Para los miserables, ¡todo es
miseria!
¡No hay tregua para los malditos!
Louis-Ferdinand Céline
Algunos escritores serán perseguidos durante toda la
eternidad; otros, en cambio, gozarán del perdón y del favor popular por intereses
o por falta de ganas de los censuradores y otros policías de lo moral. El odio
estimula tanto a algunos hombres que impide ceder un ápice a la misericordia.
Es el caso de Louis-Ferdinand Céline, pseudónimo del doctor Louis-Ferdinand
Destouches, poeta de los charcos, escritor visceral, guerrero, apasionado,
furioso con la humanidad entera, artífice de algunas de las cimas narrativas de
la historia de la literatura. Hombre desquiciado y contradictorio que
acarreará, quizá para siempre, los errores de sus decisiones panfletarias. El
21 de enero de 2011 el ministro de Cultura de Francia, Frédéric Mitterrand, anunció
la retirada de los actos oficiales previstos para celebrar el 50 aniversario
del fallecimiento de Céline. La medida, tomada en gran parte por las presiones
del lobby judío, sembró la red y la prensa de artículos
a favor y en contra del autor de Viaje al fin de la noche,
redactados por críticos, biógrafos, escritores y periodistas. En algunos casos
la desinformación condujo a unos cuantos «expertos» a etiquetar a Céline en
categorías erróneas o no demostradas. Esto es una consecuencia de los tiempos
que vivimos, años de globalización digital y de internautas que se conforman
con lo que les cuentan en los muros de Twitter y Facebook sin comprobar las
fuentes ni contrastar las informaciones.
Llevado por ese espíritu con pretensiones de desafiar cuanto
dice la mayoría que no se preocupa de verificar los datos, y con el recuerdo de
uno de los expertos españoles en la obra de Céline, a saber, el poeta asturiano
David González, quien a menudo ha defendido al escritor de las acusaciones de
nazi y colaboracionista, y que en uno de sus blogs ya destruidos apuntaba que
«Lo peor es que muchos de los que acusan a Céline ni siquiera han leído los
putos panfletos», llevado por ese espíritu inquieto, digo, busqué en mi
biblioteca (que alberga todo cuanto ha sido publicado en España con la autoría
de LFC, incluso ediciones raras o ya descatalogadas y vendidas en librerías de
viejo) el volumen Cartas de la cárcel,
en edición de bolsillo, con prólogo de Constatino Bértolo, prefacio de François
Gibault y traducción de Carlos Manzano, un libro que aún no había leído y que
esperaba su momento, y el momento perfecto llegó unos días antes de la
escritura de este texto. Un volumen que recoge las misivas que el doctor
Destouches (pues, como nos recuerdan en el introito, aquí se trata del hombre y
no de la celebridad) envió a su mujer Lucette Destouches y a su abogado Thorvald
Mikkelsen, epístolas y trozos de papel higiénico en los que refleja sus
dolencias, su hartazgo y su desesperación durante el tiempo en que estuvo
preso, entre diciembre de 1945 y junio de 1947, en Vestre Faengsel (Dinamarca).
En el prólogo de Bértolo se nos recuerda la condición de
maldito y bestia parda de la literatura del artista que escribió Muerte
a crédito: «Porque sobre Louis-Ferdinand Céline recaen, sin
contradicción aparente, los calificativos más dispares sin que tal disparidad
rompa la coherencia de su leyenda y perfil: genio, ángel, demonio, víctima,
verdugo, mártir, traidor, abyecto, sublime, inmortal, sucio, mezquino,
demiurgo, brujo y mago de la lengua». Y les digo que me sumergí en esa
escritura rabiosa, como todo cuanto firmó aquel médico que despreciaba al mundo
entero y sólo tuvo palabras amables para su esposa y para los animales, esa
prosa retorcida, llena de ruido y furia, igual que la vida, que conduce al
lector por los márgenes del abismo y por los territorios enfangados de la abyección.
Y encontré mucho dolor, también impotencia y por supuesto altas dosis de
sufrimiento. Céline había escrito, y publicado años atrás, sus panfletos Bagatelles
pour un massacre (1937), L’école
des cadavres (1938) y Les
beaux draps (1941). Y, años después, fue atrapado
en Copenhague y conducido a prisión. Gibault nos sitúa, en su prefacio, en el
escenario de redacción de las cartas: «Mantenido en la sección de los
condenados a muerte, en aislamiento, solo en una celda sin suficiente
calefacción y desprovista de la menor comodidad, en plenos rigores del invierno
danés, perdió unos cuantos kilos y padeció depresión, enteritis, pelagra,
cefaleas insoportables, eczema, reumatismos e insomnios interminables […]».
La lectura de sus misivas, de estos mensajes desesperados,
embruja y a ratos agota, como siempre que leemos a Céline. LFC se muestra aquí
en todo su esplendor: la rabia, el asco, la paranoia, las diatribas… En esos
despachos redescubre uno su carácter contradictorio. A veces explota su recelo
contra otras razas: «Veo que la nueva Constitución, que sustituye a la del 89,
¡ha sido redactada por un judío letón que apenas habla francés y un negro!»
