Para empezar por alguna parte, me gustaría decir que la cosa
más importante que sé acerca de cómo contar historias me la enseñó una película
llamada Lawrence de Arabia, que vi
más de siete veces, a lo largo de un invierno helado, en la ciudad donde nací.
Yo tenía apenas once años y aquel invierno, mientras mis amigos
jugaban o se iban a pescar, me encerré en el cine con obsesión de psicópata a
ver, siete días, siete veces, a razón de cuatro horas por vez, esa película que
llegué a conocer tanto como conocía los rincones de mi cuarto. Y cada una de
las siete veces entré al cine con el mismo entusiasmo y esperé con idéntico
fervor las mismas escenas: aquella en la que Omar Sharif brota de las dunas
dispuesto a defender su pozo de agua; aquella en la que Lawrence camina sobre
el tren, enloquecido, sintiendo ya en su corazón una lámina de luto por la vida
que tiene que dejar; aquellas batallas, aquellos caballos, aquel desierto,
aquella túnica blanca, aquellos ojos.
Pero si uno busca el argumento de Lawrence de Arabia en,
digamos, Wikipedia, se topa con una frase que dice así: «Esta película narra la
historia de Thomas Edward Lawrence, un oficial inglés que durante sus años en
Arabia logró agrupar a las tribus árabes para luchar contra los turcos por su
independencia».
La frase es cierta, y sólo es eso: cierta. Porque nada dice del
desierto amarillo, ni del ulular de sus bravos guerreros, ni de la túnica
helada de Lawrence, ni de sus ojos siempre presos de una sombra enfurecida.
Porque Lawrence de Arabia es «la historia de un oficial inglés que durante sus
años en Arabia», etcétera, pero, de muchas y muy variadas formas, no es eso en
absoluto. Y ahí radica aquello que les decía que sé y que es simple y que es
esto: una historia, cualquier historia, tiene como destino posible la gloria o
el olvido. Y la clave no está en el cuento que la historia cuenta sino en eso
que la hace arribar con toda pompa a un puerto majestuoso o hundirse en el mar
de la indiferencia. Lo que sé, decía, es simple y es esto: lo que importa no es
el qué, sino el cómo. No la historia, sino los vientos que la empujan.
El cronista argentino Martín Caparros dijo alguna vez que, cada
vez que le preguntan si hay alguna diferencia entre periodismo y literatura, no
sabe qué contestar. «Mi convicción es que no hay diferencia —dijo—. ¿Por qué
tiene que haberla? ¿Quién postula que la hay? Aceptemos la separación en
términos de pactos de lectura: el pacto que el autor le propone al lector: voy
a contarle una historia y esa historia es cierta, ocurrió y yo me enteré de
eso. Y ese es el pacto de la no ficción. Y el pacto de la ficción: voy a
contarle una historia, nunca sucedió, pero lo va a entretener, lo va a hacer
pensar. Pero no hay nada en la calidad intrínseca del trabajo que imponga una
diferencia».
Hablamos, claro, de crónicas sólidas que encierran una visión
del mundo y se reconocen como una forma del arte, y no de pegotes amasados sin
entusiasmo para llenar dos columnas del diario de ayer. Estas crónicas toman
del cine, de la música, del cómic o de la literatura todo lo que necesitan para
lograr su eficacia. El tono, el ritmo, la tensión argumental, el uso del
lenguaje, y un etcétera largo que termina exactamente donde empieza la ficción.
Porque la única cosa que una crónica no debe hacer es poner allí lo que allí no
está.
