Conviene que nos vayamos haciendo a la idea: la política es
fundamentalmente un aprendizaje de la decepción. La democracia es un sistema
político que genera decepción… especialmente cuando se hace bien. Cuando la
democracia funciona bien se convierte en un régimen de desocultación, en el que
se vigila, descubre, critica, desconfía, protesta e impugna.
Pensemos en dos de las más comunes fuentes de desafecto
ciudadano hacia nuestros representantes: la corrupción y el desacuerdo. El
menos avisado puede tener una impresión demasiado negativa y caer en el típico
error de percepción que genera la corrupción descubierta o el desacuerdo
institucionalizado propio del antagonismo democrático. La corrupción es siempre
intolerable, por supuesto, y la incapacidad para generar grandes acuerdos está
en el origen de muchas de nuestras torpezas colectivas, pero deberíamos ser
sinceros y reconocer que buena parte de nuestro malestar con la política
corresponde a una nostalgia inadvertida por la comodidad en que se vive donde
lo malo no es sabido y se reprimen los desacuerdos. La antropología política
nos enseña que hay un sentimiento atávico, nunca plenamente superado, de
añoranza hacia formas de organización social en las que reine una plácida
ignorancia y los políticos, como reza la queja habitual, no estén todo el día
discutiendo.
Hay otra fuente de decepción democrática que tiene que ver con
nuestra incompetencia práctica a la hora de resolver los problemas y tomar las
mejores decisiones. La política es una actividad que gira en torno a la
negociación, el compromiso y la aceptación de lo que los economistas suelen
llamar “decisiones suboptimales”, que no es sino el precio que hay que pagar
por el poder compartido y la soberanía limitada. Está incapacitado para la
política quien no haya aprendido a gestionar el fracaso o el éxito parcial,
porque el éxito absoluto no existe. Hace falta al menos saber arreglárselas con
el fracaso habitual de no poder sacar adelante completamente lo que se
proponía. La política es inseparable de la disposición al compromiso, que es la
capacidad de dar por bueno lo que no satisface completamente las propias
aspiraciones. Similarmente los pactos y las alianzas no acreditan el propio
poder sino que ponen de manifiesto que necesitamos de otros, que el poder es
siempre una realidad compartida. El aprendizaje de la política fortalece la
capacidad de convivir con ese tipo de frustraciones e invita a respetar los
propios límites.
Todas las decisiones
políticas, salvo que uno viva en el delirio de la omnipotencia, sin
constricciones ni contrapesos, implican, aunque sea en una pequeña medida, una
cierta forma de claudicación. En el mundo real no hay iniciativa sin
resistencia, acción sin réplica. Las aspiraciones máximas o los ideales
absolutos se rinden o ceden ante la dificultad del asunto y las pretensiones de
los otros, con quienes hay que jugar la partida. No tiene nada de extraño, por
ello, que nuestros más fervorosos seguidores aseguren que no era eso a lo que
aspiraban. Si además tenemos en cuenta que la competición política crea
incentivos para que los políticos inflen las expectativas públicas, un alto
grado de decepción resulta inevitable.
Todo esto provoca un carrusel de promesas, expectativas y
frustraciones, de engaños y desengaños, que gira a una velocidad a la que no
estábamos acostumbrados. Los tiempos de la decepción —lo que tarda el nuevo
Gobierno en defraudar nuestras expectativas o los carismas en desilusionar, los
proyectos en desgastarse, la competencia en debilitarse— parecen haberse
acortado dramáticamente.
Incluso quien se presenta generando las mayores expectativas de
renovación —porque no forma parte de lo ya conocido y esa carencia de pasado
político le permite gozar de la virginidad política como su principal valor—,
no tarda mucho en decepcionarnos. Pronto recurren esos mismos a las jugadas
políticas que nos habían escandalizado y se organizan como un aparato clásico.
