El
estudiante que escribió a los diarios dominicales para preguntar por qué el
director de su colegio estaba alterado por la mata oscura que le cubría la nuca
y le llegaba hasta el cuello de la camisa fingía una falsa ignorancia. Cuando
los hombres de nuestra generación se dejaron crecer el pelo, no lo hicieron sin
motivo como intentaron afirmar luego. Su pelo era una indicación de que no
aceptaban la moralidad de la generación de burócratas de pelo cortado al cepillo
de sus progenitores. Mediante el acto de dejarse crecer el pelo consiguieron
dare la vuelta a una curiosa presunción sobre su significacion sexual, pues muchos
jóvenes comenzaron a lucir grandes matas ondeantes de rizos y largas trenzas
relucientes que sus hermanas intentaban emular en vano. La antigua presunción
de que la cabellera de las mujeres crecla más densa y más larga que la masculina
no se disipó sin dificultad. Los hombres de pelo largo fueron tachados de
anormales y pervertidos y las mujeres echaron mano de inmensas cascadas de pelo
comprado para restablecer el equilibrio. Mientras se ahuecaban el pelo sobre la
cabeza y se engalanaban las pestañas, se arrancaban a la vez con determinación
hasta la última brizna de vello de las axilas y de los brazos y las piernas.
Cuando el verano llenó los parques y jardines de melenudos en camiseta de
tirantes, pudieron ver que muchos de ellos tenían los brazos y el pecho lampiños
y escasa barba; en vez de comprender lo que eso indicaba sobre la virilidad de
los torsos velludos, lo consideraron una prueba más de que esos hombres eran
unos degenerados. No hace mucho, Edmund Wilson se permitio insinuar que la
virilidad de Hemingway era defectuosa acusándole de lucir vello de crepé en el
pecho.
Lo
cierto es que algunos hombres son peludos y otros no; y algunas mujeres son
velludas y otras no. Las distintas razas tienen patrones diferentes de
distribución del vello. Ese súmmum de virilidad, el "semental" negro,
tiene poquisimo vello corporal. Algunas mujeres caucásicas de piel morena
tienen abundante vello oscuro en los muslos, las piernas, los brazos y hasta
las mejillas; su eliminación es dolorosa y ocupa mucho tiempo, pero cuanta más
ropa están autorizadas a quitarse las mujeres, más vello deben eliminar.
La
justificación de la depitación es burda. La sexualidad se considera, de manera
absolutamente errónea, como una característica animal, pese al hecho evidente
de que el hombre es el animal sexualmente más activo y el único que mantiene
relaciones sexuales con independencia del impulso reproductivo instintivo. En
la imaginación popular, el vello abundante, como el pelo espeso en los
animales, se considera un indicador del grado de bestialidad y, por lo tanto,
un indicio de una sexualidad agresiva. Los hombres lo cultivan, del mismo modo
que se les anima a desarrollar instintos competitivos y agresivos; las mujeres
lo controlan, igual que controlan todas las facetas de su vigor y su líbido.
Cuando su vello corporal no les inspira suficiente repulsión, otros se encargan
de ordenarles que se depilen. En casos extremos, las mujeres se afeitan o se
depilan la zona del pubis, a fin de parecer todavía más asexuadas e infantiles.
Aunque, si hasta Freud llegó a considerar el vello pubiano como una cortina
prevista por algún tipo de modestia fisiológica, afeitárselo también podría
constituir una rebelión. Los esfuerzos para eliminar cualquier olor del cuerpo
femenino forman parte de la misma represión de una animalidad imaginaria.
Actualmente, no basta con neutralizar el olor del sudor y del aliento; todas
las revistas femeninas advierten a las mujeres sobre et horror del olor
vaginal, que se considera abso- lutamente repulsivo. Los hombres que no desean
ver a sus mujeres afeitadas y desodorizadas hasta la insipidez más absoluta,
nada pueden hacer contra la repulsión que sienten las mujeres mismas contra su
propio cuerpo. Por otro lado, algunos hombres se enorgullecen de su olor y vellosidad,
como parte de su rechazo viril contra la delicadeza. Existe un término medio
entre el encanto de una piel de cabra semicurada y el cuerpo lampiño e inodoro
de la muñeca: el cuerpo cuidado y razonablemente aseado, el cuerpo deseable,
sea masculino o femenino.
en La mujer eunuco, 1970
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