Hace un tiempo escribí la historia de un grupo de antropólogos
forenses cuyo trabajo consiste en exhumar, de fosas clandestinas, restos óseos
de personas ejecutadas por diversas dictaduras, para identificarlos y
devolverlos a sus familiares. La crónica empezaba así:
No es grande. Cuatro por cuatro apenas, y una ventana por la
que entra una luz grumosa, celeste. El techo es alto. Las paredes blancas, sin
mucho esmero. El cuarto —un departamento antiguo en pleno Once, un barrio
popular y comercial de la ciudad de Buenos Aires— es discreto: nadie llega aquí
por equivocación. El piso de madera está cubierto por diarios y, sobre los
diarios, hay un suéter a rayas —roto—, un zapato retorcido como una lengua
negra —rígida—, algunas medias. Todo lo demás son huesos. Tibias y fémures,
vértebras y cráneos, pelvis, mandíbulas, los dientes, costillas en pedazos. Son
las cuatro de la tarde de un jueves de noviembre. Patricia Bernardi está parada
en el vano de la puerta. Tiene los ojos grandes, el pelo corto. Toma un fémur
lacio y lo apoya sobre su muslo.
-Los huesos de mujer son gráciles.
Y es verdad: los huesos de mujer son gráciles.
Apenas después, el texto revelaba que ese no era el cuarto de
juegos de un asesino serial sino la oficina del Equipo Argentino de
Antropología Forense, que Patricia Bernardi era uno de sus miembros, y que los
huesos esparcidos eran los de tres mujeres, exhumados el día anterior de un
cementerio de la ciudad de La Plata. Pero aun cuando ese párrafo tiene un tono
calculado, una métrica medida y cada palabra está puesta con intención, no hay
nada en él que no sea verdad: todo eso estaba allí aquel jueves de noviembre a
las cuatro de la tarde: el suéter a rayas —roto—, el zapato retorcido como una
lengua rígida, los huesos, costillas en pedazos, y, por supuesto, Patricia
Bernardi, que tomó un fémur y se lo apoyó en el muslo y dijo lo que dijo: «Los
huesos de mujer son gráciles».
Por cosas como esas me gusta la realidad: porque si uno
permanece allí el tiempo suficiente, antes o después ella se ofrece, generosa,
y nos premia con la flor jugosa del azar.
Yo encuentro cierta belleza en que las cosas sucedan —absurdas,
contradictorias, a veces irreales— y me gusta entrar en la realidad como a un
bazar repleto de cristales: tocando apenas y sin intervenir.
En 2006 publiqué un libro que se llama Los suicidas del fin del mundo, que cuenta la historia de Las
Heras, un pueblo de la Patagonia argentina donde, a lo largo de un año y medio,
doce mujeres y hombres jóvenes decidieron volarse la cabeza de un disparo, o
ahorcarse con un cinturón en el cuarto de su casa, o colgarse en la calle a las
seis de la mañana del día 31 de diciembre de 1999. Durante un tiempo viajé a
ese pueblo, hablé con peluqueros y con putas, con madres y con novios, con
hermanas y amigos de los muertos, y, cuando creí que había terminado, empecé a
buscar un editor para eso que, pensé, podía ser un libro. Muchos retrocedieron
espantados ante tanto muerto joven, pero uno de ellos, con ojos luminosos de
entusiasmo, me preguntó: «¿Por qué mejor no lo escribes como si fuera una
novela?».
No tengo ninguna respuesta para explicar por qué dije que no,
salvo que, en el fondo, no le encuentro sentido a transformar en ficticia una
historia que se ha tomado el trabajo de existir así, tan contundente. Que
cuando doce personas deciden suicidarse en un año y medio en plena calle o en
casa de su mejor amigo, en fechas tan significativas como el día de cambio de
milenio, en un pueblo petrolero con más putas que automóviles, no siento que mi
imaginación pueda agregar, a eso, mucho.
El libro, finalmente, fue publicado como una crónica y, aunque
todo lo que cuenta es real, está plagado de recursos literarios. Incluida su
música de fondo: la chirriante música del viento.
