Barcelona,
5 de enero de 1931 - Marrakech, 4 de junio de 2017
I
Recuerdo muy bien la primera vez que le vi. Estaba sentado en
medio del patio, con el torso desnudo y las palmas apoyadas en el suelo y reía
silenciosamente. Al principio, creí que bostezaba o sufría un tic o hacía
muecas como un enfermo del mal de San Vito, pero al llevarme la mano a la
frente y remusgar la vista, descubrí que tenía los ojos cerrados y reía con
embeleso. Era un muchacho robusto, con cara de morsa, de piel curtida y basta y
pelo rizado y negro. Sus compañeros le espiaban, arrimados a la sombra del
colgadizo, y uno con la morra afeitada le interpeló desde la herrería. Con la
metralleta al hombro, me acerqué a ver. Aquella risa callada parecía una
invención de los sentidos. Los de la guardia vigilaban la entrada del patio,
apoyados en sus mosquetones; otro centinela guardaba la puerta que formaba el
chaflán del muro de albardilla. El cielo era azul, sin nubes. La solina batía
sin piedad a aquella hora y caminé rasando la fresca del muro. El suelo
pandeaba a causa del calor y, por entre sus grietas, asomaban diminutas cabezas
de lagartija.
El soldado se había sentado encima dé un hormiguero: las
hormigas le subían por el pecho, las costillas, los brazos, la espalda; algunas
se aventuraban entre las vedijas del pelo, paseaban por la cara, se metían en
las orejas. Su cuerpo bullía de puntos negros y permanecía silencioso, con los
párpados bajos. Durante el paseo de la víspera me había quedado en el cuerpo de
guardia y me detuve a secar el sudor. En la atmósfera pesada y quieta, la
cabeza del muchacho se agitaba y vibraba, como un fenómeno de espejismo. Sus
labios dibujaban una risa ciega: grandes, carnosos, se entreabrían para emitir
una especie de gemido que parecía venirle de muy dentro, como el ronroneo
satisfecho de un gato.
Sin que me diera cuenta, sus compañeros se habían aproximado y
miraban también. Eran nueve o diez, vestidos con monos sucios y andrajosos,
calzados los pies con alpargatas miserables. Algunos llevaban el pelo cortado
al rape y guiñaban los ojos, defendiéndose del reverbero del sol.
—Tú, mira, son hormigas...
—Son quirias.
—Hormigas.
—L'hacen cosquiyas.
—Tá en el hormiguero...
Hablaban con grandes aspavientos y sonreían, acechando mi
reacción. Al fin, en vista de que no decía nada, uno que sólo tenía una oreja
se sentó al lado del muchacho, desabrochó el mono y expuso su torso esquelético
al sol. Las hormigas comenzaron a subirle por las manos y tuvo un retozo de
risa. «Uy, uy», hizo. Su compañero abrió los ojos entonces y nuestras miradas
se cruzaron.
—Mi sargento...
—Sí —dije.
—A ver si nos consigue una pelota... Estamos aburríos...
No le contesté. Uno con acento aragonés exclamó: «Cuidado, que
viene el teniente», y aprovechó el movimiento alarmado del de la oreja para
guindarle el sitio. Yo les había vuelto la espalda y, poco a poco, los demás se
sentaron en torno al hormiguero.
Era la primera guardia que me tiraba (me había incorporado a la
unidad el día antes) y la idea de que iba a permanecer allí seis meses me desalentó.
Durante media hora caminé por el patio, sin rumbo fijo. Sabía que los presos me
espiaban y me sentía incómodo. Huyendo de ellos me fui a dar una vuelta por la
plaza de armas. Continuamente me cruzaba con los reclutas. «Es el nuevo», oí
decir a uno. El cielo estaba liso como una lámina de papel: el sol parecía
incendiarlo todo.
Luego, el cabo batió las palmas y los centinelas se desplegaron
con sus bayonetas. Los presos se levantaron a regañadientes: las hormigas
ennegrecían sus cuerpos y se las sacudían a manotadas. Pegado a la sombra de la
herrería, me enjugué el sudor con el pañuelo. Tenía sed y decidí beber una
cerveza en el Hogar. Mientras me iba (había devuelto al cabo las llaves del
calabozo) vi que el muchacho se desabotonaba la bragueta y, sin hacer caso de
las protestas de los otros, meaba, con una satisfacción cruel, en el
hormiguero.
II
A la hora de fajina, lo volví a ver. El teniente me había dado
las llaves y, cuando los cocineros vinieron con la perola del rancho, abrí la
puerta del calabozo. De nuevo llevaba la metralleta y el casco y me arrimé a la
garita del centinela para descansar.
Los presos escudriñaban a través de la mirilla y al descorrer
el cerrojo, se habían abalanzado sobre el caldero. Las lentejas formaban una
masa oscura que el cabo distribuía, con un cucharón, entre los cazos. Uno de la
guardia había repartido los chuscos a razón de dos por cabeza y, mientras los
demás comían ávidamente los suyos, dejó su cazo en el poyo y vino a mi
encuentro.