(Carta 29). En otros casos se defiende de las acusaciones: «Yo nunca he deseado
daño a un judío. Yo no quería que nos incitaran a la guerra. Y nada más» (Carta
99). O, simplemente, se convierte en su raro y anómalo defensor: «¡Vivan los
judíos! Nadie puede substituirlos. Cuanto más tiempo pasa, más los respeto y
los amo. Hay 500 millones de arios en Europa, ¿se ha alzado uno solo para que
me liberen? Vivan los judíos, la próxima vez que quiera sacrificarme, lo haré
por los judíos» (Carta 100). Pero nunca niega ese antisemitismo, lo cual, en
cierta medida, le honra, por ser un síntoma de honestidad, ni niega su repulsa
hacia el führer: «Hay otras citas en mis libros. Sobre todo, cuando escribo
textualmente: “Yo no debo nada a Hitler y lo mando a la mierda y todo el mundo
lo sabe. ¡Que se vaya a hacer la guerra hacia el Baikal y nos deje
tranquilos!”» (Carta 137). O esa declaración, escrita en un pliego antes de su
ingreso entre rejas: «Yo nunca fui nazi. Soy pacifista y nada más. Fui
antisemita por pacifismo».
Más allá de las verdades o las mentiras o las numerosas
contradicciones del escritor, propias de su carácter, encontramos en estas
cartas una suma brutal de padecimientos y enfermedades, ya citadas antes. A los
males que trae consigo a la cárcel, se añaden los que va contrayendo por culpa
del frío, de las penosas condiciones del habitáculo donde lo encierran, de la escasez
de cuidados que reciben aquellas partes averiadas de su cuerpo. Tal vez lo más
duro sea asistir a la degradación moral y física de un hombre. Céline sufre del
intestino en la cárcel. Necesita lavativas y otros cuidados. Aun así, apenas
consigue evacuar los excrementos: «Desde luego, no puedo cuidarme el intestino
como me gustaría. ¡Sólo obro dos veces a la semana!» (Carta 106). Por si fuera
poco, en ocasiones debe compartir la celda con otros hombres, lo que añade una
carga intolerable a sus sufrimientos, pues no hay nada tan vergonzante como los
asuntos fisiológicos y su resolución delante de terceros. En prisión, Céline no
sólo sufre física y moralmente: también debe avergonzarse de sus intestinos,
reprimir las ganas, joderse por dentro. Y no sólo eso: sus cancerberos también
lo machacan con la incertidumbre, que mata poco a poco, despacio. Es una
tortura refinada. También lo cuenta su mujer, Lucette Destouches, en el volumen
Céline secreto, de Verónique Robert: «En la
cárcel, a Louis lo torturaron moralmente: la tortura por la esperanza. En
varias ocasiones le hicieron creer que lo iban a liberar. Lo hacían vestirse y
lo metían en una furgoneta pero, en el último momento, lo volvían a encerrar:
era algo inhumano. También le decían: “Hoy te van a fusilar”». ¿Es suficiente
castigo para alguien que, en el pasado, había escrito tres panfletos?
Preguntémonos si a otros autores con filiaciones peligrosas en el pasado se les
ha demonizado tanto: Knut Hamsun, Francisco de Quevedo, Günter Grass, Ezra
Pound… Si las vejaciones y las inquietudes que padecieron fueron las mismas, o
si hoy siguen bajo el infortunio de las etiquetas y los castigos. Pero es que además
Céline escribió dos o tres obras maestras, la primera de todas es un clásico en
cuyas relecturas uno descubre nuevos ángulos, la fascinante Viaje
al fin de la noche, que contiene párrafos inolvidables
de esta índole: «Lo peor es que te preguntas de dónde vas a sacar bastantes
fuerzas la mañana siguiente para seguir haciendo lo que has hecho la víspera y
desde hace ya tiempo, de dónde vas a sacar fuerzas para ese trajinar absurdo,
para esos mil proyectos que nunca salen bien, esos intentos por salir de la
necesidad agobiante, intentos siempre abortados, y todo ello para acabar
convenciéndote una vez más de que el destino es invencible, de que hay que
volver a caer al pie de la muralla, todas las noches, con la angustia del día
siguiente, cada vez más precario, más sórdido».
Lo paradójico del asunto, leyendo sus misivas, es que
descubro algo que no sabía: los libros de Céline, incluyendo sus muy denostados
panfletos, fueron prohibidos en Alemania con la llegada de Adolf Hitler al
poder. Tal vez los nazis advirtieran, ellos sí, que el doctor Destouches era un
hombre que odiaba a la humanidad entera, alguien que escribía con el látigo en
una mano, dispuesto a empujar al lector hacia el fondo del pantano de la
abyección. Concluyo la lectura de sus cartas casi sin aliento: he asistido a la
destrucción de un hombre ya en ruinas, de un guerrero de la palabra, de un
poeta del barro y el dolor. Lucette se lo cuenta a Verónique: «Cuando se ha
estado en la cárcel, ya nada vuelve a ser igual; es como si uno se convirtiese
en un fantasma. En dos años, Louis se había convertido en otro hombre, se había
hecho viejo».