En su novela Las vírgenes
suicidas, donde narra la historia de las cinco lesivas hermanitas Lisbon,
el norteamericano Jeffrey Eugenides utiliza un recurso que enrarece el clima
desde el principio y remite a la idea de corrupción y podredumbre de las cosas
vivas. Dice Eugenides: «Esto ocurría en junio, en la época de la mosca del
pescado, cuando, como todos los años, la ciudad se cubre de tan efímeros
insectos. Se levantan entonces nubes de moscas de las algas que cubren el lago
contaminado y oscurecen las ventanas, cubren los coches y la farolas, [...] y
cuelgan como guirnaldas de las jarcias de los veleros, siempre con la misma
parda ubicuidad de la escoria voladora».
Yo no tenía las moscas del pescado, pero tenía el viento.
En los días de viento, y eso es casi siempre, en Las Heras no
se puede salir a la calle. En esos días puertas y ventanas trepidan con
temblores frenéticos, y los habitantes permanecen encerrados, sitiados por el
aullido de esa fuerza maligna. Madres y novias, hermanos y amigos de los
suicidas hablaban con odio y con temor de eso que doblegaba a la ciudad con
alaridos de bruja y la envolvía como un presagio ominoso: el viento, decían, es
peor que nada: peor que la soledad, peor que la distancia, peor que el frío y
que la nieve.
A la hora de escribir pensé que tenía que reproducir ese clima
enloquecido y lograr que el viento se levantara del libro como un enjambre.
Así, en las primeras páginas, el viento sopla tímido, balanceando apenas el
ómnibus que me llevaba a Las Heras. Un poco más adelante arroja ceniceros al piso,
se cuela por las hendijas, empuja polvo hasta el fondo de la garganta de las
casas. Al final, el viento ya es un monstruo negro, una bestia con voluntad
propia. «Afuera —dice el libro— el viento era un siseo oscuro, una boca rota
que se tragaba todos los sonidos: los besos, las risas. Un quejido de acero,
una mandíbula».
Si todo texto está afinado en un tono, yo quiero pensar que Los suicidas del fin del mundo está
afinado en el chirrido del viento. Y no por gusto ni por capricho, sino para
pintar, sobre su alarido interminable, un pasado de sangre y un presentir de
horror en el que todo —las muertes, la pura desgracia, los suicidios— seguía
sucediendo. Porque aun cuando fuera un personaje, aun cuando fuera una
metáfora, un puro recurso literario, el viento no era —no podía ser— un adorno.
El viento era —tenía que ser— parte de la información.
En su libro El empampado
Riquelme (la historia de un hombre que sube a un tren pero nunca llega a
destino y cuyos huesos aparecen en el desierto de Atacama medio siglo más
tarde) el chileno Francisco Mouat dice que, para escribirlo, leyó a Paul
Auster, a Richard Ford, a Juan Rulfo, a Kafka. «Todas estas lecturas —dice
Mouat— están desparramadas por este libro y tienen mucho que ver con estas
páginas».
Yo siempre sospeché que los buenos cronistas tienen nutridas
bibliotecas de ficción y que van más seguido al cine que a talleres de
escritura. Que no aprendieron a describir personajes en una clase de la
universidad, sino leyendo a John Irving. Que no saben narrar con exquisita
parquedad por haber participado en un taller de producción de mensajes, sino
porque se conocen hasta el solfeo la prosa de Lorrie Moore. Que son rigurosos
con la información pero creativos en sus textos no porque hayan estudiado
Metodología de la Investigación, ni Planificación de Procesos Comunicacionales,
sino porque saben quién es John Steinbeck.
Y pienso todas esas cosas porque en los grandes cronistas
encuentro ecos de Richard Ford y de Scott Fitzgerald, de Góngora y de la
Biblia, de José Martí y de Gonzalo Rojas, de Flaubert y de Paul Bowles, de
Salinger y de Alice Munro, de Nabokov y de Pavese, de Bradbury y de Martin
Amis, de Murakami y David Foster Wallace.
Claro que, si vamos a ser sinceros, no suele haber, en los
grandes escritores de ficción, ecos de cronistas majestuosos. Pero hay que ser
pacientes, porque tiempos vendrán en que eso también suceda.
en
Frutos extraños, 2009
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