—Mi sargento... ¿Me podría usté hacé un favó?
Apoyé el talón de la metralleta en tierra y le pregunté de qué
favor se trataba.
—No es na. Una tontería... —Hablaba con voz socarrona y, por la
abertura de la camisa, se rascaba la pelambre del pecho—. Decirle al ordenanza
suyo que me traiga luego el diario.
—¿El diario? ¿Qué diario?
—El que reciben ustés en el cuerpo de guardia.
—Recibimos muchos.
—El que habla de fútbol.
—Todos hablan de fútbol. Ninguno habla de otra cosa.
—No sé cómo lo llaman... —murmuró—. Dígaselo al ordenanza. De
parte del Quinielas. El sabe cuál es.
—¿El Mundo Deportivo?
—Pué que sea ése... ¿Es uno que lleva la lista de los partíos
de primera?
—Sí —repuse—. Lleva la lista de los partidos de primera.
—Entonces, debe de ser el Mundo Deportivo —dijo—. Hace más de
un mes que miro pa ver si trae el calendario de la temporá. Lo han de sortear
un día de esos...
Me miraba a los ojos, de frente, y escurrió las manos en los
bolsillos.
—¿Le gusta a usté el fútbol, mi sargento?
Le dije que no lo sabía; en la vida había puesto los pies en un
campo.
—A mí no hay na que me guste más... Antes de entrar en la mili
no me perdía un partío...
—¿Cuándo te incorporaste?
—En marzo hizo cuatro años.
—¿Cuatro?
—Soy de la quinta del cincuenta y tres, mi sargento.
El cabo repartía el sobrante de la perola entre los otros y
continuó frente a mí, sin moverse:
—Cuatro temporás que no veo jugar al Málaga...
—¿Cuándo te juzgan?
—Uff —hizo—. Con la prisa que llevan... Me haré antes viejo.
Su voz se había suavizado insensiblemente y hablaba como para
sí.
—En invierno al menos, cuando hay partíos, leo el diario y me
distraigo un poco. Pero, en verano...
—¿Cuándo empieza la Liga? —pregunté.
—No debe de faltar mucho —murmuró—. A fines de agosto suelen
hacer el sorteo...
El cabo había terminado la distribución y, uno tras otro, los presos
entraron en el calabozo. El muchacho pareció darse cuenta al fin de que le
esperaban y miró hacia el patio, haciendo visera con los dedos.
—Si un día abre la puerta y no estoy, ya sabe dónde tié que ir
a buscarme...
—¿Al fútbol? —bromeé.
—Sí —dijo él, con seriedad—. Al fútbol.
Había recogido el cazo de lentejas y los chuscos y, antes de
meterse en el calabozo, se volvió.
—Acuérdese del diario, mi sargento..
Yo mismo cerré la puerta con llave y corrí el cerrojo. Los
centinelas habían formado, mosquetón al hombro y, mientras daba la orden de
marchar, contemplé el patio. A aquella hora era una auténtica solanera y los
cristales del almacén reverberaban. Entregué las llaves al cabo y, bordeando el
muro de !as letrinas, me dirigí hacia el cuerpo de guardia.
III
—Hay que tener mucho cuidado con ellos. La mayoría son
peligrosos. —Se había sentado al otro lado de la mesa y me analizaba a través
de las gafas—. Cuando les des el rancho o los saques a pasear por el patio,
conviene que no los pierdas de vista ni un momento. El año pasado a uno de
Milicias se le escaparon tres: el Fránkestein, ese otro al que le falta una
oreja y uno catalán. Al Fránkestein y al de la oreja los trincaron en
Barcelona, pero el otro pudo cruzar la frontera y, a estas horas, debe pasearse
todavía por Francia.
Esperaba sin duda algún comentario mío y asentí con la cabeza.
El teniente hablaba con voz pausada, cuidando la elección de cada término. Como
siempre que me dirigía la palabra, sonreía. Yo le observaba con el rabillo del
ojo: pálido, enjuto, llevaba el barbuquejo del casco ajustado y la vaina de su
espada sobresalía por debajo de la mesa.
—En seguida te acostumbrarás a tratarlos, ya verás. Si te cogen
miedo desde el principio, te obedecerán y todo marchará como la seda. Si no...
—Hizo un ademán con las manos imposible de descifrar—. No conocen más que un
lenguaje: el del palo. Cuando les pegas duro, la achantan y, lo que es curioso,
te admiran y te quieren. Los españoles somos así. Para cumplir, necesitamos que
nos gobiernen a garrotazos.
Por la ventana vi pasar a un grupo de quintos en traje de
paseo. Era domingo y la sala de oficiales estaba desierta. Su mobiliario se
reducía al escritorio-mesa y media docena de sillas. Clavado en el centro de la
pared había un retrato en colores de Franco.
