Mulchén, 19 de julio de 1925 – Punta Arenas, 14 de
abril de 2017
Murió en abril: tiempo de lluvia.
Otoñecida
estrella le cubría la frente como un
agua.
Era un hombre pequeño, realzado de
pronto
por una lenta mano, florecida
manzana.
Una sombra rebelde le dormía los
ojos,
como un álamo triste, como una
llamarada.
Era en el tiempo niño: el tiempo
inconmovible
de los bosques mojados en sus nobles
estancias.
Allí nacía él, allí crecían
lentamente
sus cábalas maestras, su suerte
enmarañada;
allí, en las pobres vasijas, en el
solar
terrestre donde la espiga levantaba
su fantasma perfecto, su pan
crepusculario.
Le conocí de cerca una lenta mañana
de invierno. Como sabias monedas
invariables
las lluvias pasajeras sobre el techo
cantaban.
Su mano sarmentosa se halló como la
fina
prolongación del tallo de las dalias.
¡Era él!, ciertamente lo digo.
Ciertamente
como que ahora escribo tendido sobre
el alba.
Su rostro era tan triste. Sus ojos
pensativos
recorrían celestes los cuadros de la
casa.
A mí me parecía, por sus limpios
modales,
que sólo de un campesino pobre se
trataba.
Era hijo del trigo. Venido de un
barbecho
donde la luna muestra sus haciendas
intactas.
Y en efecto lo era: nacido como
tantos
entre un bosque brumoso y una verde
montaña,
el campo se extendía por su cuerpo
estrellado
y por sus venas rojas la tierra dura
andaba.
Murió en abril, tiempo de lluvia, de
lluvia
colonial, antigua lluvia, dolorosa
campana.
Le llevaron dormido, entre muchos,
entre
todos los hombres que vivieron el
agua
gozando las estrellas, las nubes y
los recios
contornos labradores de las grises
comarcas.
Le conocí de cerca, lo traté tantas
veces.
Conversamos del tiempo, del trigo y
la esperanza.
Murió en abril. Yo estaba lejos. Su
esqueleto
vegetal bajo un huerto florido
descansa.
en Los rostros
de la lluvia, 2001
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