La prisión, las difamaciones en la prensa, la
incertidumbre y el tiempo a la sombra han aniquilado el espíritu del médico y
escritor. A la salida, ya nada volverá a ser lo mismo. Cuando uno lee a Céline,
de inmediato sabe que está tratando con un cabrón de altura, con un verdadero
hijo de puta que, probablemente, fuera así (tan crudo, tan cruel, tan feroz,
tan pesimista) porque asistió al rosario de maldades de las que es capaz el
individuo y se vio involucrado en un cúmulo de situaciones que irían minando sus
nervios: guerras, asesinatos, hospitales, enfermos y enfermedades propias,
locura y miseria… Céline se convierte en un registrador de la desgracia que
acarrea el ser humano cada vez que mueve una ficha. «Yo no he practicado
siempre la medicina, mierda de oficio», pregona en Muerte
a crédito. Las obras de Céline dejan agotado al lector y, al mismo
tiempo, lo iluminan. Enseñan el camino con una palmatoria que resplandece entre
las sombras y la niebla. En el volumen de misivas se menciona varias veces su
domicilio en París: el número 4 de la Rue Girardon. Louis y Lucette vivieron
durante años en la quinta planta de ese edificio. Busco en Google Maps y en
Wikipedia ese domicilio. Una vez dentro de Maps, me muevo por la zona mediante
la indispensable herramienta llamada Google Street View y encuentro la calle,
el edificio. Un lugar muy característico de París, un rincón con rasgos de
boulevard, frente al Ciné 13 Théâtre, en el cruce de calles que conforman la
Rue Girardon, la Avenue Junot y la Rue Norvins, y la zona me resulta tan
familiar que consulto las fotografías que hice en mi primer viaje a París. En
efecto: la casa de Céline estaba situada muy cerca de la Basílica del Sagrado
Corazón de Montmartre. Para visitarla, nuestra ruta a pie, entonces, había incluido
el Boulevard de Clichy, el Cementerio de Saint Vincent y la Rue des Saules, y
esos lugares quedan al lado de la Rue Girardon. Y creo que no, no pasamos junto
al edificio en el que cohabitaron Louis y Lucette. Y cuando estuvimos por allí,
visitando Montmartre, yo aún no sabía que la casa de Céline estaba a un paso,
de haberlo sabido la hubiera buscado, me habría hecho algunas fotos junto a la
fachada del inmueble. Sólo había que bajar una calle, desviarse en la Rue des
Saules hacia la derecha, durante el ascenso al Sagrado Corazón y descender unos
metros para cruzarse con la Rue Girardon. En mi próxima visita a París ya sabré
dónde buscar.
Pero eso no importa. Lo que importa es la huella
literaria de Céline: su huella es más grande que su condición de proscrito, de perro
rabioso de la literatura francesa. Él no sólo nos orienta para que
aprendamos a escribir con las tripas y el corazón, también nos alumbra y
clarifica la noche del hombre, repleta de grietas, miserias y maldades. Él se
consideraba a sí mismo un autor paradójico, burlesco,
efervescente. ¿Fue Céline un escritor
antisemita? Él no lo niega. Pero, más que encarcelarlo bajo la etiqueta de
antisemita deberíamos denominarlo un poeta antisistema, antihumanidad, antitodo.
Alguien que nos arranca el corazón y nos lo muestra, para que veamos sus
pústulas, sus llagas, sus recovecos negros llenos de perversidades. Pocos se
han atrevido a hacer lo mismo, y, cuando lo han hecho, la sociedad bienpensante
se les ha echado encima como perros salvajes. Destouches expuso: «Soy un
escritor, nada más que un escritor. Todos los escritores franceses han tenido
que exiliarse con un pretexto u otro. Todos los pretextos son buenos para
perseguir en Francia a los escritores» (Carta 14). Pero creo que a esa sociedad
dispuesta a poner etiquetas y a atribuir culpas y castigos, lo que más le
dolió, le sigue doliendo, no es que Céline escribiera panfletos, sino su
condición de rebelde, de provocador que no baja la cabeza, que no agacha el
lomo, que no cae en el servilismo. Leer a Céline es como manejar dinamita a
punto de explotar, o como jugar con fuego: uno corre el riesgo de quemarse, de
arder, de sentir sus palabras como disparos de cañón. Las instituciones
deberían centrarse en su literatura, separar de una vez al escritor del hombre.
El escritor siempre es más grande que el hombre, es menos
miserable y menos sádico. Bendito sea Louis-Ferdinand Céline, escritor maldito que
será perseguido por los siglos de los siglos. Lo intuyó, lo supo, sabía que no
hay descanso para quienes son como él. Esperemos que, algún día, le alcance la
tregua. Lo escribió en la cárcel: «Hay que luchar contra la desgracia con la
misma rabia que ella hasta cansarla» (Carta 138).
en El descrédito (varios autores), 2013
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