Por
un don que le habían concedido los dioses, Tiresias podía cambiar de sexo
cuantas veces se lo propusiera. Lo hizo a menudo, y así fue que como, mujer, se
la disputaban los hombres y, como hombre, se lo disputaban las mujeres, porque
sabía qué es lo que cada sexo espera del otro.
Tiresias mujer
Se ruborizaba ante la menor insinuación
amorosa. Se resistía por un rato a las caricias. Después se pasaba la mano por
todo el cuerpo como si no pudiese soportar el fuego que la devoraba. Por fin,
entre débiles protestas aunque con los ojos vidriosos, consentía en ir a la
cama y allí había que violentarla para que cediese a los asaltos de la pasión.
A partir de ese momento secundaba todas las iniciativas y aún se adelantaba a
tomarlas. A veces, en medio de la lucha, entraba la criada gritando: «¡Señora,
volvió su marido!», el ocasional amante debía esconderse en un ropero hasta
que, varios minutos más tarde, reaparecía la criada: «Falsa alarma, señora» y
entonces reanudaban el coloquio de los deseos, terminado el cual Tiresias se
dormía o fingía dormirse sin pronunciar una palabra.
Tiresias hombre
Prolongaba durante horas los preparativos del
goce último, escarbaba con infalible puntería en los secretos almácigos donde
prospera la lubricidad femenina y, después de alcanzada la culminación, se
esforzaba por mantenerse despierto prodigándole a su amante dulces caricias
paternales mientras recitaba algún epitalamio.
en El jardín de las delicias, 1992
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