Es otra noche. Estamos los dos sentados junto a la mesa
de un bar. Apenas si levanta su rostro.
“No sé –dice-, ya no puedo hablar. He vivido en mis
sueños… Me parece como si hubiera traspasado un límite y alguna grave admonición
me estuviese golpeando. La materia me duele. Hay cosas que no se pueden
explicar. Aquello que se siente como una evidencia, ¿qué ganas tú con tratar de
explicarlo? La verdad no está afuera, no es comunicable. Mi palabra se ha hecho
torpe; porque Dios está dentro”.
Entonces, de una mesa cercana, se aproximó un
hombrecillo moreno e intervino en nuestra conversación; porque nos había
escuchado hablar de Dios.
-No creo en Dios –dijo-. Sólo existe el sexo hondo y
oscuro, en el que uno reposa. Es ahí, en la sangre ardiente, en lo femenino
eterno, donde está eso que usted llama Dios.
Cerraron el bar a esa hora y tuvimos que irnos.
Silenciosos, marchamos por las calles hasta llegar junto a mi casa, donde
Barreto me acompañó. Al despedirnos y cuando ya nos habíamos alejado un trecho,
nos dimos cuenta de que nos había sobrado el dinero que no alcanzamos a gastar.
Entonces Barreto cogió un puñado de monedas y algunos billetes y los lanzó al
aire. Busqué en mis bolsillos e hice otro tanto. El ruido de las monedas
tintineaba sobre el pavimento y los rieles de la calle.
Con un gesto de la mano se despidió. Se subió el cuello
del abrigo y se perdió en la noche.
en Ni por mar, ni por tierra, 1950
No hay comentarios.:
Publicar un comentario