—Ya sé que a los universitarios os repugna gobernar a palo seco
y preferís untar las cosas con un poco de vaselina... Estáis acostumbrados a la
gente de la ciudad, al trato de personas como tú y como yo, y no conocéis lo que
hay debajo. —Señaló los barracones de los soldados con la estilográfica—. Aquí
nos llega lo peor de lo peor: el campo de Extremadura, Andalucía, Murcia, La
Mancha... La mayor parte de los reclutas son casi analfabetos y algunos no
saben siquiera persignarse... En el cuartel no se les enseña solamente a
disparar o a marcar el paso. Con un poco de buena voluntad y, a base de perder
varias veces el pelo, aprenden a coger el tenedor, a hablar correctamente y a
comportarse en la vida como Dios manda...
Abrió uno de los cajones del escritorio y sacó un enorme fajo
de papeles. El reloj marcaba las tres y diez: menos de una hora ya, para el
relevo de la guardia.
—Un día que tenga tiempo, te enseñaré el historial de los
expedientados. Es muy instructivo y estoy seguro de que te interesará. Todos
han empezado por una pequeña tontería, se han visto liados poco a poco y, la
mayor parte de ellos, acabarán la vida en la cárcel.
Asegurándose de que yo le escuchaba, comenzó a hojear la pila
de expedientes: insubordinación, deserción, abandono de arma, robo de quince
metros de tubería, robo de capote, robo de saco y medio de harina... El
Fránkestein, explicó, había huido tres veces y, las tres veces, lo habían
pescado en el mismo bar. El Mochales se había largado al burdel estando de
facción. Los quince años que el fiscal reclamaba para el Avellanas se
encadenaban a partir de un insignificante latrocinio... Me acordé del preso de
las hormigas y le pregunté qué había hecho.
—Es un chico moreno, con el pelo rizado... Uno que le gusta
mucho el fútbol.
—Ah —dijo el teniente, sonriendo—. El célebre Quinielas...
Seguramente te habrá pedido el diario...
—Sí —dije yo—. Me lo ha pedido.
—Lo hace siempre. Cada vez que hay un suboficial nuevo o de Milicias,
le va con el cuento... Está allí por culpa del fútbol y todavía no ha
escarmentado...
Abrió otro cajón del escritorio y sacó media docena de
libretas.
—Es un técnico —dijo—. Desde hace no sé cuántos años, anota el
resultado de los partidos, la clasificación, los goles a favor y los goles en
contra y hasta el nombre de los jugadores lesionados. ¿No te ha pedido que le
des un par de boletos para las quinielas?
—No.
—Pues aguarda a que empiece la temporada y verás. Se lo pide a
todo el mundo. Conociendo como él conoce la preparación de cada equipo, cree
que un día u otro acertará y llegará a ser millonario.
—¿Y por qué está en el calabozo? —pregunté—. ¿Robó algo?
—No; no robó nada. Mejor dicho, robó, pero de manera más
complicada. —Había corrido la hebilla del barbuquejo y depositó el casco sobre
la mesa—. Hace años, cuando llegó, era un muchacho la mar de servicial y, al
bajar de campamento, el comandante le buscó un destino en Caja. Nadie
desconfiaba de él. En el cuartel pasaba por ser una autoridad en materia de
fútbol. No hablaba jamás de otra cosa y, todo el santo día, lo veías por ahí
con su libretita copiando la puntuación y los goles. El tío se preparaba para
jugar a las quinielas y no se nos ocurrió que, un buen día, podría llevar sus
teorías a la práctica.
—¿Cómo, a la práctica?
El teniente echó la silla hacia atrás e hizo una vedija con el
humo de su cigarro.
—Un sábado arrambló con cuatro mil pesetas de Caja y las apostó
a las quinielas. Durante toda la semana había empollado como un negro sus
gráficos y sus estadísticas y estaba convencido de dar en el clavo. Lo de las
cuatro mil pesetas no era un robo, era un «adelanto» y creía que, al cabo de
pocos días, podría restituirlas sin que nadie se enterara... Lo malo es que el
cálculo falló y, al verse descubierto, volvió a hacer otro «préstamo», esta vez
de once mil pesetas, estudió la cuestión a fondo, rellenó sus boletos y, zas,
volvió a marrarla... Estaba preso en el engranaje y probó una tercera vez:
catorce mil. Cuando se dio cuenta había hecho un desfalco de treinta mil pesetas
y, a la hora de dar explicaciones, no se le ocurrió otra cosa que ahorcarse.
—¿Se ahorcó?
—Sí. Se falló. —Aplastaba la colilla en el cenicero y tuvo una
mueca de desprecio—. Todos se fallan.
El alférez entrante se asomó por la puerta del bar de
oficiales. Llevaba el correaje ya, y la espada y el casco y dio una palmada
amistosa en el hombro de su compañero. Ladeando la cabeza miré el reloj.
Faltaban unos minutos para las cuatro y me fui a escuchar la radio a la sala.
Fuera, el sol golpeaba aún. Durante toda la noche no había podido pegar un ojo
y ordené al chico de la residencia que subiera a hacerme la cama.
en
Para vivir aquí, 1960
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