Era yo un bochorno para mi hijo? ¿En qué momento había empezado eso? ¿Duraría para siempre? ¿Todos los hijos se avergüenzan de sus padres? ¿Eso es lo más sano del mundo? ¿Quién es el idiota que lo dice? Las preguntas me ahogaban. A mi lado la profesora daba nuevas instrucciones y movía sus brazos rollizos (un día escribiré algo sobre las profesoras de natación y su insólito sobrepeso), pero yo ya estaba en esa cueva inmensa en la que a veces me encierro.
-Que no me avergüences -repitió con discreción-. Por suerte pareció que me dijiste un secreto.
Joaquín me hablaba como si estuviera pasándole un código a un agente encubierto. "No me avergüences". Tenía que procesar esa idea. Todo empezó a girar. ¿Era yo un bochorno para mi hijo? ¿En qué momento había empezado eso? ¿Duraría para siempre? ¿Todos los hijos se avergüenzan de sus padres? ¿Eso es lo más sano del mundo? ¿Quién es el idiota que lo dice? Las preguntas me ahogaban. A mi lado la profesora daba nuevas instrucciones y movía sus brazos rollizos (un día escribiré algo sobre las profesoras de natación y su insólito sobrepeso), pero yo ya estaba en esa cueva inmensa en la que a veces me encierro.
"No me avergüences". No recordaba a qué edad había sentido la primera vergüenza de mis padres. Con mi padre no había crecido y mi madre trabajaba todo el día, así que estimé que ese evento iniciático habría ocurrido con mi abuela. Ella siempre pedía descuentos cuando íbamos de compras. Yo aguantaba todo pacientemente hasta que una vez, en la verdulería, ella pidió un "descuento por cantidad", seguido de un "descuento de jubilada", seguido de un "descuento de vecina", y yo dije, por lo bajo, "por favor, basta". No sé si me escuchó, pero sé que en ese instante decidí que a los negocios yo entraría con mi abuela, pero fingiría estar sola.
Nunca pude decirle "no me avergüences" -mi abuela era, y sigue siendo, una mujer de carácter-, pero varias décadas después, en la pileta, pensando en Joaquín y en aquellos años míos pude sospechar que ese pedido de mi hijo, como el que tantos otros niños hacen a sus padres, era todo lo opuesto a la voluntad de hacer daño: era, al fin y al cabo, el reclamo por una soledad digna. "No me avergüences" era el nombre de un deseo que luego se aprende a acallar en la adultez, y que en el caso de Joaquín -y seguramente de muchos otros- ni siquiera era nuevo. Algunos días atrás, cuando íbamos caminando por la calle mi hijo ya me había dicho algo en ese sentido.
-Tómame una foto de espaldas -había dicho-. Quiero hacer como que estoy caminando solo.
Así que accedí a su pedido y apreté el obturador. Luego miré la imagen. En el cuadro estaba Joaquín avanzando por la acera un mediodía en una zona comercial. Pero también podía verse otra cosa. Se veía su orgullo y su felicidad henchida; se veía su cuerpo que todavía siento pequeño y se veía el modo en que su mundo se expandía mientras él se lo ganaba con un paso limpio y poderoso, libre de desesperación, como si estuviera uniendo tenazmente los puntos de un mapa.
en Emol, 21 de enero de 2014
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