Comienzan “pudiendo”, siguen con un quién sabe y terminan posponiendo
indefinidamente las promesas más audaces. Hemos pasado, por ejemplo, de no
pagar la deuda a pagarla sólo en parte para finalizar con una inocua auditoría
ética (apelando, por cierto, al juicio de los expertos). Es curioso lo poco que
tarda el radicalismo en “socialdemocratizarse”. La estrategia para ganar
elecciones es muy diferente de la tarea de gobernar, y por eso suele ocurrir
que lo primero palidece a medida que se acerca la hora de la responsabilidad.
Con el paso del tiempo, lo que era exhibido como radicalidad democrática —que
los temas cruciales sean decididos por todos— se revela como indefinición
táctica o simple ignorancia acerca de qué debe hacerse. No creo que Podemos**
tarde mucho en decepcionar, como ocurre con todos los actores políticos, no
sólo porque comparten nuestra condición humana sino sobre todo porque en algún
momento tendrán que tomar decisiones que suponen aceptar algo como “menos malo”.
La prueba de fuego estará en el momento en que sus votos en una institución
impliquen una preferencia por unos o por otros, cuando su abstención abra el
paso del gobierno a alguien en concreto, todavía más, cuando tengan que
preferir a alguien de “la casta” para gobernar.
¿Qué racionalidad podemos
introducir en medio de esta decepción? Creo que lo mejor es partir de una
constatación muy liberadora: la política es una actividad limitada, mediocre y
frustrante porque así es la vida, limitada, mediocre y frustrante, lo que no
nos impide, en ambos casos, tratar de hacerlas mejores. Y en segundo lugar,
nuestras mejores aspiraciones no deberían ser incompatibles con la conciencia
de la dificultad y los límites de gobernar en el siglo XXI. Lo que hacen los
políticos es demasiado conocido y demasiado poco entendido. La sociedad
comprende poco los condicionamientos en medio de los cuales han de moverse y
las complejidades de la vida pública. Esto no ha de entenderse como una
disculpa sino todo lo contrario: es el elemento de objetividad que nos permite
agudizar nuestras críticas, impidiendo que campen desaforadas en el espacio de
la imposibilidad.
Recordar tales cosas en medio de esa desbandada que llamamos
desafección política, cuando están saliendo a la luz múltiples casos de
corrupción y la política se muestra incompetente para resolver nuestros
principales problemas, puede parecer una provocación. Si lo recuerdo es para
defender estas tres tesis: que la política no está a la altura de lo que
podemos esperar de ella, que no es inevitablemente desastrosa y que tampoco
deberíamos hacernos demasiadas ilusiones a este respecto. Y es que las quejas
por lo primero (por su incompetencia) se debilitan cuando uno da a entender que
acepta lo segundo (que la política no tiene remedio) y cuando traslucen una
expectativa desmesurada acerca de la política. De este modo no pretendo
disculpar a nadie, sino permitir una crítica más certera, porque nada deja más
ilesa a la política realmente existente que unas expectativas desmesuradas por
parte de quien no ha entendido su lógica, sus limitaciones y lo que
razonablemente podemos exigirle.
Ahora que todo está lleno de propuestas de regeneración
democrática no viene nada mal que analicemos con menos histeria el contexto en
el que se produce nuestra decepción política, para que estemos en condiciones
de valorarla en su justa medida y no cometamos el error de sacar consecuencias
equivocadas de ella. Deberíamos ser capaces de apuntar hacia un horizonte
normativo que nos permita ser críticos sin abandonarnos cómodamente a lo
ilusorio, que amplíe lo posible frente a los administradores del realismo, pero
que tampoco olvide las limitaciones de nuestra condición política.
* Daniel Innerarity es catedrático de Filosofía Política y
Social e investigador Ikerbasque en la Universidad del País Vasco.
** Partido político español, fundado en enero de 2014, y
liderado por Pablo Iglesias; cuyo origen se encuentra en el manifiesto Mover ficha: convertir la indignación en
cambio político.
en
El País, 2 de febrero de 2015
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