Otra vez, otro sueño de mar. La misma sensación repetitiva:
entro al sueño —o comienza— y algo me anuncia que es un sueño de mar. Sin
palabras, lo reconozco porque es un sueño sin palabras ni olas. El mar es
plano: ni una arruga ni un escarceo de corriente altera esa superficie
uniforme. Y, sin embargo, avanzo velozmente en un pequeño velero de veinte o
veinticinco pies. Habría un espacio sin aire entre el agua y la atmósfera:
arriba el viento actúa sobre las velas y debajo el casco se desliza como si el
agua tuviese una pendiente acentuándose hacia el horizonte. Allí estoy yo, en
esa atmósfera sin viento ni más sonido que el de las aguas abriéndose, tajadas
por la proa. Percibo bajo el agua toda una vida bullendo, aunque invisible para
los que navegan. Intento imaginarla pero despierto convencido de que al llegar
al horizonte nos encontraremos el barco, yo, el verdadero viento y todo lo que
faltaba en la escena del sueño —algas, peces, moluscos, piedras y formas
animales y vegetales indiscernibles—, mezclados con la espuma y el ruido de las
aguas desencadenadas.
En los sueños nunca duermo ni sueño, pero estoy siempre
a punto de pensar y a veces imagino.
en La gran ventana de los sueños, 2010
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